Este año no habrá Nobel de literatura. No hay quorum para elegir un ganador porque han renunciado a sus bancas algunos integrantes del jurado del premio literario más prestigioso. Lo han hecho por vergüenza, por incomodidad; también, quizás, por presión social. Desde que el movimiento #MeeToo comenzó a destapar los pozos negros del pasado, desde los cuales asomaban olores nauseabundos a miedo, violencia, acoso, silencio, hipocresía, nadie ha quedado totalmente indiferente, nadie, o casi nadie, ha vuelto a hacer oídos sordos a denuncias públicas que comprometen a figuras de prestigio o que ocupan puestos de poder. Si bien esta vez no se trata del productor y magnate Harvey Weinstein, el escándalo sexual ha ingresado, sin trajes de honor, en los pasillos de la Academia Sueca. El fotógrafo Jean-Claude Arnault, esposo de la miembro Katarina Frostenson, ha sido denunciado por 18 mujeres de abusar sexualmente de ellas en el período que va desde 1996 a 2017. El matrimonio se beneficia de una suma de dinero proveniente de la Academia para llevar adelante un club intelectual, además de vivir en un edificio cedido por la institución, por lo que las denuncias, que en un principio parecen involucrar solamente al fotógrafo, terminan por incluir la credibilidad de todo lo que rodea al premio. Y, por eso, este año no habrá Nobel. El descanso será, quizás, un buen escarmiento para aquietar las aguas. Pero esperen, porque hay más. La periodista Alexandra Pascalidou, que venía cubriendo el caso Arnault, tuvo la ingeniosa idea de llamar a la comunidad de lectores y escritores a fundar un premio paralelo al oficial, por este año, para que el mundo no se quede sin la instancia festiva de reconocerle a un artista de las letras su talento, esfuerzo y dedicación por el oficio de escribir. Dio, de ese modo, nacimiento a la “Nueva Academia”. “Al otorgar este premio montamos una protesta. Queremos mostrarle a la gente que el trabajo cultural serio no tiene que darse en un contexto de lenguaje coercitivo, irregularidades o abusos”, declaró la Nueva Academia en su discurso de presentación al mundo. También manifestaba que “hemos fundado la Nueva Academia para recordarle a la gente que la literatura y la cultura en general deberían promover la democracia, la transparencia, la empatía y el respeto, sin privilegios ni arrogancia de prejuicios ni sexismo. En momentos en que los valores humanos están siendo cuestionados cada vez más, la literatura se convierte en una fuerza contraria aún más importante para detener la cultura del silencio y la opresión. La Nueva Academia considera que esto es tan importante que el premio de literatura más importante del mundo debe ser entregado en 2018”. Pero no todo lo que es oro brilla. La periodista, que también es activista por los derechos humanos y ha encabezado movimientos contra el racismo y la discriminación de la mujer, ha sido, a su vez, acusada de plagio y de utilizar escritores fantasmas en la confección de algunos de sus libros. En 2003 se evidenció que ella había copiado extensos fragmentos de un texto escrito por el periodista Daniel Hernández para Los Angeles Times. En 2015, además, fue despedida del periódico Metro luego de que saliera a la luz que ella había hecho pasar por propio un poema que era, en realidad, una traducción de un poema del escritor turco Aziz Nesin.
De acuerdo: no hay que mirar el mensajero, sino el mensaje. Estoy de acuerdo, pero sólo si ese criterio es utilizado para todos, y no sólo para los amigos de las buenas causas. ¿Alguno de los integrantes de la Nueva Academia se ofende o se escandaliza por los errores del pasado cometidos por Pascalidou? Quizás sí, pero los divorcian de la importancia que tiene el emprendimiento de entrega del Nobel alternativo. Sincerémonos: las atrocidades cometidas por el fotógrafo pudieron ser condenadas penalmente (y lo fueron, con dos años de prisión) sin haber tocado ni un poco la credibilidad de la Academia Sueca. ¿Qué hay entonces en el fondo? La propia Nueva Academia lo dice: la vieja Academia tiene gustos muy elitistas y con la nueva forma de premiar la New Academy postuló 47 candidatos, elegidos por libreros y bibliotecarios que han seguido el criterio, tan difuso como al parecer popularmente aceptado, de que los escritores elegidos han sabido “contar una historia de seres humanos en el mundo”. Con este criterio, en apariencia actual y cool, pero en el fondo una mirada estrábica del fenómeno literario, ¿podría haber ganado su premio, como lo hizo en 2011, el ahora fallecido poeta sueco Tomas Tranströmer? Supongo que no. Ni ningún otro poeta, porque el criterio escogido es privativo de la narrativa. Y a las pruebas me remito: los cuatro nombres que decantaron para ganar el premio Nobel alternativo este 12 de octubre son cuatro narradores (o más acotado aún: todos pisan fuerte, sobre todo, en la novela): Neil Gaiman, Haruki Murakami, Kim Thúy, Maryse Condé. Dos hombres y dos mujeres. Un blanco, dos de origen asiático y una mujer negra. La inclusión parece estar en la cima de su perfección, pero… ¡son todos narradores novelistas! La gran paradoja es que queriendo cambiar un sistema de premiación quizás vetusto, no lo niego, proponen otro que, lejos de ser alternativo, o atento a la pluralidad, termina por consagrar lo que en cierta medida ya está consagrado, o va camino a consagrarse un poco de manera espontánea y otro tanto por empujones del mercado editorial. Gaiman y Murakami, por ejemplo, son fenómenos de venta masiva, y no necesitan el estímulo económico del premio para seguir creando. Incluso Murakami ha pedido que quiten su nombre de la nómina y que dejen de especular con él porque quiere estar tranquilo, concentrado en escribir. Y su nueva novela, La muerte del comendador, una especie de homenaje a El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, salió publicada en Japón en el mes de febrero, con un millón de copias vendidas y la aclamación de la crítica local. Pronto la veremos también en nuestras librerías; unos meses como mucho, claro, porque luego caduca ante los empujones mercantiles de los nuevos títulos. Realmente sería un error que, por una crítica válida a una institución que puede y debe mejorar (ya lo venía haciendo por sí sola, pues las premiaciones a Bob Dylan y a Svetlana Alexiévich demuestran que hasta las puertas marmóreas de la institución sueca pueden ser permeables a los cambios de concepciones), cedamos el cien por ciento del poder de legitimizar escritores a la lógica del mercado. Hoy más que nunca, debe renovarse la crítica literaria. Este es un llamado de urgencia para los críticos. Si no empiezan (empezamos) a pensar qué es lo que sucede en el mundo literario actual, si no comenzamos a hacer dialogar la producción literaria del presente con la tradición, poco y nada de intercambio va a haber entre nosotros y el público lector. No queremos que los discursos críticos queden restringidos únicamente al eco apabullante de salones de actos vacíos, ni limitarnos a existir entre los insulsos renglones de un paper. No. Queremos que nuestra opinión sea escuchada y tenida en cuenta a la hora de hacer una nómina de candidatos (de todos los géneros, y fundamentalmente estoy hablando de géneros literarios) que por el valor estético de su obra merezcan ser elegidos y premiados para estimular y facilitar la continuidad de su creación.