Tras el Encuentro Internacional Antipunitivista y Abolicionista Penal Justicias Alternativas1, que tuvo lugar en Buenos Aires a fines de noviembre, en plena previa a la asunción del gobierno de Javier Milei en Argentina, el colectivo vino a Uruguay a participar de «Puentear Jornadas adentro-afuera. Cruces entre cárcel y activismos culturales»2, que surgió del diálogo entre colectivos que vienen pensando y activando prácticas antipunitivistas.
—¿Qué es Yo No Fui [YNF] y qué prácticas vienen sosteniendo en este recorrido de ya más de 20 años?
—Nuestro trabajo tiene que ver con la relación entre el adentro y el afuera de la cárcel, pensando proyectos para las personas que están privadas de libertad, mujeres y personas de la comunidad LGTBIQNB+, y también en el afuera, porque hay una circularidad de violencias entre ese adentro y ese afuera. No es posible pensar la cárcel sin ponerla en relación con esas violencias y esas vidas. Acompañamos trayectorias, no un contexto determinado. Nuestro fuerte son los talleres, que son espacios de formación política en artes y oficios. Hemos creado una cooperativa de trabajo, hace varios años, que tiene distintas unidades productivas: textil, encuadernación gráfica, serigrafía, edición de libros y ahora una nueva de estética y cuidados colectivos a la que llamamos bell (por Bell Hooks): toda belleza es política. Las vidas que pasan por el colectivo siempre se su-bestimaron, sus saberes nunca valieron para nada. Para salir a robar tenés que estar pillo; ¿qué hacemos con este saber?, ¿cómo nos lo reapropiamos como parte de nuestra sabiduría colectiva?
Tenemos un área de segundeo y un área de salud mental, que creció mucho después de la pandemia y a la que le estamos poniendo mucha energía porque es una necesidad imperiosa: en el último tiempo nos venimos pensando como un colectivo de salud mental. Durante los 21 años tuvimos etapas de mucho trabajo hacia el interior del colectivo, porque teníamos que entender qué era todo ese mejunje que somos, sin certezas ni grandes verdades, pero definiendo lo que sí queremos desplegar y lo que queremos decir: que la cárcel no tiene que existir, que hay que repensar la naturalidad de las cárceles en nuestras vidas cotidianas. Las cárceles están pobladas por ciertos colores de piel y no por otros, por ciertas trayectorias y no por otras, porque el 65 por ciento de las personas que están privadas de libertad en Argentina no terminaron la primaria y más del 70 por ciento no tenían trabajo formal antes de entrar a la cárcel: estadísticas concretas que arrojan la certeza de que la cárcel no sirve para nada.
—¿Qué es esta práctica a la que llaman segundeo?
—Fue y es un proceso que atraviesa todo el colectivo: los talleres, la cooperativa, todo lo que hacemos. No es que el segundeo sea solo un área tipo «hacé vos el segundeo que yo estoy en otra cosa». Hay algo de componer una vida, de la reciprocidad. Tiene que ver con que no hay concesiones: es una reflexión sobre tu práctica, sobre cómo las prácticas de une afectan y ponen en riesgo a todes. Es poder decirnos «la cagaste» y poder recibir, escuchar, tomar eso. Es evitar individualizar los conflictos, entenderlos como parte del entramado, que no nos dé lo mismo. En Argentina segundeo es una palabra callejera, entonces todos nuestros compañeros la tienen a mano, nos saca del lenguaje institucional. El segundeo es resolver mediante la reciprocidad, resolver entre nosotres la vida. No es que somos una ventanilla donde golpear la puerta, es acompañarnos y ver qué podemos pensar y resolver juntes. También es fundamental el tejido hacia los costados, con otros colectivos.
—¿Cómo es la relación entre identificar problemáticas y darles visibilidad, pero también imaginar y crear espacios y formas alternativas de justicia?
