Hoy, estos estudios y reflexiones están tomando cada vez más cuerpo. ONU Mujeres y otros organismos han comenzado a hacer públicos los estudios sobre la violencia contra las mujeres políticas en redes sociales, incluyendo el que se hizo sobre Uruguay en 2021. La violencia contra las mujeres en redes sociales es específica; la red Twitter, sin duda, es la más violenta, y el efecto «esperado» de esta violencia es la retracción de las mujeres de su actividad política, su cambio de perfil o abandono de redes, y, finalmente, cuando se llega al nivel de las amenazas contra ellas y sus familias (algo de lo que pasó con Manuela D’Ávila en Brasil), su apartamiento definitivo de la vida política. La violencia y la política no van juntas. Para hacer política (y especialmente para hacer política de la calle, política de cercanía) se precisa estar segura. La violencia tiene una finalidad expulsiva, no lo olvidemos. Su finalidad primaria no es el exterminio, sino el apartamiento.
En la violencia hacia las mujeres, la sexualidad y la referencia a la corporeidad es parte esencial del asunto. La descalificación intelectual o cognitiva (mucho más que la moral) la complementa. La síntesis sería que las mujeres no están especialmente capacitadas para actividades intelectuales tan complejas como la política o que exijan don de mando; en ellas, su cuerpo es su destino. Así que la política es, de algún modo, una «perversión» de los roles de género. Una mujer política está en un campo que no le corresponde (y si lo está es porque hay un impulso que viene de afuera, una «moda», una «ideología de género» que las impone). Daisy fue objeto de todos los escarnios: porque se sacó una foto debajo de una ducha, porque se subió a un caballo, porque puteó como un hombre. María José Olivera Mazzini, candidata a doctora en Semiótica por la UNC, me advierte sobre el primer ataque masivo a Daisy, a propósito de la foto en la ducha. Efectivamente, Daisy actuó de buena fe, no previó la viralización ni la lectura «sexual» sobre la «mujer mojada», que tomó cuerpo en el ataque machista que actuó como un «correctivo» o «disciplinador» de lo que una mujer puede y no puede hacer en política. Daisy sufrió calladamente esa violencia y no recibió todos los apoyos esperados. Fue el primero de muchos otros que vendrían después. Pero ella no cejaba.
Para la política patriarcal era inadmisible que Daisy hablara con el mismo tono de autoridad con el que hablan los hombres, que ocupara cargos de hombres -como el Ministerio del Interior-, que se encargara de temas de hombres (como las armas) y, ¡peor aún!, que fuera una líder carismática. Porque el carisma, ya se sabe, es por esencia masculino, puesto que debe trasuntar invocación a la autoridad (y la autoridad la debe ejercer el padre). Así que Daisy era una rareza, sí, pero era también el símbolo de una nueva era. De esa nueva era fue una pionera.
No voy a hacer un panegírico de Daisy. Lo merecía en vida. Y lo recibió, muchas veces. Fue votada nada más ni nada menos que durante veinticinco años. ¡Vaya si fue reconocida! Fue diputada cuando en Uruguay solo siete mujeres habían ingresado a la Cámara de Diputados. Fue la primera ministra del Interior (y hasta hoy la última). Fue una senadora destacada y valorada. Fue una feminista de la primera ola y de la última. Y una frenteamplista desde su fundación. Daisy tuvo muchas, muchas vidas.
Esa mujer irreverente y obstinada, guerrera pero dialogante, fue una maestra dedicada a los estudiantes más pobres, con más problemas, una fonoaudióloga respetada, una pionera de la educación popular en Uruguay. Dirigente de uno de los sindicatos más fuertes de nuestro país, que representa a un vastísimo conjunto de mujeres bien calificadas y mal pagas -las maestras-, fue una de las pioneras políticas del Uruguay a la salida de la dictadura.
Fue, durante su vida política, una mujer honesta. Vivió con la austeridad que caracteriza a tantos dirigentes políticos de nuestra izquierda: vivía en una cooperativa, tenía un auto que se descomponía dos por tres; ella también fue una «política pobre», aunque nunca hizo gala de eso.
