Cuando la visibilidad es mínima porque poderosas tormentas nublan la percepción de la realidad, puede ser conveniente levantar la mirada. Estos son tiempos de confusión en los que naufraga la ética, desaparecen los puntos de referencia elementales y se instala algo así como un “vale todo” que permite apoyar cualquier causa siempre que vaya contra el enemigo mayor, más allá de toda consideración de principios y valores. Atajos que conducen a callejones sin salida, como emparejar a Putin con Lenin, por poner un ejemplo casi de moda.
La intervención rusa en Siria es un acto neocolonial que coloca a Rusia en el mismo lado de la historia que Estados Unidos, Francia e Inglaterra. No existen colonialismos buenos, emancipadores. Por más que la intervención rusa se justifique con el argumento de frenar al Estado Islámico y la ofensiva imperial en la región, no es más que una acción simétrica a la que se condena, usando idénticos métodos y similares argumentos.
¿Por qué desde las izquierdas latinoamericanas se levantan voces en apoyo de Putin? Es evidente que muchos han colocado sus esperanzas de un mundo mejor en la intervención de grandes potencias, como China y Rusia, con la esperanza de que frenen o derroten a las potencias aún hegemónicas. Es comprensible, en vistas de las fechorías que Washington comete en nuestra región, pero es un error estratégico y un desvío ético.
Quisiera iluminar esta coyuntura especialmente crítica apelando a un documento histórico: la carta a Maurice Thorez (secretario general del Partido Comunista francés) escrita en octubre de 1956 por Aimé Césaire. El texto nació en uno de los recodos de la historia, poco después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en el que se denunciaron los crímenes del estalinismo; el mismo mes del levantamiento del pueblo húngaro contra el régimen burocrático pro-ruso (con un saldo de miles de muertos) y de la agresión colonial contra Egipto por la nacionalización del canal de Suez.
Césaire renunciaba al partido luego de un bochornoso congreso en el que la dirección había sido incapaz de la menor autocrítica ante la revelación de crímenes que, en los hechos, estaba apoyando. Nacido en Martinica, al igual que Frantz Fanon, de quien fue maestro en la secundaria, Césaire fue poeta y fundador del movimiento de la negritud en la década de 1930. En 1950 escribió Discurso sobre el colonialismo, de gran impacto en las comunidades negras. Su carta a Thorez fue, en palabras de Immanuel Wallerstein, “el documento que mejor explicó y expresó el distanciamiento entre el movimiento comunista mundial y los diversos movimientos de liberación nacional”.
Tres puntos de la carta de Césaire iluminan la crisis de los valores de izquierda por la que atravesamos.
La primera es la falta de voluntad para romper con el estalinismo. Césaire se revuelve contra el relativismo ético que pretende conjurar los crímenes del estalinismo con “alguna frase mecánica”. Como ese latiguillo que se repite una y otra vez según el cual Stalin “cometió errores”. Asesinar a millones no es un error, aunque se mate en nombre de una supuesta causa justa.
La mayor parte de las izquierdas no hicieron un balance serio, autocrítico, del estalinismo, que va mucho más allá de la figura de Stalin. Lo que dio vida al estalinismo es un modelo de sociedad centrado en el poder de una burocracia que deviene en burguesía de Estado, que controla los medios de producción. Hoy se sigue apostando a un socialismo que repite aquel viejo y caduco modelo de centralización de los medios de producción.
La segunda es que las luchas de los oprimidos no pueden ser tratadas, dice Césaire, “como parte de un conjunto más importante”, porque existe una “singularidad de nuestros problemas que no se reduce a ningún otro problema”. La lucha contra el racismo, afirma el poeta martiniqués, es “de una naturaleza muy distinta a la lucha del obrero francés contra el capitalismo francés”, y no puede considerarse “un fragmento de esta lucha”.
Aún hoy hay quienes no comprenden que las mujeres necesitan sus propios espacios, como los necesitan los pueblos oprimidos.
Se trata, continúa Césaire, de “no confundir alianza y subordinación”, algo muy frecuente cuando los partidos de izquierda pretenden “asimilar” las demandas de los diversos “abajos” a una causa única, a través de la sacrosanta unidad que no hace más que homogeneizar las diferencias, instalando nuevas opresiones.
La tercera cuestión que ilumina la carta a Thorez, de rabiosa actualidad, se relaciona con el universalismo. O sea, con la construcción de universales no eurocéntricos, en los cuales la totalidad no se imponga sobre las diversidades. “Hay dos maneras de perderse: por segregación amurallada en lo particular o por disolución en lo ‘universal’.” Aún estamos lejos de construir “un universal depositario de todo lo particular”, que suponga la “profundización y coexistencia de todos los particulares”, como escribió Césaire seis décadas atrás.
Quienes apuestan por poderes simétricos a los existentes, excluyentes y hegemónicos, pero “de izquierda”, quienes oponen a las bombas malas de los yanquis las bombas buenas de los rusos, siguen el camino trazado por el estalinismo de hacer tábula rasa con el pasado y con las diferencias; en vez de trabajar por algo diferente, por “un mundo donde quepan muchos mundos”.