“Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro.”
Walter Benjamin,
Tesis sobre la filosofía de la historia
Hace unos días se hizo pública una carta en la que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, insta al rey de España y al papa Francisco a realizar una revisión histórica del pasado imperial y a pedir disculpas por el genocidio a los pueblos indígenas durante la conquista. La reacción frente a ese pedido, cuya sola realización es un hecho histórico para América Latina, no se hizo esperar. En un comunicado publicado este lunes, el gobierno de España rechazó “con toda firmeza” el pedido de Amlo al rey Felipe VI, y declaró haber lamentado profundamente que la carta se hiciera pública. Ayer, jueves 4 de abril, Amlo declaró en una conferencia de prensa que no había sido él quien había filtrado la carta, pero que celebraba la polémica y el debate generados a partir de sus palabras. Es que, durante toda la semana, las redes sociales estallaron en opiniones sobre el tema, e intelectuales de diversas partes del mundo expresaron su acuerdo o discrepancia con la actitud de López Obrador. El ex presidente Vicente Fox le dijo, mediante su cuenta de Twitter: “Te has convertido en la burla de todo el mundo”. En algunos diarios destacados, personalidades como Martín Caparrós o Arturo Pérez Reverte se mostraron indignadas con tal demostración de irreverencia por parte del nuevo presidente. En Uruguay también se publicaron sendas columnas de opinión donde algunos periodistas se declararon horrorizados con la idea de que se fueran a juzgar, con la moral actual, hechos acontecidos en el pasado. La magnitud de la reacción deja en evidencia que Amlo metió el dedo en la llaga de la identidad, esa que sigue abierta después de 500 años.
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La llegada de los españoles a América significó el inicio de uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad. Hablamos de la muerte de más de 70 millones de personas. Pero, además, se trata de la desaparición de maneras de percibir y concebir el mundo que jamás podremos comprender. La conquista fue un acontecimiento histórico que no sólo se apoyó en un caudal inconmensurable de violencia sobre los cuerpos: se desplegó también en una vasta constelación de actos verbales y textuales que se impusieron sobre todos los sistemas simbólicos, sociales y culturales de los pueblos indígenas. Parece simple, pero no lo es: comprender la conquista de América es entender que el robo sistemático no fue solamente material, sino que implicó la negación absoluta de varias epistemes; de formas de conocimiento, percepción y representación del mundo que nos fueron vedadas y que no podemos reconstruir. Si pensamos en estos términos, decir que “no podemos juzgar los hechos del pasado con la moral actual” resulta bastante absurdo, porque la moral que nos ha sido enseñada, la que se cuela en cada rincón de nuestro lenguaje día a día, es mucho más la moral del imperio español que cualquier otra. Es la moral heredada de esos conquistadores, cuyos reyes católicos formaban parte de la mismísima institución monárquica que, en la figura del rey Felipe VI, se sostiene hasta el día de hoy.
Pensar de modo crítico la conquista no es hablar de “buenos salvajes” o defender actos que, mirados desde nuestra configuración ideológica e histórica, resultan tan atroces como muchos otros. Se trata de dimensionar la pérdida que implicó el destrozo cultural; ese avasallamiento que fue incapaz, en su inmensa ignorancia, de respetar y preservar aquello con lo que se encontraba. Los valores morales impuestos por la invasión española son los mismos que hoy nos obligan a aplicar nociones de valor mercantil a todos nuestros bienes comunes, los mismos que nos imponen vivir la sexualidad en términos exclusivamente binarios, los mismos que nos hacen pensar en la instalación del capitalismo como una evolución histórica. Ojalá que estuvieran más lejos, pero 500 años no parecen haber sido suficientes para superarlos.
