Álvaro de Giorgi es responsable de la introducción y de dos capítulos, uno de ellos respecto a la política del Ballet Nacional del SODRE (BNS), más un epílogo. En «Ética progresista y liberalismo cultural, una perspectiva alternativa sobre las políticas culturales del ciclo progresista», ahonda sobre la necesaria diferenciación entre la cultura entendida como sustrato, aquella que impacta sobre los valores, las identidades y las prácticas culturales en sentido abarcativo, y las sectoriales, las que en general son las efectivamente identificadas como políticas culturales desde los ámbitos gubernamentales y los organismos especializados: las artes, los patrimonios, las tradiciones. Señala que la idea de política cultural resulta «subsidiaria de la noción de cultura que se aplique» y entiende que los procesos culturales son indisociables de los conflictos y las relaciones de poder.
El autor rastrea la noción de alta cultura –aquella referida a las bellas artes en su formalización blanca, europea y de clases acomodadas– en las acciones emprendidas desde el gobierno nacional en el período. Contrapone ese paradigma, el que de hecho animó la creación de las infraestructuras culturales –salas, museos y cuerpos estables– en nuestro país, con el que algunos actores de gobierno y proyectos específicos propusieron como alternativa: el desarrollo de la ciudadanía cultural y los derechos culturales. Según De Giorgi, al mismo tiempo que en la política económica, por ejemplo, durante el período se asistió a lo que dio en llamarse el gobierno en disputa (el enfrentamiento programático de dos equipos económicos con paradigmas disímiles), también en el área de las políticas culturales coexistieron dos propuestas: la basada en la noción de ciudadanía cultural, preocupada por la inclusión de todos y todas en el acceso y la práctica culturales, y otra que alentó y sostuvo los paradigmas preexistentes, provenientes de la llamada alta cultura.
Para el autor, las políticas que pusieron el centro en la búsqueda de la excelencia y el emprendedurismo, que estuvieron presentes desde el relato y desde la política económica, tuvieron su expresión en las políticas culturales, y pone por ejemplo la gestión del ballet del SODRE dirigida por Julio Bocca. Al respecto, De Giorgi señala que el BNS se llevó la parte del león del presupuesto para la cultura, puso en práctica métodos verticales y aun autoritarios en la gestión humana (con el culto a la excelencia como objetivo central), privatizó las formas de gestionar, incorporando mecanismos como el fideicomiso y la fuerte presencia de la esponsorización empresarial, y no renovó su propuesta de programación: siguió priorizando el ballet clásico, blanco, europeo y de clases acomodadas sin otorgar lugar a otras identidades y cánones alternativos, como, por ejemplo, las culturas afrodescendientes. Según el autor, la única propuesta disruptiva desde allí impulsada fue la política de desconcentración: llevar espectáculos del elenco al interior. Señala, además, que la ampliación de públicos que se registró en torno al BNS no implicó el acceso de las clases populares a los espectáculos. El autor apoya su artículo en trabajos anteriores, entre otros los de Gabriel Delacoste y Lucía Naser,1 y los recogidos en La nueva cultura del ballet en Uruguay: el BNS y sus públicos, editado en 2021.2 De Giorgi refiere al libro Cultura (MEC, 2013), en el que coexisten dos artículos, uno de Hugo Achugar, entonces director nacional de Cultura, y el otro de Fernando Butazzoni en su rol de presidente del SODRE, en los que abordan la gestión desde perspectivas disímiles: mientras que el primero impugna el elitismo cultural, Butazzoni ensalza «lo más granado de la cultura elitista local como modelo a rescatar» y refiere a la institución como depositaria del tesoro artístico, de la
cultura consagrada.
De Giorgi llama la atención acerca de la idea de buque insignia: «Como es ampliamente sabido en el área cultural, esta metáfora se aplicó para designar lo hecho en el BNS, lo que da cuenta de que fue considerado lo más virtuoso de lo realizado en esta área de la política pública desde el discurso oficial». Cita a Butazzoni, quien consideró a los elencos estables del SODRE el máximo valor patrimonial y «emblema del esplendor cultural del siglo XX». Así, repara sobre lo significativo de escoger como metáfora de valía una construcción de la alta cultura. ¿Es la «era dorada» del SODRE lo mejor de la cultura uruguaya del siglo XX?, se pregunta. Para el autor la afirmación resulta relevante por lo que excluye, y señala el vigor del teatro independiente en la década del 60, el semanario Marcha, la canción de protesta, el candombe beat, entre otros. A la vez, con base en los trabajos previos mencionados, señala que los datos de público asistente al BNS fueron mayoritariamente de perfil socioeconómico medio y alto, por lo que «estos sectores sociales pudieron incrementar aún más su habitus distintivo de clase, subsidiados desde la política pública». Un segmento relevante es el dedicado a rastrear los orígenes y el recorrido del ballet clásico, la codificación de sus técnicas y el lugar del patriarcado como constructor del imaginario de lo femenino en esa disciplina. El autor señala que resulta significativo que, cuando se problematizan prácticas de reproducción del patriarcado, se mencionan las danzas populares o urbanas, pero no se considera el ballet clásico.
Finalmente, De Giorgi llama la atención acerca de la falta de renovación del repertorio, el que mantuvo su centro, como se dijo, en el patrimonio europeo, blanco y hegemónico: «Los estilos de las danzas están relacionadas [con] la identidad cultural regional, no son universales en el sentido que el canon europeo ha impuesto al término». El autor señala que –pese a que los procesos de descolonización de las artes y de los «grandes templos» de la cultura artística tienen desarrollos ya significativos– la gestión del BNS dejó afuera, por ejemplo, la posibilidad de incorporar las culturas afrodescendientes a su grilla.3 Priorizar desde el repertorio a las artes consagradas «no solo privilegió a sectores sociales altos en detrimento de la población vulnerable, sino al género masculino por la vía indirecta, […] al apoyar una práctica artística reproductora de ideales de femineidad conservadores». En suma, la política del BNS fue «conservadora en su concepción base y en lo que privilegió en términos de clase social, género y etnia».
Políticas culturales en el ciclo progresista resulta un relevante aporte a la evaluación de las políticas culturales. El trabajo tiene origen en el Departamento de Arte y Sociedad del Centro Universitario Regional Este. Es bienvenido en un contexto en el que buena parte de los programas implementados responden a inercias y cánones preexistentes. El aporte es pertinente al momento de diseñar estrategias que consideren la inclusión de todas las culturas que habitan en el territorio, para pensar agendas que deberían ser consistentes con el proclamado horizonte de hacer efectivo el ejercicio de los derechos culturales.