Ya no lo corona la veleta con forma de galgo, pero el molino construido en la primera mitad del siglo XIX (del que actualmente subsiste su estructura de ladrillos) es un emblema de La Unión, y hoy alberga un centro cultural y un tablado. Lo elegí para ir porque es el del barrio y porque es “de barrio”. Hacía mucho que no iba (ni a ese ni a ningún otro), y, como Sandro, tuve un mundo de sensaciones. Por ejemplo, cuando entré, pensé: “qué increíble, qué distinto que se ve desde abajo; hasta la orientación parece otra”. Después me enteré de que este año al escenario lo habían armado en otro rincón. Extrañé un poco las viejas escenografías que le eran características, pero sigue siendo un lindo lugar para ir, con entrada a 70 mangos y comida y bebida a precios humanitarios.
Una comparsa, un “fuera de concurso” (vaya forma de definir una categoría), un grupo de parodistas y una murga; tal era la programación. Variadita e inmejorable para evitar la tentación de hacer comparaciones intrascendentes.
Los lapsos entre los conjuntos (que en ningún caso fueron excesivamente largos) se rellenaban a puro bingo, con varios animadores (uno de los cuales apareció, a lo largo de la noche, interpretando diversos personajes femeninos) que hacían grandes esfuerzos por lograr que ese tiempo muerto fuera lo más llevadero posible.
No nombraré a los conjuntos porque no importa eso, aunque con el primero haré casi una excepción al mencionar a Kanela, que apareció fugazmente en un par de ocasiones (en la segunda incluso tiró unos pasos, aunque cuando después fue a hablar y no le daba el aire, temí por su vida), cuya sola presencia levanta aplausos. El segundo conjunto hizo cosas raras: desde una versión feminista de la canción “Colombina”, de Jaime Roos (rebautizada “Colombino”), hasta una versión con su letra original de “El tiempo está después”, de Fernando Cabrera, pasando por otra que hablaba de lo difícil que es hacer pichí en esta ciudad. “Colombino” tiene algunas ocurrencias muy graciosas, hay que decirlo. En cuanto a la segunda, oírla en ese contexto me hizo sentir transportado a un universo paralelo con otras reglas.
El tercer conjunto hizo una parodia bastante graciosa, especialmente porque dio la sensación de que improvisaban bastante y mantenían cierta cercanía, que después se pierde un poco con toda la parafernalia “concursera”. Las parodias, cuando no son emotivas, suelen ser la parte más disfrutable para quien no es un asiduo seguidor de la categoría. El humor a la vez un poco guaso y un poco inteligente se ha convertido en una característica del género. Y al no tratarse de una murga, se puede disfrutar de largas series de chistes “hablados” sin estar pensando “¿por qué no se dedicarán al parodismo?”.
La murga que cerró, ahora que pienso, cantó bastante tiempo. En toda la primera parte me divertí mucho. Después me distraje y perdí un poco el hilo; me preocupaba que algún murguista se fuera a desmayar a causa del calor. En todo caso, son fechas en las que los cuplés están medio nuevitos y les falta esa erosión que dan los tablados (cuando los hay), que va quitando lascas y haciendo que el pedregullo se convierta en cantos rodados. Además, al estar en un ambiente tan familiar, si hay una parte que te deja de interesar, podés aprovechar para ir a comer algo, no es ningún drama, no hay que pensar “uh, acá pierden puntos, qué lástima” (o “qué suerte”, que también se piensa).
En estos tablados el espectáculo es uno, continuado. Al menos esa es una manera de sentirlo: el bingo, la doña que perdió los lentes y el perro que pasea tranquilo entre los bancos, las referencias a “la comisión”, el anuncio de un “Día de Reyes” que se atrasó “porque los permisos de la Intendencia anduvieron un poco… (el animador busca las palabras para que no suene ofensivo) complicados”, los anuncios de los precios de cada una de las comidas y bebidas que hay a la venta, el recuerdo a personajes del barrio, el saludo a algún carnavalero jubilado que andaba por la vuelta y, claro, las actuaciones de los conjuntos (entre las que los fuera de concurso fueron uno más, con la misma atención y los mismos aplausos). Una fiesta barrial y nada más, y nada menos. Lo demás es puro cuento, porque esto es una necesidad real, y lo otro, una inventada. El Carnaval de los barrios se parece un poco al de antes; aunque siendo un fenómeno de absoluta actualidad tal vez sea erróneo decir “de antes”: es el de ahora, pero alejado del otro, el mediático. Menos estresado y “feisbuquero”, menos terraja y menos nocivo. Y si me apuran, el que mejor le hace honor a la palabra “Carnaval”; no en el sentido de desenfreno e inversión de papeles del que nos hablan algunos libros de historia, pero sí en el de pasarla bien en una tranqui. Eso sí: no está bueno subir tan abrigado al escenario; se transpira demasiado, se pierden minerales y se sufre. ¡Y cómo jiede! No hay necesidad.