—Una a veces tiene la idea de que un colectivo es una cosa preexistente y que después van a aparecer conflictos y hay que ver cómo se resuelven. A mí me parece que, en realidad, un colectivo no es hasta que no transita todo eso, y en todo caso es colectivo gracias a toda esa dificultad, a todas esas situaciones que por momentos nos desbordan, es el ejercicio de atravesarlas juntes. El colectivo se arma en el hacer y ante las cosas. Lo mismo para desandar algunos conflictos, construir las justicias alternativas o el reconocimiento de nuestras prácticas.
Son muchas las organizaciones dedicadas a resolver situaciones de violencia, de conflicto, no somos los únicos que hacemos esto. Creemos que un ejercicio político es reconocer esas prácticas, nombrarlas y darles la entidad de prácticas de justicias alternativas. Entonces, hablar de justicias alternativas no es un concepto previo al que después le tuvimos que salir a poner imágenes, sino que son imágenes y prácticas que ya existen. Lo que nos interpela es encontrar palabras para nombrarlas.
Hace unos seis años hubo en el colectivo una situación de violencia muy fuerte. Era 2017, la época más del feminismo «hermana, sí te creo», y era entre una piba que estaba dentro del colectivo y un pibe que no. Se armó una cuadrilla de pibas y lo fueron a moler a palos. El año pasado volvió a pasar una secuencia parecida y se resolvió de otro modo. Las pibas la fueron a rescatar del pibe, y ellas mismas decían: «Hace cinco años lo hubiésemos reventado a palos, y ahora estamos acá buscando otra estrategia. Porque cuando vos lo reventás, después la piba vuelve a la casa y se come el garrón sola, por ella y por sus amigas».
Además, tener un colectivo es estar en relación con el conflicto. Nos vemos mucho, todos los días, y tenemos conflictos interpersonales constantemente. Algo que salió del encuentro es que respiramos conflicto, y también resolvemos conflictos todos los días. Sin embargo, las instituciones especializadas nos han expropiado su gestión, entonces no sabemos tramitarlos, es como si tuviéramos que volver a aprender a caminar. A veces, las compañeras que recién salen de los penales vienen muy ATR [a todo ritmo] con las conductas de adentro, que se van instalando porque es como un patrón, y lo digo porque a mí me ha tocado desarmarlas, sigo en este proceso. Entonces, hay que poder mirar más allá y ver que la compañera viene de un sistema de mierda, que la cárcel la atravesó, que viene rota, cagada a palos por la yuta, que viene verdugueada por otras compañeras… La piba necesita un abrazo, en ese berretín está pidiendo ayuda, en ese enojo necesita contención, porque nosotras cuando salimos del penal no tenemos dónde o con quiénes hablar de la cárcel. Yo he salido y tuve el privilegio de haberme encontrado con una red, con un colectivo, porque no todos salen con eso. Las pibas salen y tienen que enfrentar un montón de conflictos. Hay pibas que, por ejemplo, la mayor libertad que sintieron en su vida fue en el engome3. Me ha pasado a mí; yo revoqué mi libertad dos veces, podía tener libertad condicional y no quería. He tenido que desarmar eso de que la cárcel es mi casa, porque era lo que sentía estando ahí adentro.
Ahí está la relación con lo de la salud mental. La cárcel es tan traumática y está tan estigmatizada… Nosotros decimos que las cárceles son centros de tortura contemporáneos legalizados, y hay una relación con el habla y con el silencio, con lo no dicho, que opera de manera muy fuerte. Sucede como en la dictadura, que la gente que pasó por los centros de tortura tardó años en hablar, tanto es el trauma, tan pocos los espacios donde poder hablar. En YNF eso dio paso a poder hablar de los daños que provocamos sin estarnos señalando, sino para poder decidir qué hacemos con eso. Todos somos un poco responsables en esta capacidad y posibilidad de dar una respuesta.