Dueña de una elocuencia admirable, con su voz gruesa, su natural histrionismo, se imponía. Se imponía con la voz y con el cuerpo; con la risa o con el ceño fruncido. Sus furias eran legendarias, y tenía la autoridad suficiente para mandar parar una votación «en manada», de esas decididas a fórceps y a la apurada. Las injusticias, grandes o pequeñas, la indignaban, incluidos los modus operandi de la política inconsulta o la información a medias. Compartimos indignaciones. En general, perdíamos. Porque el arte de perder nos era un arte conocido, inevitable.
Daisy no se ocupó solo de temas «de mujeres» (una especialidad que la política patriarcal destina a las mujeres de izquierdas y derechas, y que las feministas transformaron en una vocación auténtica). Se ocupó, justamente, de temas «de hombres»: armas, seguridad, leyes penales, política criminal. Se ocupó de las instituciones públicas más masculinizadas del Estado: la policía, los militares, y de temas «peligrosos» como la explotación sexual y la trata de personas (ella fue la impulsora de la comisión que puso en marcha este tema y creó un marco legal adecuado en Uruguay). No lo hacía sola, ni apenas a escala nacional. Estaba articulada con muchas otras personas que trabajaban estos temas en la región y en el mundo. Fue presidenta del Foro de Armas Pequeñas y Ligeras, que alertaba sobre su proliferación en el mundo. Trabajamos juntas para impedir que se instalara una fábrica de armas en Uruguay, por la política de desarme y la regulación de las armas de fuego. No conseguimos mucho: el arte de perder en estos temas se volvió inevitable cuando los paradigmas de mano dura campearon en la política de norte a sur y desde el centro a la periferia.
Daisy estaba contra el punitivismo y la política de mano dura. Le espantaba el aumento indiscriminado de penas que tomó cuenta de la política criminal en Uruguay desde los años noventa y al que la izquierda secundó muchas veces en el marco de «acuerdos multipartidarios» con los partidos tradicionales, tendientes a aliviar la presión política y social sobre el tema. Luchamos a brazo partido contra el recorte de las libertades anticipadas, la crítica al Código del Proceso Penal -y la miríada de modificaciones que vinieron porque le «quitaba libertad de acción a la Policía»-, las tipificaciones de homicidio agravado, los aumentos de penas para delitos graves y un paradigma que sociedades «bajo control policial», bajo el dominio del cibercontrol, habrían dejado atónito al propio Orwell.
Y lo hizo porque era, al fin y al cabo, una maestra. Alguien que creía que la integración precedía al control, que los «desviados» del orden social eran producidos por el mismo orden social y que la violencia nunca viene de abajo, sino de arriba. Había trabajado en Piedras Blancas, creía en la educación popular y en la rehabilitación de cualquier persona. Sabía exactamente de dónde venían la marginación y los «menores infractores», la mano de obra de los cuerpos armados del Estado y los jóvenes privados de libertad. El castigo siempre ha sido la ejecución patriarcal ordenada por una autoridad que necesita mantenerse a fuerza de violencia. Esto lo conocía por feminista y por psicóloga. Pero también lo conocía por haber empezado su vida política en 1968, por haber presenciado, en las marchas estudiantiles de la época, las primeras muertes de estudiantes y la era de violencia, torturas y prisiones que fue la dictadura uruguaya.
Creía, muy especialmente, en la política y en los partidos. En el diálogo amplio, extenso. En el debate público. Dialogaba con todos y todas, todo el tiempo, si podía. Creaba equipos, grupos de discusión. Pero siempre con la mirada puesta en la política: en lo que nos es común a todos, en el arte de vivir juntos.
El 31 de diciembre de 2018 nos envió un mensaje a todxs sus compañerxs de bancada: «Queridos y queridas: gracias por protestar, coincidir, reír, soñar, rezongar, lagrimear, trabajar, en fin, compartir vida. Ojalá sigamos construyendo espacios, redes, encuentros donde seguir construyendo utopías. Los abrazo». Hasta siempre, querida compañera.