La invasión rusa de Ucrania ha comenzado. Parece obvio que su ambición va mucho más allá de apoyar a los miniestados autoritarios en Donetsk y Lugansk bajo el casi cómico pretexto de una intervención humanitaria. El grueso de las fuerzas rusas ha ido hacia ciudades como Odessa y Kiev, bastante alejadas del Donbás. Ha habido bombardeos en lugares como Lviv, muy al oeste del país. Vladimir Putin venía avisando desde hacía tiempo que no toleraría que Ucrania pasara a la órbita de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea. Frente a la inoperancia de los acuerdos de Minsk, en gran medida debida a las obstrucciones interpuestas por los nacionalistas ucranianos, Rusia obliga ahora a Ucrania a obedecerle por la fuerza.
Es una completa locura, incluso bajo los términos rusos. Parece un regalo a la OTAN. Las acciones de Putin en Crimea y en el este de Ucrania desde 2014 ya habían hecho oscilar el péndulo de la opinión pública de ese país, que comenzó estando mayoritariamente en contra de integrarse a la OTAN y ahora está mayoritariamente a favor (véase «En guerra con sí misma», Brecha, 27-I-22). Quizás eso no le importe a Putin, quien claramente ha decidido resolver el problema manu militari. Pero el potencial de ir hacia un largo empantanamiento bélico con los nacionalistas ucranianos armados hasta los dientes por las potencias de la OTAN es evidente. Más allá de eso, los Estados cercanos a Rusia que habían decidido no unirse a la OTAN, como Finlandia y Suecia, bien podrían ahora cambiar de opinión. Las autoridades occidentales nominalmente críticas con la OTAN, como el gobierno escocés, terminarán alineándose con los mandos de la alianza atlántica. Aquellas fuerzas internacionales que se oponen a una nueva Guerra Fría, que piensan que la OTAN es una reliquia del siglo XX y que no quieren una guerra por Ucrania serán ahora intimidadas y calumniadas, mientras que los viejos y desgastados porristas de un atlantismo que venía en decadencia tienen la mejor oportunidad para remoralizar su causa. ¿Qué podría ganar Rusia de todo esto?
MÁS CAPITALISTAS QUE LOS CAPITALISTAS
Por lo general, el establishment securitario occidental asume que los líderes rusos persiguen una especie de plan maestro. Plan maestro que, a su vez, generalmente involucra delirios de gran potencia, delirios que, se supone, están codificados en los genes rusos. En una versión típica de esta perspectiva, el exvicembajador de Australia en Moscú Bobo Lo, miembro del think tank londinense Chatham House, nos dice en un texto reciente que Rusia, desde la invasión de los mongoles, es un caso único de «mentalidad geopolítica» obsesionada con «el poder militar», «los problemas territoriales», «la percepción de amenaza» y «el equilibrio estratégico». ¿Equilibrio estratégico y militarismo, dijo? A esa gentuza rusa, ¿cómo se le ocurren semejantes cosas?
Otro ejemplo. Robert Nalbandov, actualmente profesor adjunto en la Escuela de Comando y Estado Mayor de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, nos explica que la Unión Soviética «no murió en 1991»: solo estaba durmiendo una siesta hasta ser «despertada por las proclamas de Putin sobre el russkiy mir (‘mundo ruso’), una referencia apenas velada a la pax romana del emperador romano Octavio Augusto en el 27 antes de Cristo, una pax romana que era, en cierto modo, una versión arcaica de la Unión Soviética». Desde puntos de vista como estos, nada cambia nunca en la historia rusa ni lo hará en el oscuro corazón ruso.
La cosmovisión de Putin tiene poco y nada que ver con esta kremlinología. Putin, como dice su antiguo aliado y asesor Gleb Pavlovsky en una entrevista publicada en New Left Review en 2014, desea más que nada competir con Occidente en lo que él cree que son sus propios términos. Resumiendo la mentalidad putiniana, Pavlovsky dice: «Perdimos porque no hicimos varias cosas sencillas: no creamos nuestra propia clase de capitalistas, no les dimos a nuestros depredadores capitalistas la oportunidad de desarrollarse y devorar a los depredadores capitalistas de ellos… La idea de Putin es que nosotros tenemos que ser más grandes y mejores capitalistas que los capitalistas, y estar más consolidados como Estado».
