Luis Ortega es un director argentino que se ha beneficiado especialmente con lo que se ha nombrado y reconocido como la “fiebre Puccio”, cuando hace tres años salió su miniserie Historia de un clan, y casi simultáneamente la película de Pablo Trapero El clan, ambas centradas en el caso del criminal Arquímedes Puccio, sus hijos y sus secuaces. El éxito de ambas aproximaciones a esta familia, que a la salida de la dictadura secuestró y asesinó rehenes, debió de haber captado la atención de unos cuantos productores, interesados en continuar explotando una veta impensablemente provechosa.
Esta vez, continuando con esta tendencia de desempolvar asesinos seriales bonaerenses, se dio con uno que, una década antes, causó una conmoción similar a la de Los Puccio, quizá por pertenecer también a la clase media desahogada. Carlos Robledo Puch fue un muchacho de 20 años bautizado por la prensa como “el ángel de la muerte” o “el ángel negro”, detenido y procesado en 1972 por diez homicidios calificados, un homicidio simple, una tentativa de homicidio, 17 robos, complicidad en una violación, tentativa de violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos. Quizá en su momento lo más llamativo de este criminal fue su apariencia: al ser joven, rubio y atractivo, rompía con la fantasía reaccionaria de que los asesinos debían ser necesariamente feos y desagradables, y el hecho de provenir de una familia trabajadora del barrio Olivos (una familia “bien”, como allí dirían) lo volvía incomprensible para cierta burguesía local.
Es así que en esta película1 Puch está notablemente interpretado por Lorenzo Ferro; el personaje es presentado como un rebelde sin causa que busca transgredir las reglas, y aparece reiteradamente vistiendo colores intensos y fumando sensualmente. También se lo ve bailando al compás de “El extraño de pelo largo” y tocando el piano en un par de ocasiones, a pesar de que el Puch real aprendió a tocar el instrumento obligado por sus padres, y no le gustaba hacerlo. Todos los delitos sexuales que Puch cometió son omitidos en la película, así como otros detalles nada favorables, como cuando abrió fuego contra un bebé que lloraba; de modo que este antihéroe aparece pulido y perfeccionado para poder generar empatía y, con su arrogancia, ostentosidad y espíritu transgresor, para calzar dentro de esa visión “romántica” de la criminalidad, tan extendida por el noir.
De hecho, El ángel parece un eco tardío de aquellos vistosos cuadros criminales a lo Bonnie and Clyde y Asesinos por naturaleza; el foco está puesto principalmente en ese enigma, inexplicable para muchos, por el cual un muchacho que en apariencia todo lo tiene se involucra voluntariamente en el hampa, e incluso rompe sus códigos. Sin embargo, el planteo y la historia presentada en esta película no dejan de ser interesantes, aunque resulte inquietante incurrir en esta versión lavada y superficial de la historia de un asesino, en la que parecería buscarse deliberadamente la complicidad y la fascinación por este personaje al mismo tiempo elegante y mortífero.
La ostentosa recreación de época, la fotografía, la dirección de arte son elementos que llaman particularmente la atención sobre ellos mismos, pero que, en este caso, se ven tan artificiales y deshumanizados como toda la película en su conjunto. Pero poco debe importarle al director, a los productores argentinos y a sus coproductores, Agustín y Pedro Almodóvar, ya que la taquilla y la crítica le han dado un visto bueno general a esta especialmente sobrevalorada e intrascendente apuesta comercial.