Sin duda, la amputación ha sido una de las tónicas discursivas de Pedro Bordaberry. La imagen del brazo cortado ya había sido la metáfora que usara Jorge Batlle en referencia a la falta de apoyo político por parte de Sanguinetti en 1989. Y el doble furcio que se mandó de que “nunca he defendido una democracia” y que “siempre condené una democracia” con tono enfático, en medio de una sesión del Senado, habla de otro tipo de cortes con los que su apellido está íntimamente ligado.
Queda preguntarse qué otras lecturas pueden sacarse de tanto tajo, y más en el caso de Pedro Bordaberry. De hecho, hasta parece dejar el campo de la metáfora para pasar al de la patáfora. Si la metáfora compara a un objeto o situación con otro buscando encontrar las similitudes entre los dos, la patáfora utiliza esa similitud metafórica como una realidad establecida y se construye a partir de ella. En lugar de suturar los cortes, refaccionando imágenes de totalidad y continuidad, Pedro insiste en la dispersión del fragmento, de lo que se encuentra escindido, como clave residual de un “discurso de la crisis” que busca poner en jaque la legitimidad de la lógica electoral que representan Talvi y Sanguinetti. A esto se le suma la última conversación con Manini, en la que también corta con la posibilidad de integrarse a la fórmula presidencial de Cabildo Abierto, aunque haya claras afinidades ideológicas. Quizás esa negativa tenga que ver con la absolutización de su figura. Algo así como la encarnación mesiánica de un partido que supo ejercer, a través de su padre, Juan María Bordaberry, un corte que invalidó y trastocó las narrativas que constituyeron la nación-Estado uruguaya como “comunidad imaginada”. También puede que se vea como un recordatorio –afín a estos tiempos de ficción y blindaje mediático– de que el fascismo de los gobernantes sólo es posible ejerciéndose en el fascismo de los gobernados, es decir, sin imposición.
Por otra parte, su análisis de la crisis institucional de Venezuela y el doble acto fallido que se hizo viral lo muestran como representante de lo más denso que nos dejó la dictadura: la democracia como valor per se, como término desideologizado y vacío, la democracia reducida al sufragio y a la posterior legitimación del poder por sí mismo, aun cuando la voluntad de este es justamente contraria a los derechos de un pueblo. Bordaberry es la democracia reducida a multitudinaria performance quinquenal y al silencio frente a los atropellos. Esa democracia vacía es un poder que excluye al que dice representar, y en ese vacío semántico se sacraliza. No cuesta nada volver a plantearlo, pero la tarea –nuestra tarea– también es secularizar la democracia, expropiársela al poder, a la legitimación tautológica de sus determinaciones. Cuando uno sale a la calle porque sus derechos ciudadanos están siendo vulnerados, está ejerciendo la democracia. No se trata, entonces, de desestabilizar o cultivar un golpe como suele chicanear el poder de turno. Se trata de pensar la democracia otra vez, en sus formas, en sus garantías, en sus roles. Es una manera de rescatarla de lo obvio, ese refugio último donde la derecha –en este caso, Bordaberry y su linaje– lava sus culpas.