Por más de dos siglos una buena porción del mito nacional ha sido el supuesto excepcionalismo de Estados Unidos: nación de inmigrantes, tierra de oportunidades, patria de los libres, democracia estable e inmune al caudillismo, ese vicio de tantas otras naciones. Cuatro años atrás, cuando Donald Trump era sólo un paquete de promesas fantásticas, un candidato transgresor y la única alternativa a una postulante demócrata considerada corrupta –Hillary Clinton–, el millonario neoyorquino recibió unos 62,9 millones (46,1 por ciento) de votos, casi 3 millones de votos menos que su rival, pero concentrados en estados que le dieron la victoria en el Colegio Electoral.
Cuatro años después, cuando la ciudadanía ya conoce bien a Trump y tiene ante sí el caos de su gobierno, el presidente recibe, al cierre de esta edición, 69,6 millones (47 por ciento) de votos: 6,7 millones más que en 2016. Las cifras incompletas daban al candidato demócrata, Joe Biden, unos 73 millones de votos (50,5 por ciento). La suerte se decidirá, otra vez, en el Colegio Electoral.
El gran perdedor en este ciclo electoral es el Partido Republicano, cuyos miembros en el Congreso han tolerado, por lo menos, y han avalado, por lo más, las políticas erráticas de Trump, sus llamados a la violencia, el persistente tufo de corrupción en torno a sus negocios personales y familiares, y su exigencia de lealtad. Desde que, en enero de 2017, Trump llegó a la Casa Blanca, casi la mitad de los 250 republicanos que estaban en el Congreso han abandonado sus puestos, lo que ha dado paso a nuevos legisladores, elegidos, básicamente, con el respaldo del trumpismo más militante. En los meses previos a estos comicios, decenas de figuras prominentes del partido, entre ellos exgobernadores, los exmandos militares y los exjerarcas de servicios de inteligencia, han difundido largos mensajes públicos de denuncia contra el presidente. A ver por los resultados de la elección, estos díscolos no le quitaron votos.
LA SUPERVIVENCIA DEL CAUDILLO
El partido, en sí, ha perdido funcionarios con larga experiencia, los que operaban la maquinaria de recolección de fondos y apoyo a candidaturas municipales, estatales y nacionales. En su última convención nacional –en la que Trump fue coronado sin oposición– el Partido Republicano ni siquiera publicó una plataforma, esa declaración de promesas siempre tan idealista como vana.
En cambio, han medrado aquellos republicanos que más obedientes han sido a los caprichos de Trump. Este martes fue reelegido el presidente del Senado, Mitch McConnell, de Kentucky, quien ha usado su control de la Cámara Alta para confirmar cuanto juez federal designe Trump e impedir que se voten las iniciativas de la Cámara de Representantes, donde los demócratas son mayoría. También resultó reelegido el senador Lindsey Graham, de Carolina del Sur, quien preside el Comité Judicial de la Cámara Alta, desempeñó un papel crucial para desestimar el juicio político de Trump y aceptó sin empacho la confirmación de una jueza en el Tribunal Supremo de Justicia pocos días antes de la elección. En 2016, ocho meses antes de la elección, los republicanos en el Senado se habían rehusado a tener siquiera audiencias para escuchar a un candidato del presidente Barack Obama para el Tribunal Supremo de Justicia, alegando entonces que era de curso esperar el veredicto de la ciudadanía en las urnas.
El ascenso del trumpismo y el deliquio del Partido Republicano muestran un reacomodo profundo en el paisaje político de Estados Unidos, donde la mayoría blanca que ha dominado por siglos se encamina a ser otra de las tantas minorías. Esto ocurre mientras termina de desaparecer la llamada gran generación, que peleó en la Segunda Guerra Mundial, y la generación del boom, a regañadientes, toca a retirada por la derecha del escenario. Es en este contingente de ciudadanos que el trumpismo medra con una visión catastrófica del futuro «si ganan los socialistas»: la destrucción de «nuestra América» por la multiplicación de minorías militantes y la invasión de inmigrantes multicolores.