Aunque esto suena como el tipo de cinismo oficial que admira Donald Trump, es importante recordar que la llegada de Putin al poder recibió una calurosa bienvenida de Bill Clinton, Tony Blair y luego George W. Bush, la misma constelación de poderes que había dado la bienvenida a la victoria electoral fraudulenta de Boris Yeltsin en 1996. Son los mismos personajes que saludaron la guerra en Chechenia, un conflicto mucho más sangriento que cualquier cosa que hayamos visto hasta ahora en Ucrania. Clinton, incluso, elogió la «liberación de Grozny», la capital chechena, por las fuerzas rusas, hasta el punto de escribir para la revista Time un ensayo laudatorio de ese baño de sangre.
Después de todo, la «consolidación estatal» rusa no ha sido, de ninguna manera, un retorno al capitalismo de Estado de la era soviética. Bajo Putin, los oligarcas de la era Yeltsin fueron disciplinados, pero la parte de la economía administrada por el Estado disminuyó. En Rusia, los impuestos a las grandes empresas siguen siendo inferiores a la media europea. La deuda pública ha aumentado y alcanzado casi el 20 por ciento del producto bruto interno en 2020 (aunque, en comparación con la de Estados Unidos, del 128,1 por ciento en 2020, se trata de algo manejable).
Esta consolidación estatal tampoco significó, al menos inicialmente, el encumbramiento de la arbitrariedad oficial desenfrenada e inconstitucional. Los oligarcas querían un garante confiable de los derechos de propiedad, lo que requería un orden constitucional estable y básicamente liberal, aunque fuera débil y, en última instancia, fraudulento. Incluso, en el frenesí de los sobornos y la corrupción, Putin no tuvo que recurrir a la autocracia descarada y explícita mientras su poder estuvo concentrado en un sistema extremadamente personalizado de poder presidencial.
La «democracia dirigida» del nuevo régimen ruso comenzó como un esfuerzo consciente por despolitizar a la mayoría de la gente dentro del marco del orden constitucional que aplaudían las potencias occidentales. Se temía que el pueblo tuviera una naturaleza totalitaria y estuviera, según Pavlovsky, «listo para abalanzarse sobre el gobierno en cualquier momento y destrozarlo en pedazos». Ya estamos en el reino de la paranoia oficial, claro, lo que ha sido congruente con la drástica expansión de los aparatos represivos bajo Putin, especialmente del aparato de inteligencia encarnado en el Servicio Federal de Seguridad. Desde aquel entonces, el Estado ruso solo se ha vuelto cada vez más violentamente paranoico.
El punto es que la política exterior de Putin –aunque guiada por ciertos axiomas brutales con respecto a la unidad centralizada del Estado ruso y la supuesta ilegitimidad de Ucrania, manifestados en sus últimos discursos– es esencialmente cínica y oportunista. Rusia, por ejemplo, no inició la guerra de 2008 con Georgia, pero corrió a aprovecharse de esa fácil victoria. De inmediato reconoció la «independencia» de las regiones de Osetia del Sur y Abjasia, tal como ahora ha reconocido la «independencia» de Donetsk y Lugansk. Ciertamente, no fue Rusia la que inició la guerra civil en Siria, pero su intervención en ese conflicto profundizó su relación con la dictadura de Bashar al Assad y expandió su influencia en Oriente Medio. Tampoco fue Moscú la que precipitó la crisis de Euromaidán en Ucrania, pero sí fue rápida en usarla para anexarse («recuperar», en su jerga oficial) Crimea y enviar tropas en secreto a Donetsk y Lugansk, donde ha creado un miniestado de facto.
A la vista de tal secuencia, Putin parece haber ido ganando terreno. Y, en lo que respecta a las críticas occidentales que fue recibiendo mientras hacía todo esto, sin duda recuerdan el viejo chiste ruso sobre el «camarada lobo», que «sabe a quién comerse», al que Putin se refirió una vez al burlarse de la hipocresía de Estados Unidos al atacar a Irak e intimidar a Irán. Con este «sentido común» cínico, Putin simplemente está afirmando que Rusia no será una oveja. Entonces, ¿por qué arriesgarlo todo con una invasión total a Ucrania?
