Las personas trans son, desde hace dos semanas, reconocidas como víctimas oficiales de la violencia del Estado uruguayo. Con notorio apoyo de algunos movimientos sociales y del oficialismo, pasaron a ocupar –junto a los ex presos y exiliados políticos a raíz de la última dictadura militar– ese escalón particular de la legislación nacional. En los dos casos el Estado reconoció su acción ilegítima contra integrantes de ambos grupos, por razones políticas y de género, respectivamente, durante el pasado reciente. Y en los dos momentos dispuso reparaciones de distinta índole para componer el daño.1 Objetivamente, ambos procesos fueron fundamentados. Luego de la fiebre, sin embargo, esfumado el clima de fiesta, los discursos encendidos y el humo de colores, hay sobre la mesa un hecho político e histórico por demás sugerente.
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La ley integral para personas trans involucra dos aspectos. Por un lado, establece una gama de “acciones afirmativas” que buscan revertir la postergación social y económica de este sector de la población. Por otro, instituye un régimen de reparación económica destinado a quienes padecieron la violencia de los agentes estatales. Con relación al primer aspecto, se disponen medidas en las áreas de identidad, empleo, educación, salud y vivienda.
En líneas generales, nada distingue la argumentación a favor de la ley aprobada de los fundamentos de cualquier reforma política que abreve en los principios elementales de la socialdemocracia, tendientes a la equidad en favor de los sectores más desfavorecidos. Por lo demás (con la salvedad de la crispación religiosa), poco y nada distinguió a los contraargumentos vertidos contra este aspecto de la ley de las clásicas detracciones contra las políticas estatales de bienestar social en general (el contribuyente indignado, la desazón liberal, el desahogo de quienes –presos de necesidades más o menos similares– permanecen al margen de los beneficios, etcétera).
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El régimen reparatorio económico, en tanto, es particular. No es estrictamente identitario, es decir: no es un auxilio estatal correspondiente a todas las personas trans por el hecho exclusivo de que se autoperciban o expresen el género en disidencia con el arquetipo masculino/femenino. Mucho menos responde a lo que Adriana Petryna o Nikolas Rose conciben como “ciudadanía biológica”: el proceso de consecución de derechos a través de la certificación de características específicas –casi siempre inhabilitantes– desde el punto de vista biomédico, a causa de un episodio extraordinario. Se diferencia también de otras prestaciones vinculadas explícitamente a particularidades socioeconómicas o etarias de una población determinada, como la asistencia o pensión a la vejez, la Tarjeta Uruguay Social, los beneficios del Inda, etcétera.
En concreto, está destinado a las personas trans nacidas antes del 31 de diciembre de 1975 que acrediten haber sido víctimas de prácticas de violencia institucional cometidas por –o bajo consentimiento de– agentes del Estado, a causa de su identidad de género. Si bien se mira, no es directamente que “el cuerpo es el que da derechos” (Didier Fassin lo llama “biolegitimidad”). Se trata, más bien, de una disposición de carácter biográfico y político, a la par, únicamente, de las leyes reparatorias destinadas a resarcir a los ex presos y exiliados políticos afectados por la última dictadura cívico-militar. Distinguibles, ambas, de prestaciones económicas otorgadas a las personas que fueron víctimas de delitos violentos,2 en el entendido de que en aquellos casos es el Estado quien está en el banquillo de los acusados.
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Queriéndolo o no, la “ley trans” acaba de abrir una grieta.
Al margen de las leyes destinadas a reparar a los ex presos y exiliados políticos, es la primera vez que, a este nivel, se asume la responsabilidad estatal de acciones ilegítimas contra la población y se emprenden caminos de reparación. Incluso, en los hechos, puede que sea la primera vez que el Estado uruguayo, mediante una ley reparatoria, haya asumido que actuó ilegítimamente durante el período democrático, pues la norma admite que se presenten denuncias posteriores a 1985.
Las leyes no son el espejo de la realidad social, aunque en ocasiones funcionan como el termómetro de ciertos procesos que se juegan en otros niveles. En este caso la ley podría interpretarse históricamente como un signo de asimilación social de que la violencia estatal no juega sólo en la cancha de los afectados por motivos políticos, lo cual es un buen comienzo.
