Es de suponer que la Presidencia de la República ha ordenado a los ministros del Interior y de Defensa Nacional realizar investigaciones administrativas para cumplir con la resolución de la Cámara de Diputados del 18 de setiembre pasado que demanda “profundizar y establecer responsabilidades sobre quienes desarrollaron espionaje ilegal” realizado por la inteligencia del Estado, desde que se reimplantó la democracia. Como las actuaciones de la comisión investigadora a la vez fueron enviadas a la justicia penal, se supone que el esclarecimiento de esas actividades fluye por dos vías simultáneas. Sin embargo, hasta ahora no han surgido signos de un avance.
Como dice el experto español Ramón Alberch en estas páginas, la actividad militar de inteligencia está asegurada con los múltiples candados del secreto, de las maniobras sustractivas y la sospechosa inocencia del poder político. Pero la contundencia de la documentación oficial sobre esas prácticas ilegales, puestas en evidencia a raíz de la enérgica y decidida acción de incautación realizada por la ex ministra de Defensa Azucena Berrutti, obligó a que el poder político admitiera la existencia de ese espionaje y recomendara su investigación.
Es importante señalar que ese espionaje, realizado en democracia por tres organismos militares de inteligencia que le dieron una continuidad temporal e ideológica –el Servicio de Información de las Fuerzas Armadas (Siffaa), su sucesora la Dirección General de Información del Estado (Dgid) y finalmente la Dirección Nacional de Inteligencia del Estado (Dinacie)–, fue legal, en tanto fue ejecutado por estructuras legítimas del Estado, sometidas a las correspondientes jerarquías y en uso de los instrumentos y recursos existentes; lo ilegal fueron sus actos, porque no existe ninguna norma que autorice a personal militar especializado a realizar chantajes, presiones, allanamientos y escuchas telefónicas y electrónicas sin la debida autorización judicial. Ni siquiera esos delitos fueron cometidos en función de órdenes jerárquicas, a estar por los descargos de inocencia y desconocimiento de los sucesivos jefes de la inteligencia que prestaron declaraciones en la comisión parlamentaria, además de los respectivos ministros, que alegaron una ignorancia total sobre lo que ocurría en las dependencias a su cargo.
El volumen de los actos delictivos cometidos (sólo los que se conocieron por los archivos incautados, que no detallan las operaciones estrictamente militares como consecuencia de la información obtenida, que siguen siendo secretos), los recursos monetarios y logísticos usados y el personal involucrado hacen muy poco creíble la ignorancia, que igual no deslinda la responsabilidad por omisión. Los jerarcas militares y civiles que desfilaron por la investigadora mantuvieron su versión aun frente a la evidencia de miles de documentos auténticos. La comisión no tenía poderes para hurgar en las contradicciones, salvo en el caso de un ministro que alegó desconocimiento y que fue desmentido por un oficial, el capitán (r) Héctor Erosa Pereira, quien refirió detalladamente las prácticas de espionaje, presiones y amenazas realizadas por el teniente coronel Eduardo Ferro en un batallón de Florida, relato que fue debidamente denunciado en su momento a un ex ministro de Defensa, cuya memoria desgraciadamente flaqueó.
El informe de la comisión investigadora y sus recomendaciones fueron aprobadas por unanimidad del cuerpo, es decir, todos los partidos coincidieron en que existieron prácticas ilegales. Pero esa unanimidad ¿hasta dónde impone en los respectivos partidos la investigación de la responsabilidad que tuvieron sus militantes en los cargos de responsabilidad de gobierno? En principio, debe asumirse que todos los partidos (de los cuales tres se han rotado en el poder desde 1985) condenan la práctica de infiltrar organizaciones políticas, sociales, sindicales, y de espiar las actividades profesionales o particulares de un amplio espectro de ciudadanos: jueces, fiscales, docentes, profesionales universitarios, sindicalistas, militantes sociales, periodistas, etcétera.
Pero las evidencias al respecto no parecen haber agitado las aguas que ahora se encaminan hacia el futuro torrente de la campaña electoral. Como si la unanimidad de la condena bastara para superar el asunto, dar vuelta la página, no mirar atrás, no tener ojos en la nuca, pensar en el futuro, y así sucesivamente.
Hay una sugestiva relación directa entre el gatopardismo de este episodio y el gatopardismo que dominó el debate sobre la caducidad y la impunidad. De hecho, aquella es consecuencia de ésta, y entre la inteligencia elaborada durante la dictadura (para encarcelar, torturar, asesinar) y ésta, desarrollada para infiltrar, intervenir, distorsionar, presionar, obligar, anular, intimidar, hay sólo diferencias cuantitativas, aunque sean muy importantes. Porque, en esencia, existe una misma motivación ideológica, esa que, apoyada en la fuerza de las armas, respalda un statu quo determinado por la prevalencia de ciertos intereses, que consideran al sindicalista, al izquierdista, al progresista, incluso al moderado, un peligro para esos intereses.
Una consideración más: si esa especie de concepción de guerra fría, que define a sectores mayoritarios de la sociedad como “enemigo”, pudo desplegarse en democracia como se desplegó en dictadura, fue porque existió una continuidad de personas, de organismos, de objetivos y de tareas que no tuvo ningún quiebre, como supuestamente lo tuvo el paso de la dictadura a la democracia. En ningún plano, en lo que se refiere a las Fuerzas Armadas, se aplicó una política de depuración. Los partidos políticos, con diferentes responsabilidades, eludieron esa intervención, en los cuadros, en las estructuras, en ámbitos de enseñanza y de investigación castrense. Inevitablemente la concepción ideológica de la dictadura continuaría desarrollándose en democracia, lo que implica un peligro extremo para la propia democracia. Sobre este aspecto tan evidente hubo una unanimidad de gesto: mirar para el costado. Quizás con la excepción de la doctora Azucena Berrutti.