El perfil del trumpismo se ha definido con más claridad desde 2016: no es conservador, no es republicano. Es lo que el caudillo diga. Y al caudillo se le toleran los excesos porque «nuestra América» libra una batalla cósmica contra las fuerzas del mal. El reto para el país entero es que el movimiento es fuerte, responde al temperamento de su líder y, tal como ha ocurrido en Argentina con el peronismo, bien puede sobrevivir al caudillo por décadas.
DEMÓCRATAS TRISTONES, PUES
Gracias a una movilización sin precedentes de fondos, organizaciones no gubernamentales y grupos específicos (negros, latinos, asiáticos, homosexuales, inmigrantes, sindicalistas, iglesias, académicos, científicos), el Partido Demócrata esperaba una victoria aplastante, un resultado electoral que no sólo sacase a Trump de la Casa Blanca, sino que diera a Biden la mayoría en el Senado que todo presidente necesita para ser efectivo. En cambio, en ancas de un piojo ganaron la presidencia, no alcanzaron la mayoría en el Senado y perdieron al menos tres escaños en la Cámara de Representantes, que fueron a manos de republicanos. Por meses, casi todas las encuestas de alcance nacional mostraban a Biden con una ventaja de entre siete y 10 puntos porcentuales sobre Trump, quien, a su vez, no ha logrado superar en todo su mandato la marca del 45 por ciento de aprobación popular para su gestión.
Van Jones, exasesor de Obama y ahora comentarista de CNN, describió con precisión el desencanto que hoy embarga a los votantes demócratas e independientes, que «esperaban no sólo un veredicto político, sino un veredicto moral» sobre Trump. «Pienso que muchos demócratas están apenados. Queríamos ver un repudio a la dirección que había tomado este país. Está la victoria moral y está la victoria política. No son lo mismo. Creo que la gente quería una victoria moral», señaló.
Cuando se conozcan más detalles sobre el comportamiento del electorado, se verá si, como muchos demócratas esperaban, las mujeres ofendidas por el machismo de Trump se volcaron decisivamente en contra del presidente o, si por el contrario, muchas escucharon los vaticinios de caos social repetidos por él y corrieron a buscar el amparo del macho protector. Los votantes latinos, en tanto, alcanzaron en esta elección el hito de ser la minoría más numerosa y los demócratas mucho esfuerzo hicieron por conquistar lo que, una vez más, resultó ser un mito: el voto latino. Hay en el país unos 62 millones de latinos y unos 32 millones están habilitados para votar (es decir, son ciudadanos mayores de 18 años de edad); de ellos, unos 23 millones están registrados para votar y quizá 15 millones concurrieron a hacerlo. A los latinos del sudoeste del país, más preocupados por la pandemia, los empleos y el costo del cuidado de la salud, poco efecto les hizo la propaganda de anticomunismo burdo con la cual Trump ganó en Florida, domicilio de muchos inmigrantes cubanos, venezolanos y nicaragüenses.
En ausencia de un triunfo rotundo, los demócratas encaran ahora un reajuste de su partido que puede ser tan drástico como el que ya padecen los republicanos. La pandemia de covid-19 y la turbulencia política constante y agotadora que causa Trump día a día quizá hacen olvidar que hace apenas cinco o seis meses Estados Unidos era escenario de manifestaciones multitudinarias contra el racismo y la brutalidad policial y que hace apenas ocho meses todavía continuaba la disputa en el Partido Demócrata por la selección de su candidato presidencial, una contienda en la cual el senador de Vermont, Bernie Sanders, arrastraba las preferencias de la gente más joven y entusiasta.
El Partido Demócrata eligió la moderación de Biden en lugar de la «revolución política» de Sanders y mantenerse al costado, con simpatía y solidaridad, pero sin involucrarse demasiado en la explosión social que vivía el país. La decisión de poner a Biden como rival de Trump poco contribuyó a canalizar aquella energía en este proceso, que ahora culmina entreverado en disputas por los votos para ese gran mecanismo de filtro de la democracia: el Colegio Electoral.