No obstante, algo de la memoria social acerca de la violencia de Estado en los últimos tiempos en Uruguay está en juego, desde el momento en que, por ejemplo, la campaña por la aprobación de la ley –catapultada políticamente por el Mides y organizaciones sociales afines– estuvo plagada de una retórica cuantitativa de la vulnerabilidad social, que afirmaba que las personas trans “conforman una realidad en sí misma diferente a cualquier otra”,3 o que directamente “son la población más vulnerada del país” y “no hay dudas sobre eso”.4 No es extraño, bajo esa perspectiva, que aceche (otra vez) una narrativa de la violencia estatal que acabe por convertir a la condición de víctima no sólo en la contracara de la ciudadanía contemporánea –como argumenta Gabriel Gatti5–, sino en una suerte de título nobiliario.
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¿Los jóvenes del ex Sistema de Responsabilidad Civil Adolescente (Sirpa) seguirán peregrinando por los tribunales civiles en busca de reparaciones por haber sido torturados sistemáticamente en los centros de detención? ¿Los abogados del Estado seguirán –como en los últimos años– negando lo ocurrido, con el único fin de abatir los montos de las indemnizaciones? ¿Qué comisión parlamentaria contará los muertos comunes del sistema penitenciario uruguayo? ¿Quién coloca la marca de la memoria en la cárcel de Rocha? ¿Alguien recuperará las denuncias de las ejecuciones extrajudiciales en el Comcar? ¿Qué rubro presupuestal paga el saldo de las incursiones policiales en la periferia? ¿Qué color para la pañoleta por los locos comidos por los perros? ¿Quién paga el pato de los niños y niñas en las clínicas tercerizadas por el Inau? En definitiva: ¿cuánto resiste la coherencia de los que abrieron la grieta?
Claro que en el centro de todo este asunto no está la ley, sino el debate público acerca de los alcances de la violencia estatal en la actualidad y sus efectos cotidianos en la vida política. Y en este sentido –al margen de las “políticas de derechos”– la institucionalización de relatos históricos de los derechos humanos tiene efectos sociales concretos. La producción incesante de vidas matables o descartables –al decir de Fassin6– es un problema de actualidad apremiante en todo el mundo. Y no es una taxonomía lo que se espera.
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Es cierto: la historia inmediata quema. Más que la historia reciente.
A la vez, sabido es que una ley reparatoria no hace mella en las prácticas repudiables que la desencadenan: la dinámica social es, en gran medida, impermeable a los actos declarativos del derecho. Una ley tampoco es sinónimo de justicia ni referencia de la veracidad histórica. Las causas y sus frentes, por otra parte, tienen relojes y banderas propias. Y el Estado es una lucha de fuerzas que abunda en señales contradictorias: el país puede amanecer con una ley de vanguardia a nivel mundial o con ratas en el plato de los presos.
Sin embargo, no se trata de alegar por una membresía en favor del ingreso de los excluidos totales al gran mundo institucional de los afectados por la violencia estatal –con sus escalafones, sus burocracias y sus recompensas al final del camino–, sino de la construcción, cotidiana y trabajosa, de la memoria social sin víctimas con oropeles.
Por lo demás, el principio de realidad indica que el hecho de que el Estado reconozca y repare al tendal de víctimas que viene dejando por el camino –al menos desde 1985– sería políticamente inconveniente para todos los partidos con representación parlamentaria (además de presupuestalmente inviable). Es decir: perfectamente imposible. El mero planteo de esa moción sonrojaría a cualquiera de los legisladores que levantaron la mano para votar la ley del pañuelo amarillo.
- Las leyes reparatorias destinadas a ex presos y exiliados políticos tienen una larga historia, que va desde la transición democrática hasta los primeros gobiernos del FA. Un documento de la Inddhh (“Informe sobre leyes reparatorias y exclusiones derivadas de su implementación”), de enero de este año, refiere a sus distintos vaivenes.
- 2. Ley 19.039.
- Proyecto original (de 2017) de ley integral para personas trans.
- “¿Qué plantea el proyecto integral para personas trans?”, de Denisse Legrand, en La Diaria, abril de 2018.
- Un mundo de víctimas, de Gabriel Gatti. Editorial Antrophos. 2017.
- 6. Por una repolitización del mundo, de Didier Fassin. Siglo XXI, 2018. (Postura similar a la sostenida por autores como Judith Butler, Zygmunt Bauman y Giorgio Agamben.)