Materializar palomas - Semanario Brecha

Materializar palomas

Con Mariano Llinás

Mariano Llinás, cineasta, en entrevista con Brecha / Foto: Magdalena Gutiérrez

En el último Festival Internacional de Escuelas de Cine, el director argentino vino a dar una charla sobre producción y a presentar una función de “La flor”, su última –y hermosísima– película, que tiene una duración de 14 horas y suele proyectarse en tres días diferentes. En ese marco conversó con Brecha, y en el hall de la Cinemateca resonaba el inconfundible sonido de su voz, ese que cumple un papel tan importante en su cine.

—Cuando los espectadores ven La flor, debido a su extensión, suele armarse una comunidad, una especie de complicidad en la sala, en los pasillos. ¿Pensaste en eso al hacerla?

—Hay algo que por ahí al público le cuesta entender y es que para mí las 14 horas fueron una sorpresa, como para cualquiera. Habíamos hecho una primera parte que se dio casi un año o dos antes del resto de la película, que ya duraba cuatro horas, pero nadie podía saber cuánto iba a durar el objeto final. Yo no lo sabía; es algo que es totalmente indócil. Hay una serie de historias fantásticas, creo que la última es Ant-man, de Marvel, que habla del mundo cuántico, de que cuando algo se vuelve demasiado pequeño cambian las reglas. A partir de cierto nivel de gigantismo, también cambian las reglas. La película pasa cierta barrera de las tres horas y media y no sabés cuánto va a durar, de verdad. Confieso que con 14 me pareció una especie de monstruo divertido, interesante; estaba lidiando con un gran monstruo que debía estar en un museo junto a los brontosaurios y otros animales antediluvianos, y al mismo tiempo tenía la sensación de que eso no iba a ser un problema, que si lográbamos mostrarla de determinada manera, iba a funcionar, iba a estar bien. Y entonces, cuando me di cuenta de que se iba a dar en tres días, no me tembló el pulso, nunca pensé que podía ser algo malo. Y a partir de las primeras veces que la proyectamos, vi que habíamos hecho algo diferente de una película, pero que a la vez es una película en sí; algo que generaba preguntas y misterios, que volvía la experiencia cinematográfica algo más complejo y a la vez más clásico, no sé. Descubrí la potencia de eso al proyectarla, pero nunca pensé, antes, qué podía pasar. Y la otra cosa particular de la película es el tema de las versiones. Hasta ahora hay tres versiones fijas; está la versión original, argentina, que es la versión en tres partes, pero después está la versión francesa, que son cuatro partes, y una versión suiza que es en ocho partes. Entonces ya es una cosa rara, ¿viste? Y al mismo tiempo esas mismas versiones cambian, porque ahora en Nueva York se dieron la parte 1 y la 2 el mismo día… Esa posibilidad de variación con respecto al mismo objeto –que, sin duda, se va a multiplicar, porque de pronto podemos inventar cosas: dar una parte y la otra no, dar una parte una semana y otra la siguiente– la convierte en un objeto muy indomable e indescifrable. Da mucho para pensar en términos de juego, con respecto al espectador y al cine.

Con respecto a los espacios, el montaje de la película parece encerrar una voluntad de engaño, de magia. ¿Dónde se filmó realmente?

—A veces es donde dice que es y a veces no. Te voy a decir algo más: hay créditos falsos a propósito; en general, todo el mundo nos creyó, sos de las pocas en hacer esa pregunta. Es más, hay un país que aparece siempre citado entre los países a los cuales fuimos, pero no fuimos. Pero no te voy a decir cuál es.

Mejor así, se siente un gran placer mirando La flor y tratando de desentrañar cuánto de verdad hay en su geografía.

—Ese placer estaba previsto. Además, sabemos que hay mucha gente que se queda mirando los créditos para entender las preguntas que causa la película, entonces los créditos falsos están puestos para confundirlos.

¿Eso tiene que ver con cierta concepción del cine? ¿Cuál es?

—Hay muchas respuestas fáciles para esa pregunta. Me sorprendió una cosa que vos dijiste, porque dijiste “la magia” y “el engaño”. Es toda una postura; hay mucha gente que piensa que lo que nosotros llamamos magia es la verdad. No sé, a la gente la quemaban por magos, supongo que no pensarían que era por engañar, suponían que había algo de esa magia que era real. Y no sé si está tan claro; vos decís “la magia” y “el engaño” como lo mismo, como si la magia fuera la manera de articular lo falso. Y para mí no es tan simple: para mí lo interesante de la magia es esa especie de tensión entre lo verdadero y lo falso. Es decir, para serte sincero, yo pienso que, a veces, los magos hacen magia de verdad. Quiero ser concreto: estoy diciendo que materializan palomas allí donde no las había. ¿No te parece? ¿O estás segura de que son todos trucos? Yo pienso que a veces hacen magia de verdad y por eso la magia es peligrosa; es un horror llevar magos a los cumpleaños infantiles, porque los magos saben hacer magia. Creo en la magia, esa es mi concepción del cine. Y el juego con la verdad es más peligroso de lo que se supone. Por eso está bueno el cine, porque si no, sería una especie de charada, algo del orden de las sombras chinescas, que también son peligrosas, digo, soy un poco supersticioso.

