Las políticas basadas en evidencia (PBE) buscan que las políticas públicas estén informadas por evidencias fruto de investigaciones rigurosas. En la práctica, esto pasa por incorporar conocimiento en todas las etapas del proceso, desde que se identifica el problema hasta que se formula e implementa una política. Supone también verificar el éxito o el fracaso de acciones en funcionamiento, e incluso llevar a cabo ensayos para evaluar un programa antes de su puesta en marcha.
Las PBE no son nuevas, tomaron impulso en Reino Unido en los años noventa. Aunque históricamente las PBE no han sido la regla, en algunos países más que en otros, se han ido aplicando más en temas de salud y educación y menos en temas ambientales y de cambio climático.
En general, puede decirse que los gobiernos en América Latina se han mostrado más bien reacios a pedirle a la academia asesoramiento en cuestiones de políticas, una tendencia que, aparentemente, se está revirtiendo en muchos países debido a la urgencia de la pandemia. Hay excepciones. Por ejemplo, en Brasil, que no buscó esta aproximación, la covid-19 es ya la primera causa de muerte. En algunas regiones, las más olvidadas, el contagio ya alcanzó a cerca del 75 por ciento de la población. Pero en otros países se han conformado grupos asesores científicos que han asesorado a la clase política y esto ha impactado positivamente en el control de la enfermedad.
En Uruguay, este paso se dio con la conformación del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) y la interfase con el gobierno (Transición Uy). Son evidentes pasos positivos hacia la jerarquización de la ciencia y la tecnología al servicio de las políticas públicas.1 La llegada de una pandemia de la magnitud como la que estamos viviendo ha demostrado que las PBE siguen siendo un enfoque muy poderoso para resolver situaciones críticas y urgentes. La aplicación de PBE en nuestro país ha demostrado ser exitosa en el control y confinamiento de la pandemia de covid-19. Si bien el número de casos ha aumentado abruptamente en estos últimos días, el GACH continúa dando recomendaciones para aplanar la curva basándose en ciencia y evidencia. Con la incorporación reciente del sociólogo Fernando Filgueira, junto con profesionales de sociología, psicología y de la comunicación, se buscará entender por qué una parte de la gente no acata las exhortaciones de distanciamiento y protección de su salud y la de su entorno. El gobierno estableció así con claridad un canal novedoso de participación y comunicación entre la ciencia y los decisores de políticas, acortando la brecha habitual entre estos dos mundos.
La presencia de científicos de prestigio al frente del GACH ha transmitido, además, una gran confianza a la opinión pública. Se utilizó evidencia sólida para proponer medidas específicas para combatir la pandemia de covid-19 y sus efectos en el más corto plazo. Ha sido un tipo de comunicación muy asertiva hacia la opinión pública que se ha apoderado de argumentos científicos, reduciendo el impacto negativo de las noticias falsas o pseudocientíficas de las redes sociales. Con todo esto, llegamos a la conclusión de que la implementación de las PBE necesita de una comunidad científica fuerte y de un gobierno que dé relevancia a las evaluaciones científicas y técnicas, y que asegure que los mecanismos de transferencia de esos conocimientos sean efectivos.
En la planificación de estas PBE, el gobierno había previsto la creación de otros dos canales de asesoramiento, además del GACH, uno enfocado en trabajo y movilidad, y otro en educación y protección social. Esto nunca llegó a concretarse. Desde nuestro punto de vista, el funcionamiento de estos dos otros «GACH» podría haber servido para generar insumos que orienten medidas específicas, con el objetivo de paliar los impactos sociales y económicos de la pandemia en Uruguay. Las consecuencias de la pandemia las estamos notando ahora mismo, en el aumento del desempleo, la pérdida de ingresos de trabajadores informales, el retraso escolar y liceal, la acentuación de la violencia de género, etcétera. Son todas situaciones críticas y urgentes que ameritan ser analizadas científicamente y con rigurosidad de datos, convocando esos dos grupos de expertos que el gobierno había previsto, pero que nunca convocó.
El gobierno, a pesar de la pandemia, avanzó con una ambiciosa agenda para reducir el déficit fiscal y, según datos de octubre de la CEPAL, Uruguay es uno de los países de la región que menos invirtió (1,6 por ciento del PBI) para enfrentar los efectos sociales y económicos de la pandemia, confiando en que la recuperación económica y social se hará principalmente a través de mecanismos del mercado.
Sin embargo, existe evidencia sobre los efectos negativos de largo plazo de una crisis económcia y social. En un informe de la Universidad de la República se analiza una situación comparable poscrisis de la covid-19 con las medidas sociales tomadas en la crisis económica de 2002 en nuestro país.2 En ese momento, el gobierno de Jorge Batlle tomó muy pocas iniciativas para implementar respuestas de contención a la rápida caída de los ingresos y el aumento del desempleo. No se desplegaron programas adicionales de protección social dirigidos a los hogares donde hubiera trabajo informal o desempleo y, como consecuencia de esto, entre 1999 y 2003 la incidencia de la pobreza se duplicó y la desigualdad se agravó, con consecuencias que perduran hasta la actualidad. En aquella ocasión, algunas políticas sociales consideradas como prioritarias por el gobierno (por ejemplo, los programas de alimentación) no se vieron afectadas por los recortes presupuestarios. Sin embargo, no se desarrollaron iniciativas de inclusión social a mayor escala.
Como han demostrado varios estudios sobre crisis económicas en diferentes partes del mundo y en América Latina en particular, la pobreza y la desigualdad pueden aumentar muy rápidamente en situaciones de crisis agudas. Algunas consecuencias son irreversibles: por ejemplo, la malnutrición infantil. La reducción de la pobreza requiere de una urgente, fuerte y sostenida inversión de recursos durante un largo período. A través de una metodología que permite realizar estimaciones tempranas sobre la pobreza, un artículo recién publicado3 calcula que la tasa de pobreza en Uruguay creció del 8,5 al 11,8 por ciento durante el primer trimestre de la pandemia.
Los argumentos anteriores resaltan la urgencia de activar todas las capacidades nacionales para neutralizar los efectos económicos y sociales, que, claramente, van a profundizar las desigualdades preexistentes en la sociedad uruguaya. Es necesario evitar que el peso de la crisis recaiga sobre los sectores más vulnerables, como sucedió en la crisis de 2002.
Atilio Deana es biólogo, responsable de la Unidad de Valorización de la Investigación del Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas.
Lucía Pittaluga es economista, docente del Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República.
1. Pittaluga, L. y Deana, A. (2020), «Evidence-based policies in Uruguay are successful for tackling covid-19», Open Journal of Political Science.
2. De Rosa, M., Lanzilotta, B., Perazzo, I. y Vigorito, A. (2020), Las políticas económicas y sociales frente a la expansión de la pandemia de covid-19: aportes para el debate, Instituto de Economía, Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Universidad de la República.
3. Brum, M. y Da Rosa, M. (2020), «Too little but not too late: nowcasting poverty and cash transfers’ incidence during covid-19’s crisis», World Development. Disponible en: https://doi.org/10.1016/j.worlddev.2020.105227