No es la primera vez que lo aseguramos, pero se confirma hoy con más fuerza que la obra de Rita Fischer (Young, 1972) ha adquirido una dimensión plástica sobresaliente. Está “despegada”, dirían en el barrio.
Vislumbrar extático es una exposición de apenas nueve obras realizadas en la técnica de temple al huevo sobre madera.1 Es una pintura abstracta, pero que se vincula, subrepticia, con el género tradicional del paisaje. Una simulación del atardecer, líquidos y reflejos, aquí y allá, asoman como recortes de celeste cielo.
“Durante estos diez años –sostiene el curador Manuel Neves– la artista formalizó experimentaciones en un espacio incierto de representación, orientándose hacia la abstracción, es decir, hacia la ambigüedad y lo enigmático, que es el significado más básico de esa palabra. Asimismo, aunque no se puede distinguir claramente lo figurativo y lo abstracto, se evidenciaba una sutil relación con el paisaje y la naturaleza.”
Un espacio representado que se desprende, que se descascara en su propia piel. ¿Es el caos? ¿Es la tempestad? La superposición de capas pictóricas y finos trazos que se arremolinan y se quiebran parecería apuntar en esa dirección. Paisajes remotos, paisajes rotos, obras encendidas en una paleta de fuertes contrastes cromáticos que se derraman en detalles minúsculos y zonas confusas.
En el manejo de la línea, en lo intrincado del dibujo, hay algo vagamente pesadillesco que nos recuerda los paraísos densos del Bosco. Espinas y ramificaciones hienden el espacio, una topografía enmarañada y densa como un monte, pero por donde circula una luz providencial, un vislumbre extático –tal el título escogido de la muestra– pero no estático, ya que estos lugares se imaginan y se captan velozmente, y causan cierto vértigo con su colorida profundidad. Ha de ser paciente, empero, la mano que los construye o los evoca. Hay veces que parecería que entre un intrincado ramaje las nubes se disipan o se derriban como en un espejismo (deslizar repentino de la espátula y el pincel). El objetivo primordial es crear un clima, un espacio atmosférico, terrestre o lacustre, pero que no tiene un asidero definitivo en la figuración. A los espectadores sólo nos es dado vislumbrar. Con imprevistas concentraciones de planos, con la dislocación de las líneas que, imaginamos, continuarían en una forma vegetal o animal, Fischer impugna el propio espacio de la representación. Es una pelea permanente por construir y destruir lo que asoma en la figuración. La evocación se da, por tanto, gracias al empleo de una técnica exquisita en la precisión del trazo y en la limpieza de los planos. Esa tensión, esa lucha, lejos de producir desasosiego, produce belleza. Una extraña y fascinante belleza.