Claro, nos sentimos incómodes cuando una compañera dice «che, yo maté a alguien, o violé, o robé, y lo volvería a hacer y no me arrepiento». No es que eso no nos resuena y no importa, vamos con el antipunitivismo, y eso es una incomodidad. A mí personalmente no me cabe escuchar eso, no me hace bien y no me parece, creo que hay que pensar y revisar los daños que generamos, porque estamos hablando de cómo se construye una comunidad sin daños.
—¿Qué desafíos encuentran para las prácticas antipunitivas en un contexto político como el que están viviendo en Argentina?
—A partir de 2001 hay un imaginario argentino que supone que siempre se viene el estallido, es como un anhelo del progresismo. Pero para nosotres, el estallido ya llegó. No es el estallido del imaginario de 2001, pero nuestras vidas ya están estalladas, hay una sobrecarga de punitivismo, se gobierna a través del miedo, de una moral completamente securitista. Nosotres tenemos que ver cómo intervenir dentro de toda esta esfera. Por ejemplo, en 2021 se decretó el Plan de Infraestructura Penitenciaria más grande de toda la historia argentina, con 12 cárceles nuevas: una decisión política de un gobierno progresista. Para nosotros fue un puñal, porque veníamos de años de macrismo, con una vara muy crecida de personas encerradas y de repente viene un gobierno progresista, desaloja una de las tomas más importantes del último año y, al mismo tiempo, expropia tierra para construir nuevas cárceles. La ley de criminalización de la protesta social, o sea, la herramienta institucional para reprimir la protesta social, salió durante el kirchnerismo. Hay un progresismo muy moralizante, que te victimiza o te ubica en un lugar de que no te quedó otra, pero no puede aceptar que una, que estuvo en cana, sea una activista y no diga «soy víctima», sino que se pare desde sus potencias.
—Una cosa es reconocer el deseo de castigo enunciado desde el sistema político y estatal y otra es verlo en sujetos vulnerables a ese punitivismo. ¿Qué estrategias vienen encontrando para trabajar con relación a ese micropunitivismo, ese punitivismo de a pie?
—Venimos insistiendo en abrir estas discusiones, sacarlas del plano de los especialistas o de la lengua especializada de la lengua jurídica. Hacer de esto un tema de agenda más amplio, para que pueda ser discutido y pensado por toda la sociedad bajo la premisa de que la cárcel es una institución que avalamos, sostenemos y reproducimos socialmente todos, por lo que estamos obligados a pensarla. El problema es cómo sacar esa discusión del plano del activismo anticarcelario y llevarla a un plano masivo.
Nos damos cuenta de que el lenguaje que hay para el conflicto es muy reducido: cuando tenemos que hablar de los conflictos se dice quién es el responsable, quién pide perdón, cómo se juzga. Es lo que provoca el lenguaje judicial, un lenguaje al cual no tenemos acceso, que solo puede ser narrado por especialistas y que, a la vez, coloniza la lengua e imaginación para afrontar los conflictos. Quisimos, en el encuentro, inaugurar la biblioteca anticarcelaria, darnos cuenta de cómo es esa genealogía, porque en el sur global o sudaka hay muy poco espacio para estas discusiones, y necesitamos volverlas colectivas. A la vez, hay que reconstruir interlocuciones con otras lenguas que, desde sus prácticas, también vienen merodeando el tema del punitivismo sin tal vez nombrarlo de ese modo, porque el abolicionismo penal y el antipunitivismo son algo mucho más amplio que la práctica de una organización que milita en la cárcel. Te ponés en relación con la pregunta y aparecen un montón de imágenes para pensar el antipunitivismo en un sentido amplio, como forma de vivir, de relacionarnos: como forma de construir.
* Juana Urruzola, Florencia Anzalone y Lucía Naser son integrantes del colectivo Fugas.
1. Información disponible aquí.
2. Actividad organizada por Fugas, el colectivo Yo No Fui (Argentina) y el Espacio de Formación Integral – Prácticas Lúdicas y Artísticas (EFI-PLA) de la Universidad de la República en la Unidad 6 de Punta de Rieles.
3. El engome es una expresión que alude, en general, al encierro de un preso en un lugar especial dentro del penal.