Esto pasará, como todo pasa, dicen varias letras del cancionero popular. Las personas comparten palabras de esperanza, porque si hay algo que nos resulta difícil, es abandonar el concepto lineal del tiempo y modificar la ilusión de que seguimos un sentido, de que avanzamos. También nos cuesta mucho darnos cuenta, de una vez por todas, de que, por más que hagamos un montón de dibujos para disimularla, la muerte está ahí nomás, bien cerca. Deseamos que esto pase, que quede en el pasado, como si el pasado no nos visitara constantemente en forma de fantasma, como si no supiéramos, todavía, lo que el disciplinamiento sistemático de los cuerpos ha significado para nuestras subjetividades del tercer mundo.
Esto pasará, pero el imperativo de quedarse en casa tiende a consolidarse en una nueva forma de moral. Cada día es necesario introyectar la idea de que tu cuerpo es, en su sola existencia, peligroso para la vida de los demás. La supervivencia de la especie en términos globales parece haberse transformado en la meta máxima que debemos cumplir, a cualquier costo. Hay que mantenernos vivos y para eso tenemos que aislarnos, aun cuando esa soledad suponga perder todo derecho al riesgo. Aun cuando implique la suspensión de las preguntas vinculadas al control social y a las libertades individuales. Esto pasará, y cuando pase podremos volver a algo que no sabemos qué es, pero que, si tenemos suerte y conducta cívica, nos encontrará respirando.
“Pasó de moda el Golfo, como todo, viste vos, como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás”, cantaban los Redonditos de Ricota a mitad de los noventa, en plena adaptación al neoliberalismo menemista. En los inicios del siglo XXI algunas de esas tristezas pasaron y otras quedaron, porque las nuevas formas de consumo e intercambio habían cambiado el lenguaje y los vínculos humanos, y la gente tuvo que adaptarse para sobrevivir. Frente a la pandemia, impacta el empuje que la situación le está otorgando a la tecnología como gran mediadora de las relaciones personales, económicas y políticas. Parece que se impone reconocernos cyborgs, aquellas criaturas mezcla de elementos orgánicos y dispositivos cibernéticos que, tratando de transmitir desconfianza en la tecnología, supieron describir los escritores de ciencia ficción, nuestros verdaderos profetas del siglo XX (y cuyas palabras, como decían Simon y Garfunkel, se perdieron en los sonidos del silencio). El abandono del mundo histórico –eso que, con miedo, todavía llamamos “realidad”– venía desarrollándose sin parar, pero ahora se ha convertido en una necesidad de primer orden, y no hemos tenido tiempo de discutir en profundidad, en términos de derechos, sobre la gestión social del desborde tecnológico. Apenas tenemos alguna ley reguladora; resulta urgente pensar en cómo haremos para distribuir en forma equitativa los supuestos beneficios que la virtualidad trae a la vida para que no se trate solamente de un nuevo mecanismo de segregación. Tenemos que pensar qué va a pasar (y qué está pasando) con aquellos que no logran adaptarse; aquellos demasiado pobres, o demasiado viejos, o jóvenes, o locos, o sensibles, o libres. Y en cómo exigiremos políticas públicas si no podemos reunirnos, ni juntarnos, ni manifestarnos. Y si tiene sentido dirigir los reclamos, únicamente, a los Estados nacionales.
Apostar a la capacidad de adaptación, a la educación virtual, a la telemedicina, a las compras a distancia y a otro sinfín de interacciones online es también una decisión política, aunque no nos demos cuenta. Acá estamos, todos los que tenemos casa y computadora, sintiéndonos un poco mejor a la tercera semana, acostumbrándonos al abandono del contacto porque hay que trabajar, porque hay que sostener, porque nos debemos el intento desesperado y responsable de llegar a otros, sí, pero también porque en este nuevo escenario el castigo a quien no se adapta implica la pérdida de un rol activo, codiciado en un mundo donde los potenciales enemigos no tienen cara, ni olor, ni piel. El impulso a conformarnos mientras colaboramos con el mantenimiento de la productividad es realmente fuerte (al final no era tan malo, nos decimos). Ese “aceptar” opera en conjunto con la demanda de seguridad que instalaron las fuerzas conservadoras, pero que también existe, muchas veces, dentro del movimiento social: milito con quienes se me parecen, en un espacio predecible, donde sé que ninguna persona me va a poner en riesgo.
