El número de Brecha correspondiente al viernes pasado (29-VII-16) trae en la página 12 una nota curiosa. Es una verdadera curiosidad. No tanto por una vinculación con esa inquietud inquisitiva que es el motor de la información y del querer saber, sino más bien en el orden de las curiosidades botánicas: el zapallo que pesa siete quilos o la rosa a rayas azules y rojas.
La nota tiene un título a toda página que reza: “Cien años de democracia en Uruguay”. Bajo ese título uno comienza la lectura esperando encontrarse con el regocijo que normalmente despierta la evocación de un fausto importante. Además el copete comienza diciendo: “El 30 de julio se inauguró la democracia moderna uruguaya”. ¡Qué bien! ¡Celebremos!
Pero lo que desarrolla el texto firmado por Fernando López D’Alesandro no contiene mucho para festejar; esa es la curiosidad. En opinión del autor –porque este es un artículo de opinión, no de información (decididamente, no)1– esta fecha conmemora la culminación de una serie de errores políticos (sic) cometidos por José Batlle y Ordóñez, prolijamente enumerados en la nota, que malograron sus propios proyectos progresistas, abriéndole caminos a las fuerzas más conservadoras del país.
Los que, según la nota, le escupieron el asado a Batlle fueron los colorados no batllistas y los blancos. Dice D’Alesandro, y cito: “Al riverismo se sumó el Partido Nacional liderado por Luis Alberto de Herrera. Éste había editado en 1910 La revolución francesa y Sudamérica, un ensayo político donde intentaba refutar las propuestas progresistas y liberales, y proclamaba la doctrina conservadora que fue dogma histórico de su sector. La reivindicación del clasismo, de la jerarquía, y sus reticencias frente a los derechos universales, perfilaron al nacionalismo como la opción conservadora y elitista de Uruguay”.
La inusual carga de bilis que trasuda la cita (y toda la nota) inducen a inscribirla como una curiosidad. Resulta que el pérfido Herrera, tan reticente a respetar los derechos universales y todo lo demás, fue uno de los que consiguió doblarle el brazo a Batlle, derrotar el proyecto progresista y, en esa victoria (conservadora según el autor), consiguió instalar en el texto constitucional conquistas como el derecho al sufragio universal y la representación proporcional, que son algunos de los logros fundamentales que hacen digna de celebración, hoy a los cien años, esa reforma constitucional.
Una mirada más serena nos permite considerar a la Asamblea Constituyente de 1916 no como una derrota del progresismo o una victoria conservadora. Mirar la historia con esa retícula tan esquemática lleva a conclusiones equivocadas y a afirmaciones que chocan con los hechos. A veces chocan en una misma página. Por ejemplo, el autor afirma que a Batlle lo acompañaba en sus ideas progresistas la gente más culta, ciudadana y de la capital, pero resulta que en la elección todo el país, capital incluida, vota en contra de la propuesta batllista y ésta gana sólo en el departamento de Artigas, lugar del mayor pobrerío rural.
La Asamblea Constituyente de 1916 y el texto constitucional que de allí emergió fueron la matriz fundadora de un país asentado sobre el derecho y la soberanía popular. Quien quiera leer algo de menor inspiración hepática y mayor objetividad sobre el tema podrá consultar con provecho el libro La Constituyente de 1916 (de Romeo Pérez Antón, Ediciones de la Plaza), presentado en el Paraninfo de la Universidad el sábado 30 de julio. Pero si el lector no se siente animado a tal lectura, quédese por lo menos con la idea central de que la Asamblea Constituyente de 1916, elogiada con sobrados motivos y cuyo centenario ha sido justamente conmemorado estos días, no se puede concebir y describir como una derrota del progresismo ni como una victoria de supuestos conservadores. Y si el eventual lector requiere algún dato más para entender la importancia de lo que se conmemora, sepa que la Constitución que emergió de esa asamblea fue un pacto político. Esto es importante porque es muy uruguayo. Su texto, que fue redactado por una generación de intelectuales de fuste, recoge las ideas más modernas de su tiempo: separación de la Iglesia y el Estado, representación proporcional, sufragio para todos los ciudadanos (masculinos), estatus constitucional para las empresas del Estado, autonomías departamentales, etcétera; y se hizo realidad sustentada en un acuerdo político y no por una imposición. Justamente en esto último –la pretensión de imponer– radicó la derrota de Batlle y Ordóñez. La Asamblea Constituyente de 1916 y la Constitución aprobada el año siguiente fueron el resultado de un acuerdo político entre los colorados riveristas, los blancos herreristas, los socialistas de Frugoni y el partido católico.
La vida política de Uruguay nació bajo una forma bélica, con partidos políticos armados, con dirigentes políticos que eran a la vez jefes militares y con guerras civiles y revoluciones. Las divisas nacen como una concepción primitiva de la representación política, como dice Caetano, concibiendo el proceso de constitución del poder como un proceso simultáneo de apropiación del Estado y de utilización de éste para derrotar militarmente a la otra divisa.
Pero eso fue cambiando, y lo destacable es que cambió a impulso de las propias divisas. Dado que ninguna de las dos –ni blancos ni colorados– pudo conseguir una victoria aplastante y completa sobre la otra, surgió la necesidad de construir un sistema de convivencia. De alguna manera primitiva el Uruguay naciente no quiso o no permitió que en su seno alguien ganara todo y el otro perdiera todo. La paz de abril de 1872, que marca la finalización de la Revolución de las Lanzas, es el momento inaugural del cambio. En esa instancia, a los efectos de negociar el cese de la revuelta de Timoteo Aparicio, se pacta que en cuatro departamentos la administración será del Partido Nacional. La gran innovación, política y simbólica, contenida en ese pacto es la aceptación por parte del gobierno (recuérdese que desde la presidencia de Venancio Flores hasta esa fecha todos los gobiernos habían sido colorados) de una administración blanca en cuatro departamentos: se reconoce en los hechos la lógica democrática del respeto a las minorías.
Esa lógica tendrá todavía por delante una larga lucha para llegar a ser plenamente incorporada e institucionalizada. Esa será la lucha de las revoluciones saravistas. Ninguno de esos alzamientos tuvo un propósito de toma del poder o de derrocamiento del gobierno (menos aun reivindicaciones económicas). Todas esas revoluciones fueron por los derechos civiles, es decir, para construir ciudadanía. Ese camino desembocó tiempo después en los fecundos acuerdos de la Constituyente de 1916 que estamos conmemorando. Se coronó así el edificio comenzado en la paz de abril, firmado por Timoteo Aparicio, gaucho crudo, analfabeto total, pero con clara sensibilidad política y sentido de patria (para todos).
- Nota de Redacción: el artículo que cita Posadas se publicó como corresponde a este tipo de texto, como nota de opinión, bajo el rótulo correspondiente.