Newén, hermanas - Semanario Brecha

Newén, hermanas

Niños de la comunidad wichí en Salta, Argentina / Foto: lavaca.org, Nacho Yuchark

Estas últimas semanas pasó lo impensado en Argentina: el genocidio indígena por goteo llegó a los medios masivos de comunicación. En la tele, en los principales portales, en las redes, se habló con indignación –y aparente sorpresa– sobre los últimos casos de muerte por desnutrición de niños de la comunidad wichí, en el norte del país. Se mostraron imágenes escalofriantes de cuerpos chiquitos conectados a tubos en hospitales, con zócalos alternados: van 4, 5, 8 niños muertos. Algunos panelistas se preguntaban por qué; otros apuntaban a las madres –cuándo no–; médicos y nutricionistas opinaban sobre alimentación. “Es multicausal”, fue una de las respuestas enigmáticas más escuchadas, tanto de periodistas como de políticos que tuvieron que salir a dar la cara. El Estado nacional y el Estado provincial se señalaban con el dedo. “La tragedia wichí”, “El drama de Salta”, “La muerte aborigen” fueron algunos de los títulos de cobertura. Por momentos parecía que se hablaba de otro país, uno muy lejano en el espacio y en el tiempo. Un lugar donde esto no viene pasando desde hace décadas. Siglos.

Mientras no se declaraba la emergencia sociosanitaria en Salta –provincia que ha sido deforestada de manera criminal por la familia del exgobernador Urtubey y sus amigos– ni llegaba la “ayuda internacional”, bien al sur, en la provincia de Chubut, el lof mapuche Pillañ Mahuiza –territorio recuperado hace veinte años por la weichafe (“guerrera”) Moira Millán y su familia– recibía al primer Campamento Climático. Las imágenes de la tele se hicieron carne en las palabras de muchas participantes. Organizado de manera autogestiva por el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, el campamento reunió a más de 150 personas llegadas de varios puntos del país, pero también de Bolivia, Ecuador, Chile, Italia y España.

Indígenas, activistas, defensores de la tierra, organizaciones sociales y comunicadores compartimos tres días de charlas en torno al fuego, en talleres y comidas, en las que cada viajero contaba la urgencia de su tierra. Megaminería, fracking, desmontes, agrotóxicos, represas, inundaciones, falta de agua potable, enfermedades. El Estado presente en forma de extractivismo, el Estado ausente. Hambre.

“Esto que les trajimos es la base de nuestra alimentación: harina de algarrobo. Es lo que comemos, pero ahora ni eso nos está quedando.” Una hermana indígena –así se nombran entre ellas las integrantes de las comunidades– de la región de El Impenetrable pasa un frasquito y hace probar un polvo dulzón. La deforestación en Salta, Formosa, Chaco, Santiago del Estero y Jujuy arremetió contra la principal fuente alimentaria de muchas poblaciones. Comunidades expulsadas de sus casas, obligadas a vivir excluidas en los cinturones de las ciudades, desconectadas de su historia, de su lengua, de sus fuentes de vida. A miles de quilómetros de esas tierras, la harina de algarrobo circula en silencio, el primero de muchos, tras escuchar testimonios que dejan la garganta hecha un nudo.

Que corra la palabra, esa es la premisa. Que la palabra llegue con la información y que también libere. Que lo que se cuente no se quede en anécdota. Que se haga algo con todas las escenas narradas, con los datos duros. Que no se los lleve el agua. Que no los tape el agua.

El lof Pillañ Mahuiza está a orillas del Carrenleufú, un río puesto en peligro por el proyecto hidroeléctrico La Elena para darle de beber a la megaminería. Por eso, en parte, estamos allí. Y por eso también el Campamento Climático abre y cierra con una ceremonia de agradecimiento al río y sus newenes –“fuerzas”, “energías vitales”, según la cosmogonía mapuche–, una forma de rendir homenaje y también de ser conscientes de que toda esa vida y belleza pueden desaparecer en cualquier momento. Y si se arrasa esta tierra, también se mata el espíritu. Y eso sí es irreversible.

