Esta frase del título, invertida, es atribuida al dictador Porfirio Díaz, quien en realidad decía: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Estuve para visitar a mi hijo Miguel en la enorme Ciudad de México (ex DF), luego de no haber vuelto allí en más de 32 años. Les confieso que aún no puedo aquilatar lo que vi… Si 20 años no es nada para Carlos Gardel, mucho menos son para mí 32 años de una ciudad que me sorprendió por su gigantesca e inabarcable belleza.
Dicen mis dos hijos mayores que su madre les contó que, mucho antes de que ellos nacieran, antes de que yo tuviera 30 años, me la pasaba añorando el frío imbancable del invierno montevideano, me pasaba hablando de Los Olimareños y del Sabalero frente a las increíbles playas del Caribe mexicano. Concedo; sería así, pero de algún modo era un conjuro, un modo de sortear y eludir aquel mundo único, mágico e inenarrable que fue el México de aquellas épocas y que es para mí el de siempre: el de ayer, el de hoy y el de mañana. Como decía Ramón López Velarde (México, 1888-1921),
“Suave patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito,
como una niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
Inaccesible al deshonor, floreces;
creeré en ti mientras una mexicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las 6 de la mañana,
y al estrenar su lujo, quede lleno
el país, del aroma del estreno.
Como la sota moza, patria mía,
en piso de metal, vives al día,
de milagros, como la lotería…
Suave patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma
/ opaca,
sobre un garañón y con matraca,
y entre los tiros de la policía…”.
El México al que nunca someterán con muros, ni con Sanborns, ni con Wallmarts. Ese México de la inolvidable película de Luis Buñuel Los olvidados, ese México de gallinas cluecas o de gallinas blancas descendiendo lentamente en el sueño de Pedro, del “Jaibo” pidiéndole un cigarro al tullido de la tabla con ruedecillas.
Y ahora otro poeta también mexicano (Octavio Paz):
“Cae la noche sobre Teotihuacán.
En lo alto de la pirámide los
muchachos fuman marihuana,
suenan guitarras roncas.
¿Qué yerba, qué agua de
vida ha de darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige
al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?
El canto mexicano
estalla en un carajo,
estrella de colores que se apaga,
piedra que nos cierra
las puertas del contacto.
Sabe a tierra envejecida”.
Y cientos de millares de artistas “abarrotados hasta la chingada” como el metro en horas pico, así es México: manantial de comidas, de frutas, de sabores y de saberes, donde todavía quedan sastrerías, heladerías, mercados y pintores de letras. Ese México que parió a José Luis Cuevas, Rufino Tamayo, Francisco Toledo. El México de José Guadalupe Posada, Manuel Manilla, el “Chango” García Cabral, Luis Carreño y todos los moneros que ustedes quieran: Rius, Rocha, “Toño” Salazar, Miguel Covarrubias, el cubano Boligán, Helio Flores, Freyre, Abel Quezada, Rogelio Naranjo, el chileno Pepe Palomo, el yucateco Carlos Dzib, Manuel Ahumada, el “Fisgón”, “Magú”, Vadillo, Helguera, Gabriel Vargas. Los diseñadores Vicente Rojo, Rafael López Castro, el uruguayo Carlos Palleiro; los fotógrafos Gabriel Figueroa, Manuel y Lola Álvarez Bravo, la italiana Tina Modotti, Flor Garduño y Juan Rulfo (escritor y artista visual).
Secreciones líquidas mojan las páginas donde escribo estas líneas sobre México. Esta vez estuve sólo 26 o 27 días allí, no me estresé por todo lo que podría haber visto, viajé en el metro, y en el metro-bus, en los ómnibus y trolleybuses eléctricos y en los “peseros”, atiborrados de mexicanas y mexicanos comunes y corrientes. Miré a los niños en sus juegos, con sus cráneos mexicas inconfundibles, dejé que me confundieran con un argentino, con un paraguayo, dejé que me hablaran durante horas de Suárez y de Cavani en el próximo Mundial de fútbol. Esta vez me animé a comer tacos con “chapulines” (saltamontes) y casi siempre le puse “chile” a mis comidas, tomé mucha cerveza y algo de mezcal (casi nada de tequila), y vi un país complejo, injusto pero orgulloso de su pasado –tan rico, tan variado–, de los nombres de sus volcanes, de la equis (x) orgullosa, de sus variados usos en ese pasado mesoamericano, donde la cultura y el arte llevan más de 3 mil años por esos valles. Y entonces concluí que ningún teñido de pelirrojo y orgulloso de sus carnes fláccidas y blancas, ningún temblor (tenga la escala que tenga), podrá con ellos. Los mexicanos y mexicanas van a seguir allí, en esos valles, zurciendo increíbles telas coloridas, fabricando cientos de miles de artesanías (con insumos chinos), no importa, seguirán hablando y refiriéndose a “la huesuda”, seguirán citando a Mictlantecuhtli, el “dios de los muertos” azteca, como modo único de celebrar la vida. Esa vida tan variada y multifacética que impidió que el soviético Serguei Eisenstein terminara su película sobre el lugar…
Igual quedó como un grito: ¡Que viva México!