El miércoles 10 murió Ruben Svirsky, uno de nuestros fundadores, nuestro primer administrador y también nuestro director. Junto con Guillermo Waksman y José Wainer formó parte de la famosa «tiendita de los judíos», que inauguró la titularidad de la SRL creada para darle marco legal al semanario.
Antes de todo eso fue uno de los fundadores de la editorial Trilce, y antes todavía, en su exilio mexicano, el administrador de Cuadernos de Marcha. No fue el único proyecto que tuvo con Carlos Quijano, con quien compartió trabajo en el comité de exiliados uruguayos en México, lo que llevó a que estos días fuera recordado por su trabajo intenso y su solidaridad, no sólo con los uruguayos.
También con Quijano intentó crear la Biblioteca de Marcha, un proyecto editorial para el que recabaron dinero de la comunidad uruguaya en el exilio. Seguramente, aquella experiencia sirvió de base para el mangazo a diestra, y más bien a siniestra, al que obligó la creación de Brecha. Hasta hace poco, Ruben todavía guardaba en su casa, orgulloso, la suscripción 001, un mecanismo de precompra inventado para conseguir los fondos que permitieron al semanario ver la luz: había que vender 250, llegaron a las 247 suscripciones.
Contrariamente a sus intereses, asumió desde el vamos como administrador: venía de ser el editor de Comercio Exterior en México, una importante revista de economía con alcance continental que se editaba en español, francés e inglés, y la idea de ocupar un rol de gestión le parecía bastante ingrata. Hasta su salida del país, en 1972, fue empresario: «Lo que me había provocado unas contradicciones horrorosas entre mis convicciones y mi condición de patrón». Desde entonces, un juramento: «Nunca más en mi vida iba a extraer plusvalía de nadie, nunca más sería patrón. Fue una promesa íntima que me hice. En Brecha yo no extraía plusvalía, pero en todo lo demás era patrón, porque era el único con autoridad para decir que no», contó hace unos años, cuando con Daniel Gatti lo entrevistamos, en un intento de ordenar la historia del semanario.
Después, claro, no le tocó bailar con la más linda; imposible otra cosa en un medio que, como hoy, vive de sus ventas y de la esquiva publicidad. «Cada vez que me proponían un gasto, el argumento más usado por quienes lo proponían era: “No es un gasto, es una inversión”. Me daba una bronca bárbara. “Mirá –les decía yo–: hay gastos que son muy productivos, como el gasto en combustible de una empresa de transporte, y hay inversiones que son ruinosas, por ejemplo, cuando esa misma empresa compra un camión de mala calidad que se le hace bolsa a los seis meses. Decime por qué tu gasto es una inversión productiva”». No es difícil adivinar quién ganaba la partida.
Su primera etapa brechiana terminó en los noventa, cuando renunció a su cargo, dolido porque la idea de que asumiera como secretario de redacción (un cargo inexistente hasta entonces) no tuvo respaldo suficiente. Volvió en los dos mil, primero como integrante del Consejo Asesor y luego como director. Lo estoy viendo ahora, con sus ojos azules, su gorrito de visera y su voz profunda y tranquila, diciendo cosas graciosas, pero de una manera que descolocaba, y una nunca sabía si había que reírse o quedarse callada. Sólo una muy leve media sonrisa delataba el chiste, en un estilo de humor que lo emparentaba a su amigo Guillermo Waksman.
Hace un par de años, en una tertulia de En perspectiva, saludó los 33 años de Brecha, que se cumplían en esos días. Contó que había sido parte de su equipo fundador y que, alejado ya del proyecto, permanecía como fiel lector. «Después de mis hijos, es la cosa que hice de la que me siento más orgulloso», dijo sobre aquella –esta– quijotada. Y eso, eso, querido Ruben, es un legado inmenso que todos los días intentamos honrar. Hasta siempre, y gracias.