Cupletero de la antigua escuela, profesor de murguistas, cantorazo que te mejoraba el sonido de todo un coro y que también podía escribir, hacer arreglos, tirar el tono, cranear un espectáculo, lo que fuera. Y eso en murgas de la enjundia de Los Saltimbanquis, con quienes alcanzó sus momentos de mayor gloria, aunque había pasado por otros grandes títulos, como Diablos Verdes. Entre muchos otros conjuntos, cumplió sus 50 carnavales en La Gran Siete, en 2012. Murió Carlitos Prado, sobre quien escuché varias veces el mismo comentario: si alguien pasa tantos años en un lugar con tanta gente como el carnaval y no escuchás una crítica, una voz en contra, es porque es alguien especial.
Carlitos amaba su oficio y le gustaba explicarlo.
—¿Ves? –decía–, yo me paro así, pero si vos me hablás desde la punta aquella, yo hago así –y hacía un giro característico que implicaba manos, pies, cabeza y mirada–; como te miro, la gente ya te ve más fácil y sabe quién me está hablando, ¿entendés? Porque si no, se ponen a buscar y eso distrae.
—Pero, Carlos, esa risa que metés a veces en los remates de las estrofas –le decía yo– ¿no jode un poco? ¿No debería ser gracioso sin la risita esa?
Yo sabía que no, pero quería oír su respuesta.
—A la risa hay que ayudarla.
Y, claro, con esos piques, y muchísimos más, él lograba que una letra mediocre fuera graciosa o que una letra correcta brillara. Pavada de ventaja ser letrista y que te interprete un monstruo de esos, ya sea cupleteando o haciendo solos o dúos en una despedida bien seria; es como ser jockey y correr con el mejor caballo.
Lo conocí de cerca en sus últimos carnavales. El tipo era un estudioso, un sistematizador intuitivo de los secretos de su arte. Así como te describía y explicaba muchos de sus trucos, cual titiritero que devela cómo se maneja una marioneta, a veces, en algún tablado, se ponía a experimentar. Y, claro, un tema que lo preocupaba era el de la vigencia; la suya propia, pero también la de su forma de hacer humor, que era un poco, también, la de sus colegas, los cupleteros de su época. Entonces lo veía, en algún tablado, salirse de lo marcado y meter varias mechas, y una de sus antenas estaba siempre dirigida al público. A veces, después, comentaba algo que confirmaba mis sospechas. Era cierto que estaba midiendo, haciendo una especie de estudio de las reacciones de las personas a los distintos estímulos humorísticos. Con matices personales, esto es algo bastante común entre artistas de escenario, sobre todo aquellos que, como los humoristas, suelen percibir clara e inmediatamente la respuesta del público o su ausencia. No sé qué conclusiones sacaba de sus experimentos, pero no parecían dejarlo muy feliz.
Tenía una hinchada increíble. En los tablados más lejanos, lo esperaba su séquito de viejas sin dientes que le gritaban «¡arriba, Carlitos!» cuando aparecía vestido de cupletero, después de la presentación. ¡La alegría de esas caras! En esos casos, él solía actuar para ellas. Eran un público fácil, pensaría cualquiera, porque lo admiraban. Es cierto, pero yo creo que, sobre todo, eran su público; no es cuestión de facilidad, sino de pertenencia. Con ellas –había hombres también, pero minoría–, que lo conocían quién sabe desde qué remotos carnavales, compartía un montón de códigos, y ¿qué es el humor si no hay ciertas normas aceptadas en común? Nada, no existe. El humor es una manipulación particular de códigos compartidos, se juega con ellos y desde ellos, y la risa llega cuando alguna regla se rompe, como un pastel en la cara.
«Un colchón, este año soy un colchón». Esa era la frase cantada que abría el famoso «Cuplé del colchón». El colchón contaba sus historias, en las que aparecía hasta Rafaela Carrá y, con ella, sus músicas, que llenaban el cuplé de climas mágicos. Sobre el final decía que también había sido colchón de hospital, y ahí venía la parte emotiva. Un esquema que habría que estudiar, para ver por qué era tan exitoso. Pero la frase «este año soy un colchón» es, de por sí, reveladora. El que hablaba no era el personaje, sino el actor, o sea, no el colchón, sino Carlitos. Y se dirigía a su público, a su hinchada, que lo veía ser, cada año, una cosa distinta, según el cuplé. Pero ¡un colchón! Eso merecía una especie de aviso, casi de falso pedido de disculpas: miren, gente, este año no seré un gaucho ni un político ni una profesora de no sé qué, seré un colchón. Es lo que hay, espero que lo disfruten. Y vaya si se disfrutaba; era muy largo, pero jamás decaía. Tenía ritmos variados, momentos hilarantes y emotivos; sí, emotivos, sin duda, aunque hoy puedan sonar a sensiblería barata (lo era) y la gente que va al carnaval sea un poco menos partidaria de la sensiblería.
El público de Carlitos Prado, el público de ese humor, ha ido desapareciendo, si no del Uruguay, al menos, del carnaval. Esa escuela de cupleteros empieza a formar parte del pasado. Y ahora se fue él. Pah, recién me doy cuenta de que Prado rima con tablado, qué tentación. Pero no, ya te escribí una vez, para tu primera retirada con La Gran Siete, un dúo en que la voz de arriba era la tuya y que puede ser usado como despedida para vos: «Desde el fondo del tiempo/ llega un mágico son/ que se mete en la piel al cantar/ con su andar fantasmal/ desde el fondo del alma/ va saliendo este adiós/ el adiós de la murga, que va/ repitiendo el final».
Chau, Carlitos.