Uno de los temas de la película parece ser el propio goce y disfrute de hacerla con esas personas.

—Es una apreciación correcta. Pero, además, algo que es muy interesante es la inevitabilidad de hacerla con esas personas. Es una oposición profunda a la idea del casting, a la idea de que hay uno que es necesario –el director– y que todos los demás no. Y no, hay cosas que no son reemplazables, tienen que ser lo que son, y en ningún momento se duda de eso. El maestro de eso es John Ford; el verdadero encanto, a mi gusto, de sus películas, es cierto descubrimiento, una visión posible del cine como una serie de variaciones en torno a determinado lugar y a determinadas personas. Cuando vos ves sus películas, pasan cosas diferentes y todo, pero siempre está el mismo lugar, la misma gente; es como una especie de recurrencia. Están los mismos actores de siempre haciendo cosas parecidas, o cosas diferentes, pero ahí está esa reunión de viejos camaradas. Ni siquiera tiene que ver con la amistad o el disfrute, sino con una recurrencia en determinadas costumbres, la idea de variar en relación con lo mismo; porque si no, puede sonar un poco banal, ¿viste?, pensar que es como una reunión de amigos, y no. Había un viejo dibujo animado de la época de oro de la Warner Brothers en el que había un lobo y un perro. Era una época anterior al macartismo, y eran todos marxistas; entonces llegan el lobo y el perro, dicen “Hola, Jack; Hola, Joe”, se dan la mano y entonces fichan, marcan tarjeta. Recién ahí empiezan a pelearse, a tirarse bombas, a hacer las cosas que se hacen en los dibujitos, ¿viste? Hasta que suena una campana, se quedan en paz, marcan tarjeta de nuevo, se dicen “Adiós Jack, adiós Joe”,y se termina. Hay algo que está relacionado con cierta idea de trabajo, una idea venturosa de trabajo: todos yendo nuevamente a un oficio, a una especie de mecanismo, por el cine. Como un pequeño ejercicio ritual, tal vez.

Al plantear esas variaciones sobre distintas actrices, ¿pensás en revelar algo? ¿Es un ejercicio bressoniano?

—Es un poco diferente de lo bressoniano, aunque está buena la referencia. Más que lo bressoniano, algo que me influyó mucho fue cuando fui a filmar a París, donde estuve un largo rato –incluso escribí con Hugo Santiago su última película–. Un día asistí a una larga exposición de Manet. Uno podía ver, en el Museo de Orsay, todos sus cuadros como si conformaran un relato narrativo, y ahí estaba la manera en que Manet iba conociendo a determinadas personas, como, por ejemplo, a Victorine Meurent, su modelo más famosa. Entonces podías ver cómo la pinta de esta forma, la pinta de esta otra, y hay algo de esa superposición que se vuelve narrativo, porque una cosa es un retrato de ella y otra es una sucesión de retratos a lo largo del tiempo. Entonces me di cuenta de que ahí había una clave posible, ¿entendés?, la idea de la variación en los disfraces genera una forma nueva de retrato. De tanto que alguien se disfraza, la resta es lo que vemos, la resta es el retrato. Sumás, sumás, sumás y lo que queda después de toda especie de oropel es el retrato. Yo siento que con las chicas hay algo de eso, un retrato que funciona por adición, adición, adición, y que se revela cuando uno se olvida de todas las macanas que inventé para que ellas estén haciendo cosas o moviéndose. Sinceramente, pensé la trama de la película de esa forma, buscando excusas para que ellas se movieran, estuvieran en determinado lugar, dijeran determinadas cosas, ejecutaran acciones simples para así poder filmarlas.

Es muy impresionante cómo la película propone un sujeto que se para en el mundo con total naturalidad, desde un lugar de paridad con el cine del norte.

—Eso es Borges, es una herencia de Borges. Esa es la tradición de Borges.

Es algo muy emocionante.

—Gracias. Es Borges. Es seguir adelante una tradición de desobediencia que él inventa. Es su principal desobediencia, porque él se niega a cualquier tipo de asunción…

De subalternidad.

—Exacto. Él dice que los americanos podemos hacer nuestras todas las tradiciones, contenemos multitudes; yo vivo en una pequeña ciudad, pero todas las tradiciones son mías. No tengo por qué ser ni un sintoísta ni un persa: puedo ser sintoísta y persa al mismo tiempo. Esa es la tradición borgiana y, es cierto, está en la película.

¿Realmente sufriste mucho haciendo la película, como parece mostrar el personaje “Llinás” que interpretás en ella?

—No.

¿La extrañás?

—Sí, la extraño mucho.

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