Si al mundo de hoy, asolado por la pandemia del coronavirus, le faltaba algo era otra guerra. Y hace dos semanas, esa guerra –de la que había señales claras desde hace meses– se desató en el corazón del Cáucaso. Las fuerzas militares de Armenia y Nagorno Karabaj (Artsaj, para los armenios), por un lado, y las tropas de Azerbaiyán, por el otro, se lanzaron en una carrera militar que ya dejó como saldo decenas de civiles muertos, cientos de heridos y soldados ultimados de ambos bandos.
Las tensiones y escaramuzas militares entre Armenia y Azerbaiyán debido al estatus del territorio autónomo de Nagorno Karabaj son de larga data. Hace poco más de un mes, el gobierno azerí bombardeó la frontera de su país vecino en una actitud que presagiaba lo que estaba por venir.
Pero para que este conflicto bélico se desatara era imprescindible el «factor Turquía». El gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan, aliado férreo de Azerbaiyán, es el responsable principal de forzar esta guerra cuyo final se vislumbra lejano. Hace bastante tiempo dejaron de ser un secreto las ambiciones regionales del gobierno de Ankara. A la lista de intervenciones militares ilegales bajo el derecho internacional, como las efectuadas en algunas regiones kurdas del norte de Siria, en el Kurdistán iraquí y en Libia (véanse «La enfermedad del Kurdistán» y «La aventura del sultán», Brecha, 3-IV-20 y 30-IV-20) el gobierno turco ahora suma su participación en la guerra por Nagorno Karabaj.
La administración de Erdogan ya dejó en claro que su respaldo al presidente azerí, Ilham Aliyev, durará todo el tiempo que sea necesario. Los funcionarios de Ankara envían incluso mercenarios sirios –muchos de ellos excombatientes del Estado Islámico y de Al Qaeda– para respaldar a las Fuerzas Armadas azeríes. La denuncia de este hecho se esparció como un reguero de pólvora en los últimos días: medios como The Guardian, la BBC o The Times y gobiernos como los de Rusia, Francia y Armenia revelaron públicamente que Turquía traslada mercenarios por docenas al campo de batalla.
COMPLICIDADES
El expansionismo que Erdogan impulsa, motivado por sus añoranzas de revivir el imperio otomano y que posibilita a sus aliados azeríes lanzar la actual ofensiva, cuenta con varios cómplices. Pese a que los habitantes de Turquía sufren una crisis financiera profunda desde 2018, el país aún es una potencia militar y diplomática.
Poseedora del segundo ejército de la OTAN, Ankara cuenta, además, con el beneplácito de los grandes jugadores internacionales, como Estados Unidos, Rusia, China y la Unión Europea. Ninguno de estos poderes, pese a declaraciones formales de repudio de algunos de ellos con motivo de las políticas de agresión militar y de violación de derechos humanos impulsadas por el gobierno turco, quiere realmente cometer infracciones en su relacionamiento con Erdogan. Todos saben que el gobierno de Turquía es un comprador compulsivo de armamento de guerra y el país, una cantera para el deleite capitalista.
A nivel interno, el presidente tiene el respaldo del nacionalismo turco y de los sectores islámicos más conservadores del país. Un ejemplo de que el establishment avala prácticamente sin fisuras las políticas militares de Erdogan: el miércoles 7, con los votos del oficialista AKP y su aliado, el ultraderechista MHP, y de los opositores CHP y Partido del Bien (en total, más del 85 por ciento del Parlamento), fue extendido por otro año el mandato para que el Ejecutivo lance a voluntad operaciones militares en Irak y Siria, un elemento central en la política de exaltación guerrerista del presidente. Los legisladores del Partido Democrático de los Pueblos, encabezado por el movimiento kurdo, fueron los únicos que votaron en contra.
DISPUTA EN LAS MONTAÑAS
Para conquistar territorio y «revivir» la grandeza otomana, el gobierno de Erdogan necesita recursos. Y Azerbaiyán los tiene: gas y petróleo. Además, desde 2012 un gasoducto llamado Transanatolio atraviesa Turquía transportando hacia Europa el gas azerí del yacimiento caspiano de Shaj Deniz en el mar Caspio (con una capacidad anual de producción de 10.000 millones de metros cúbicos de gas natural).
Como ya lo intentó en el Mediterráneo con las riquezas gasíferas que se disputa con Grecia y Egipto (véase «La aventura del sultán», Brecha, 30-IV-20), el gobierno turco trata de enmascarar su voracidad expansionista tras un discurso que mezcla reminiscencias islámicas y de un fuerte nacionalismo supremacista. Erdogan –que mantiene la postura férrea de negación del genocidio armenio que ha caracterizado a los gobiernos turcos desde la fundación del moderno Estado de Turquía– dejó en claro en los últimos meses que su país y Azerbaiyán se encuentran fundidos en el histórico lema del nacionalismo turco: el viejo «una nación, un Estado, una patria», que por estos días el mandatario ha reformulado con el moderno «dos Estados, una nación». Detrás de esto está la centenaria idea, compartida por los perpetradores del genocidio de 1915, que presenta a los pueblos túrquicos como una entidad homogénea, heredera de una «raza superior» de conquistadores.
Ahora ese afán imperial se traslada a la vieja disputa por el territorio de Nagorno Karabaj, un conflicto que renació en los estertores finales de la Unión Soviética y continúa hasta hoy. Con una población de mayoría armenia (99 por ciento de sus habitantes), Nagorno Karabaj tiene desde 1991 su propio gobierno, bajo el respaldo del Estado armenio, que, sin embargo, no lo reconoce como una entidad independiente, sino como un territorio propio con estatus autónomo. Desde Azerbaiyán, en tanto, argumentan que esa tierra, un enclave montañoso enmarcado por llanuras históricamente azeríes, les pertenece. La posición azerí, heredera de las divisiones administrativas de la era soviética, es rechazada por la mayoría abrumadora de los habitantes del territorio en cuestión.
Hoy, con una nueva guerra desatada tras el alto el fuego de 1994, desde Nagorno Karabaj reclaman a la comunidad internacional ser reconocidos como Estado bajo las normativas internacionales vigentes. El Grupo de Minsk, conformado hace 26 años y copresidido por Rusia, Estados Unidos y Francia, se ha mostrado en los últimos años inoperante para reducir las tensiones entre Armenia, Azerbaiyán y Nagorno Karabaj. Y aunque Naciones Unidas y una larga lista de países han manifestado públicamente que la guerra debe parar y que el diálogo y la paz deben ser la prioridad, la realidad muestra otra cara: la de una guerra que, si se extiende en el tiempo, volverá a fracturar el Cáucaso, con consecuencias directas en Oriente Medio.
Si en ambas regiones se agravan la debilidad en el respeto a los derechos humanos y las diferencias étnicas, políticas y religiosas, los grupos dominantes de Turquía y de su socio Azerbaiyán serán los únicos ganadores, mientras que los distintos pueblos que las habitan quedarán a merced del asfixiante oscurantismo que intenta apoderarse del siglo XXI.