¿Qué es, exactamente, lo que se pierde cuando se pierde el cuerpo? ¿Es posible sentir verdadera empatía sin verse, sin tocarse ni olerse? Abandonar el cuerpo es dejar atrás el territorio del erotismo entendido como la exploración en torno a aquello que, en la interacción con otra persona, no se puede controlar. Es abandonar la conexión del deseo con el peligro, con la inseguridad. La improvisación, la sorpresa, el despojo, la vulnerabilidad: ¿qué implica perder el contacto con esas vivencias? En las videoconferencias vemos, al mismo tiempo que a los demás, nuestra propia imagen. Eso nos permite esconderlo casi todo, armar un encuadre en dos dimensiones, enmascarar nuestra energía. Olvidar la dimensión física como fuente de conocimiento implica adormecer nuestra capacidad de experiencia, de conexión posible con lo trascendente, de modificación real de aquello con lo que venimos. ¿Cómo no hacer lo que se supone que debemos hacer si nunca dejamos entrar el vacío que nos traen los cuerpos desconocidos? ¿Cómo saldremos de nuestro núcleo primario, de aquello que tenemos “dado”? Y si no queremos perder nuestro derecho al riesgo, ¿cómo hacemos, frente a la amenaza constante, para articular ese reclamo con la idea de responsabilidad común, es decir, de comunidad?
Abandonar el cuerpo también es, en términos concretos, abandonar la gestión de la muerte de aquellos que amamos. En Uruguay, por la pandemia, ya no se pueden hacer velatorios. Los cuerpos muertos van a depósitos, y luego los creman. En Ecuador hay tantos muertos que los cuerpos se pierden y se mezclan entre sí. En Filipinas, el presidente mandó matar a quienes rompieran la cuarentena. Cedemos el cuerpo para combatir el coronavirus, pero tenemos que estar atentos para que no se convierta en excusa de avasallamiento a los derechos humanos. ¿Cuál será la concepción de la vida si perdemos los rituales que nos conectan con nuestra memoria histórica? ¿A qué es, exactamente, a lo que estamos renunciando?
Esto pasará, y frente al hecho consumado de tener que quedarse en casa, la paranoia no ayuda. Pero las personas que entendemos que los espacios públicos son un territorio de disputa fundamental en la resistencia contra el patriarcado y el capitalismo tenemos que tener paño para pensar en los efectos que el control médico y el nuevo higienismo antipandemia ejercerán a partir de ahora. Los feminismos latinoamericanos vienen haciendo un trabajo enorme para desmontar los alcances del biopoder y desnudar la manera en que se articulan economía y salud para violentar y reprimir a los cuerpos feminizados. A la hora de transitar lo que se viene, no podemos desconocer el conocimiento acumulado en estos años de lucha.
Tenemos que poder seguir diciendo que para las mujeres la casa no es el espacio de la emancipación, sino del encierro. Este contexto nos ha devuelto al hogar, a los roles de cuidado, a tener que satisfacer demandas que no habíamos elegido. Porque la calle es el espacio al que escapamos para estar juntas, es el refugio donde nos salvamos y potenciamos; tal vez por eso ahora somos, también, protagonistas a la hora de activar las redes de solidaridad y la organización de ollas comunitarias y otros mecanismos colectivos de colaboración. Aunque nos adaptemos y respetemos la cuarentena, sepamos que nuestra rebeldía seguirá estando atada a ejercer nuestro derecho a lo inmoral, a lo inseguro, al ejercicio posible de un erotismo libertario. Tenemos que seguir peleando por eso ahora más que nunca, e intentar imaginar, aun con todo en contra, cómo queremos que sea ese futuro donde nuestros cuerpos, al fin, puedan desplegarse en toda su potencia creativa, en todo su placer revolucionario.
Decir que “no estamos solas” parece cómplice con este nuevo orden de las cosas. Estamos solas, sí, agotadas, encerradas, mediadas por pantallas. Pero esto pasará y volveremos a la calle. Así, en un enorme abrazo caracol, volveremos a poner nuestros cuerpos en juego para resistir la instalación de la soledad como norma del bienestar. Será difícil, no hay duda, pero si alguien sabe de resiliencia y resurrección, somos nosotres.