CONSPIRANOIA DE ESTADO
La expansión de la OTAN es, obviamente, parte del cuadro. Su perpetuación y crecimiento después de la Guerra Fría es una fuente de inestabilidad. Como señala el sociólogo izquierdista ruso Greg Yudin en un artículo publicado en Open Democracy este miércoles, la OTAN ha duplicado su tamaño desde que Putin asumió la presidencia rusa. «Cualquier gobierno ruso responsable debería tratar de prevenir» su crecimiento, reconoce. Sin embargo, la amenaza percibida por Putin no es un ataque directo de la OTAN contra Rusia. Más bien, lo que él teme es una revolución de color en la propia Rusia, señala Yudin en otro artículo, publicado el 19 de enero: «Putin no percibe la expansión de la OTAN y el creciente descontento en Rusia como dos problemas diferentes, sino que los ve como un único problema combinado». La deriva de Ucrania hacia la órbita de la OTAN y las campañas de protesta lideradas por Alexei Navalny dentro de Rusia son percibidas como parte del mismo patrón de eventos. La mayoría social de Putin es mucho más débil y frágil de lo que parece en las encuestas. Por lo tanto, así como el militarismo ruso en el extranjero ayuda a estabilizar el apoyo interno, Putin militariza cada vez más su respuesta a los movimientos de protesta en Rusia, enviando policías antidisturbios, guardias nacionales y policías vestidos de civil para detener y brutalizar a los manifestantes.
En resumen, argumenta persuasivamente Yudin, Putin está actuando ahora contra Ucrania no solo por la resistencia ucraniana a los protocolos de Minsk, sino porque corre el riesgo de perder el control en casa. Si las protestas de Navalny demuestran ser resistentes, los oligarcas, los sectores influyentes de la opinión pública y los habitualmente dóciles miembros de la burocracia estatal y de los partidos oficiales de oposición pueden volverse contra Putin. Su ventana para actuar es ahora, antes de que su coalición se desintegre. Y ha contemplado los costos (las sanciones internacionales).
Aunque basada en ciertas realidades (la OTAN podría tragarse a Ucrania y Georgia, la estructura de poder desarrollada bajo Putin podría comenzar a implosionar), la inflada sensación de amenaza que tiene el Estado ruso, combinada con su idea de que hay una coherencia maléfica subyacente a los distintos eventos, equivale, en los hechos, a una paranoia de rango oficial. En esa medida, la estrategia de guerra en sí misma puede terminar siendo una Línea Maginot imaginaria, una defensa costosa que se convierte en una fuente de gran vulnerabilidad.
LOS OTROS CRIMINALES
Además de la peligrosa paranoia de Estado en Rusia, existe también una peligrosa paranoia sobre Rusia. El difunto erudito de estudios rusos Stephen F. Cohen pasó sus últimos años advirtiendo sobre los errores mortales y las mentiras útiles que justifican una atmósfera de nueva Guerra Fría. Estamos sujetos a una incesante propaganda por la que se culpa a Rusia de las cosas más variopintas y descabelladas, con la que llega a acusarse a un Estado de nivel secundario de robarle las elecciones a Hillary Clinton, de provocar el éxito de la extrema derecha italiana, de causar la crisis energética, de suscitar la oposición a Francia en el continente africano y de haber causado por sí sola –en lugar de ser un jugador más– la guerra civil ucraniana desatada en 2014.
La intransigencia con respecto a las fronteras de la OTAN mostrada por Joe Biden y sus predecesores se ha basado, precisamente, no solo en proclamar la eterna inocencia de Occidente, sino en exagerar el supuesto poder global, el alcance insidioso y la coherencia infalible de Rusia. Y si las sanciones contra ella no funcionan, como no lo harán, la paranoia oficial bien puede ser suficiente para justificar una larga guerra tercerizada, con las potencias de la OTAN armando subrepticiamente a las facciones nacionalistas ucranianas.
La izquierda, obviamente, debe oponerse al accionar desquiciado y altamente peligroso de Rusia. En general, aquí, en Reino Unido, está haciendo precisamente eso: desde Stop the War hasta Momentum, el consenso es bastante amplio. Pero no podemos olvidar cuán dementes y sangrientas han sido también las acciones de los críticos de Putin en Downing Street y en la Casa Blanca. Ni cuántas veces y cuánto tiempo hemos tenido que marchar contra esos asesinos ni cómo los muertos no han dejado de acumularse. Ni cómo ellos, el establishment de la política exterior, los líderes militares y las elites políticas que nos han llevado repetidamente a guerras espantosas son también nuestros enemigos, no personas con las que podamos hacer causa común contra Putin.
(La versión original de este texto, en inglés, fue publicada en patreon.com, bajo el título «Russian bombs». La traducción es de Brecha.)