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Otro de los argumentos que se utilizan contra la carta es la idea de que López Obrador no puede hacer ese reclamo porque habla en español, y porque es descendiente de españoles. ¿De qué hablamos cuando hablamos de herencia? ¿Debemos lealtad a nuestros antepasados conquistadores sólo por el hecho de que venimos de ellos? ¿A qué moral responde ese mandato? ¿Es una moral nueva o antigua? Ser latinoamericano es, de por sí, una pregunta, una contradicción, porque justamente, a pesar de ser blancos –o incluso por el privilegio que implica serlo–, debemos arrogarnos el derecho de sentirnos lejanos de los asesinos y torturadores que nos precedieron. No elegimos de dónde venimos ni la lengua que hablamos, pero deberíamos ser capaces de defender nuestra libertad de pensamiento sobre el pasado y sobre la historia, y descartar definitivamente la existencia de un sujeto universal varón y europeo, aunque eso implique cuestionar a nuestros abuelos y a nuestros padres. La otra postura supone, simplemente, la negación de cualquier impulso revolucionario. Y además, hoy por hoy, nosotros, los nacidos en las tierras conquistadas, seguimos siendo los “otros” del mundo. También lo son esos intelectuales que con tanto ahínco se apuran a defender el legado español, sobre todo los que no cuentan con pasaportes de la comunidad europea.
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Hablar de democracia y de sujetos de derecho sin entender las dimensiones que ha tenido y que tiene la discriminación racial en América Latina es desconocer de modo feroz los procesos políticos, económicos y sociales de nuestra región. El racismo colonial, que empezó con la conquista y se perpetúa hasta hoy, tuvo como propósito calificar como inferiores y ajenas al conocimiento todas las lenguas que no fueran el griego, el latín y las seis lenguas europeas modernas. Así fue posible mantener el privilegio de enunciación dentro de las instituciones, y a los hombres y mujeres subyugados a las categorías de pensamiento del Renacimiento y la Ilustración. Las personas que no hablaban esas lenguas y que no eran educadas en instituciones privilegiadas tenían dos opciones: aceptar su inferioridad o demostrar que eran iguales a aquellos que los situaban como seres humanos de segunda clase. Pensar el problema de la conquista como algo viejo, como algo clausurado, es renunciar a la necesidad de crear opciones para la convivencia que no impliquen que las personas sigan obligadas a aceptar su inferioridad o a resignarse a jugar un juego que no es suyo, que les ha sido impuesto. Crear opciones para resolver el conflicto mapuche, por ejemplo, que en la frontera entre Chile y Argentina continúa provocando la muerte sistemática de quienes intentan poner límites a la moral conquistadora del sistema capitalista, reivindicando que la posesión de la tierra no tiene que ver, solamente, con títulos de compra y venta escritos en español.
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El pedido de disculpas de López Obrador está muy lejos de reflexionar de forma directa y contundente sobre estos problemas, pero da cuenta de la importancia de repensar el pasado y de reactualizar discusiones que distan de haber sido superadas, o, mejor dicho, que son imposibles de superar. Como sostenía Walter Benjamin, el pasado no existe: es ese relato que creamos y en el que creemos, es lo que sostiene la cadena de sentidos que nos damos y que, desde cada presente, tenemos el derecho de modificar y revisar. Pero, además, reflexionar sobre su carta debería ayudarnos a comprender que estamos viviendo un proceso de recolonización continua, en el que la globalización se encarga de implementar ajustes que restauran las relaciones de dependencia, donde las vidas rotas de miles de migrantes dan cuenta de lo que han sido las políticas de la Comunidad Europea, del Fmi, del Banco Mundial, de las multinacionales que privatizan, de forma sistemática, nuestros recursos naturales. Desmantelar las luchas anticoloniales del tercer mundo sigue siendo una estrategia básica del norte global para continuar desviando los recursos de los países más pobres a los más ricos. Así que, a pesar de que intenten disimularlo con falaces argumentaciones, quienes se horrorizan o se indignan por el pedido de disculpas de López Obrador al imperio español responden a intereses que son, hoy más que nunca, inmorales.