Los buitres murieron envenenados con diclofenaco. El diclofenaco, un relajante muscular utilizado para aumentar la productividad de las vacas lecheras, es el primer emisario de una modernidad que alterará la vida de India para siempre. “No fueron muchos los que notaron la desaparición de esas antiguas y amigables aves. Había tantísimas cosas con las que ilusionarse.” El ministerio de la felicidad suprema, la segunda novela de Arundhati Roy (Shillong, 1959), sigue desde el principio la estela de los ensayos políticos que la mantuvieron ocupada en los 20 años que pasaron desde su aclamado debut, El dios de las pequeñas cosas, con el que ganó el premio Booker en 1997.
El galardón no vino acompañado solamente de alegría: además de generar cierta polémica literaria –su prosa fue acusada de barroca y excesiva–, Roy escandalizó a India, donde se la acusó formalmente de obscenidad. En los 20 años que pasaron entre sus dos novelas, la relación entre la escritura y los problemas de la sociedad ocupó el centro de sus preocupaciones. Ha escrito sobre megaproyectos hídricos, la persecución de empresas mineras a varias tribus, el creciente nacionalismo hindú –con la masacre de Gujarat como centro–, entre otros muchos temas, y no ha dejado vacas sagradas sin tocar (ni siquiera a Gandhi), lo que la llevó a ser una de las críticas más prominentes de su país. Pero la autora no ve esto como tiempo perdido a la literatura, y, además, rechaza la palabra activista: “Siempre he luchado contra la palabra ‘activista’ (…). En los viejos tiempos, los escritores eran criaturas políticas también, no todos, pero muchos. Era visto como nuestro deber escribir sobre el mundo que nos rodea de diversas maneras”. La victoria del nacionalista Narendra Modi en las elecciones de 2014 la llevó a enfocar todas sus energías en la novela que llevaba varios años escribiendo. “Sentía que todo lo que tenía que decir ya estaba dicho. Era hora de aceptar la derrota.” ¿Cómo abarcar todo lo que estaba pasando en una era en la que se nos enseña a compartimentar? Sólo con una novela es posible.
El ministerio de la felicidad suprema es un mosaico creado a partir de seres excluidos y desamparados, una historia construida con los restos de la modernización de India, una serie de relatos que crecen en las ruinas de la antigua Delhi, narrados a través de diversos idiomas (inglés, hindi, urdu, persa, cachemir) y puntos de vista. La novela comienza en Delhi en los años cincuenta con la historia de Anyum, un hijra (nombre con el que se designa tradicionalmente a las personas trans, eunucos y hermafroditas, y que se remonta a los tiempos del Mahabhárata). Cuando Anyum decide cambiar su nombre y apariencia se muda a la Jwabgah, o Casa de los Sueños, una haveli en la que conviven varias generaciones de hijras. Esta primera parte, contada a la manera de una novela de aprendizaje, recrea de forma atrapante la vida en la Jwabgah, narrando la transformación física y mental de Anyum a través de cirugías y hormonas que la dejan con un cuerpo remendado e insatisfactorio, pero mejor que el original. Eventualmente, la pérdida de protagonismo a manos de una hijra más joven, que “hablaba el lenguaje de los tiempos y usaba términos como cisgénero, FaM, MaF, y en una entrevista se refirió a sí misma como una ‘persona trans’”, y la experiencia traumática de la masacre de Guyarat, la llevarán a instalarse en un cementerio donde creará su propio mundo, rodeada de indigentes, drogadictos e “intocables” (los excluidos del estricto sistema de castas que determina la vida en el país).
La segunda parte de la novela sigue a Tilo, una joven arquitecta que se ve involucrada en el movimiento por la independencia de Cachemira. Su historia se entremezcla con la de tres hombres que conoció en su juventud, todos vinculados de algún modo con el conflicto. El personaje de Tilo –de fuertes tintes autobiográficos– está muy bien construido y funciona como un buen contrapunto al relato de Anyum. Sin embargo, los problemas surgen con la unión de tantos elementos dispares. La novela está plagada de dualidades –de género, religiosas, políticas, amorosas– que son tratadas explícitamente como una suerte de metáfora de las divisiones internas del país. Pero el talento de Roy, al menos en la ficción, está en lo íntimo, y no en lo épico. Al intentar abarcar tanto, la historia pierde fuerza y su escritura se vuelve por momentos torpe, incluso burda.
El ministerio de la felicidad suprema tiene defectos y virtudes. El lector que supere sus puntos bajos verá cómo la autora logra unir todos los hilos en una composición conmovedora, aunque imperfecta. Roy escribió una ambiciosa carta a su ciudad, atravesada por la idea de que lo personal es político, para esos fantasmas del capitalismo que terminan encontrando la esperanza en un cementerio, porque “¿cómo contar una historia hecha añicos? ¿Convirtiéndote poco a poco en toda la gente? No. Convirtiéndote poco a poco en todo”.