CUERPOS-TERRITORIOS. El Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir se formó hace dos años y tuvo como antecedente la Marcha de Mujeres Originarias, gestada en 2012 en un barrio de la comunidad toba en Rosario y concretada en Epuyén dos años después. Esa movilización trajo consigo la creación de un anteproyecto y la integración de la organización de mujeres y diversidades antipatriarcales de las 36 naciones indígenas. Desde entonces luchan por poner en agenda sus problemáticas, que haya respuestas de los gobiernos, pero también de los feminismos, que las han dejado afuera. Desde allí se llevó el reclamo, por ejemplo, de que el Encuentro Nacional de Mujeres sea llamado Plurinacional. “No nos sentimos identificadas con el término ‘feminismo’ porque es un concepto que viene de Europa y no se adapta a nosotras. Muchas veces también está cargado de racismo. Por eso nos nombramos antipatriarcales”, dice Evis Millán, hermana mapuche y una de las organizadoras del campamento. Por esas diferencias, y por las necesidades de trabajar sus propias agendas, el movimiento organizó el Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir –que ya tuvo dos ediciones– y encara la lucha ambiental desde una perspectiva de género. Cuerpo y territorio no sólo están ligados, sino que son una misma cosa, dicen las integrantes. Y eso queda claro cuando entre denuncias de extractivismo y violencia institucional, alrededor del fuego que no se apaga, siempre en círculo, se cuelan con fuerza los testimonios de violencia machista tanto dentro como fuera de las comunidades, como los casos de criollos femicidas y violadores de mujeres y niñas indígenas.

—A mí me crio la hermana de mi mamá porque ella tenía que salir a trabajar. Y a los 12 ya tuve que salir a trabajar a las casas. Allí me violaron tres veces. Como a muchas de nosotras.

—Desde que mataron a mi hijo no encontraba consuelo. No quería salir de mi pieza, no tenía fuerza ni para estar con mis otros hijos. Lo que me salvó fue encontrarme con las hermanas del movimiento, que me mostraron que no estoy sola, que hay razones por las que luchar.

—A veces salimos a las seis de la tarde para buscar agua y volvemos a la una de la mañana. Nos pagan 100 pesos por lavar una bolsa de papas.

—A las niñas de nuestras comunidades del norte las secuestran de las escuelas para violarlas. Son los criollos, y lo hacen desde siempre. La práctica se llama “chineo” y está naturalizada. Nadie hace nada, todos son cómplices.

Las mujeres hablan a su tiempo, frente a decenas de desconocidos. Estamos en un espacio protegido, pero la exposición igual duele. Toman la palabra y también se quiebran. Pero la forma de abrazar del movimiento no es desde el lamento, sino desde la aclamación. Las contienen al grito de “newén, hermana”, y se lanza un afafán con el puño en alto para dar fuerza. Así se levantan el espíritu. Se evita la revictimización.

Quienes cuentan sus historias son, ante todo, luchadoras. Defensoras de sus cuerpos-territorios. Hay maestras, comunicadoras, campesinas, artesanas. Se busca la recuperación de la cultura ancestral, la preservación de sus lenguas, todo lo que hace a su identidad. Por eso al modelo extractivista y a la crisis climática los nombran “terricidio”: “Es el asesinato no sólo de los ecosistemas tangibles y de los pueblos que lo habitan, sino también el asesinato de todas las fuerzas que regulan la vida en la tierra, a lo que llamamos ecosistema perceptible”.

El campamento cerró con una marcha en la ciudad de Esquel contra la represa La Elena y una nueva agrupación. Con una declaración elaborada de forma colectiva nació el Movimiento de Pueblos contra el Terricidio, y esa fue la bandera que encabezó la movilización el lunes 10 de febrero bajo un sol cenital, con la cordillera de fondo. En una de las montañas se podía leer un cartel: “No a la mina”.

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