Empezó para la izquierda la temporada de autocrítica. La derrota exige que aparezcan las preguntas y las discusiones. Pero no está claro ni cuál es el “auto” –el sujeto que tiene que criticarse– ni qué se entiende en este caso por crítica. Hay varias posibilidades:
1. La exigencia de autocrítica como patada en el suelo. En el momento de mayor vulnerabilidad y confusión, el dedo señala al derrotado e intenta llenarlo de dudas y vergüenza. Le demanda que admita sus errores y sus defectos, y abandone lo que estaba defendiendo. Una voz seductora lo invita a reconocer que, si el otro ganó, alguna virtud tendrá. Capaz que no era realista sostener aumentos salariales o quizás el pueblo fue siempre conservador. Sin duda, algo bien hizo el que ganó. Pero, cuidado: aceptar su postura no es una autocrítica, sino una rendición.
2. La autocrítica como ritual autoflagelante. La autocrítica muchas veces es entendida según el mandato cristiano de la confesión y la penitencia. Hay que rebajarse, sentirse una mierda, culpabilizarse, hacerse responsable, purificarse, caminar de rodillas hasta algún lado. No hay obligación de someterse a ese espectáculo patético, y es prudente tener cuidado con quienes siguen esos rituales repitiendo la palabra “autocrítica”, justamente para no tener que pensar qué ideas y prácticas hay que transformar. Como un fiel que reza por compromiso las avemarías que le mandó el sacerdote para, al día siguiente, volver a lo suyo.
3. ¿Qué autocriticar? El problema es que, si antes de la derrota no estábamos de acuerdo, no vamos a pasar a estarlo mágicamente en el momento de la autocrítica. Las posiciones volverán a ser las mismas: los progresistas se autocriticarán por no haber domado el déficit o no haber denunciado suficiente a Venezuela; los izquierdistas, por no llevar las transformaciones más lejos y por la ruptura del vínculo entre la izquierda institucional y los movimientos sociales; los radicales dirán que no son ellos quienes tienen que autocriticarse. Quienes, por controlar el gobierno, han sido hegemónicos en el campo de la izquierda hasta ahora intentarán defenderse de la autocrítica que les quieran imponer. Buscarán un chivo expiatorio, encontrarán un par de errores tácticos o técnicos. Quienes vienen criticando hace mucho pedirán ser más escuchados. En las fronteras, en las dudas y en los compañerismos inesperados, se podrá aprovechar la oportunidad para pensar.
4. ¿Quiénes somos los que tenemos que autocriticarnos? Por definición, si se critica a otro, no es autocrítica. Si se usa la demanda de autocrítica para congelar a los otros en el lugar en que los queremos poner, como si no fueran más que las decisiones (quizás equivocadas) que tomaron, les y nos privamos de la posibilidad de que salgan de ahí. La autocrítica necesita de complicidad, de que cuando criticamos algo lo sintamos nuestro. De que podamos entender por qué, ante un dilema, se eligió lo que quizás no se tendría que haber elegido. Quienes gobernaron nos deben, eso sí, una didáctica política que explique en detalle y con realismo por qué se tomaron ciertas decisiones que iban contra lo que normalmente se entiende por izquierda. Eso implica salir del modo propagandístico. No valen generalidades como “el mundo cambió”, ni invocar criterios técnicos no explicados, ni decir que no había otra opción. En todo caso, consideraron que las alternativas eran peores, por razones que habrá que discutir. Y quienes estuvieron en contra de esas decisiones tendrán que pensar por qué no les dieron los argumentos, las alianzas o la fuerza para torcerlas. Si estos años estuvimos haciendo cosas y las cosas no fueron en la dirección que hubiéramos querido, es porque algo hicimos mal. Autocrítica significa no ver los problemas desde afuera ni desde arriba.
5. La autocrítica como necesidad de renarración colectiva. La autocrítica no tiene que ser en los términos ni los tiempos que se le ocurran a quien la exige. No tiene necesariamente que ser, por lo menos en principio, en público. Las discusiones salen mejor cuando se procesan colectivamente. “La autocrítica te la hacen otros”, escuché decir una vez a uno de los muchos buenos profesores que tiene la Facultad de Ciencias Sociales. Y hay que escucharlo, porque, como ex comunista, es experto en autocríticas. El pasado cambia. Ver el resultado de lo hecho fuerza a renarrar. La pregunta es hasta dónde. ¿Cuál es el punto de quiebre? ¿Upm 2? ¿La esencialidad en la educación? ¿Las contramarchas de la anulación de la ley de caducidad? ¿El veto al aborto? ¿Botnia? ¿El Encuentro Progresista? ¿El pacto del Club Naval? Si la derrota es una crisis del progresismo, la pregunta tiene que ser hecha a fondo. Y sin olvidar que el lío en el que estamos es fruto de la larga autocrítica que se desató luego de la derrota del impulso radical de los sesenta y la caída de la Unión Soviética. Aquella autocrítica intentó crear una izquierda más democrática y libertaria, pero terminó creando una tecnocrática y empresista. Tantas autocríticas y renovaciones ahora necesitan ser autocriticadas y renovadas. Necesitamos desesperadamente escribir la historia del progresismo, porque, si no, la van a escribir otros. Este no va a ser un proceso rápido. La autocrítica tiene que ser una invitación a la reflexión compartida sobre nuestras experiencias (tan distintas) de los últimos años. Necesitamos quedarnos un tiempo en el malestar de la derrota (que no es sólo electoral) para entender cómo, queriendo otra cosa, llegamos hasta acá. ¿Podemos hacer una narración sobre nosotros mismos que no sea glorificadora ni culpabilizadora?
6. La crítica como erótica de la política. Crítica no es ataque. Ni siquiera implica, necesariamente, estar en contra de lo que se critica. En la crítica artística o filosófica hay una generosidad, un deseo de compartir, de entrar en algo para entenderlo y llevarlo hasta las últimas consecuencias. Un crítico no es un juez que dicta sentencias. Autocrítica no puede ser autodestrucción, aunque pueda tener como conclusión que ciertas personas, ideas y formas de hacer tengan que salir del centro de la escena. En todo caso, si la crítica destruye algo, es porque lo acompañó hasta el punto en el que ya no era posible hacerlo, aunque duela. Una autocrítica podría seguir la necesidad de reencontrarse con un deseo. Podría partir de la pregunta de si habremos renunciado a lo que deseábamos, de si habremos actuado no según nuestro deseo, sino según el que nos impusieron otros. Puede ayudarnos a salir de la rosca y el estereotipo para habilitar una disposición a la escucha y la transformación, para salir más potentes que como entramos, con más bronca por lo bien que nos la hicieron los capitalistas y los militares, y más claridad sobre cómo hacer para que no nos pase de nuevo. Puede ser la alquimia que nos permita separarnos de algunas sustancias y mezclarnos con otras, crear y crearnos como algo nuevo para una nueva situación.