Apenas detuve el auto me pareció entrar en una película de los años cuarenta, menos sugestionado por el parque de casuarinas, las plantas, los bancos de plaza, que por la vieja piscina con las sombrillas amarillas y rotas, y el sol otoñal que las iluminaba como el foco de un set escondido entre las islas. La recepción del parador estaba integrada a una cantina con grandes ventanales sobre el río y en la planta alta las 14 habitaciones se distribuían a los lados de un pasillo alfombrado que exhibía los bordes deshilachados y zonas desteñidas. Todo tenía el mismo aire añoso y embriagador. No el de la melancolía por el esplendor perdido; el hotel había sido concebido con modestia en un lugar privilegiado y eso mismo respiraba donde posara los ojos: la cama y el ropero, las mesas de luz y las celosías de un balcón que se extendía a lo largo como la borda de un barco detenido, el Uruguay por debajo, enfrente las islas y más allá, dilatada y sin freno, la pampa líquida del Río de la Plata.
Regresé varias veces al mirador de Punta Gorda donde quedan los restos de una fortificación que construyó Oribe y un monolito recuerda que muy cerca los indios se comieron a Solís. La geografía es una suma de historias que se borran y superponen. Contemplarla “es como dar ojos a un ciego” dijo Charles Darwin, que anduvo allí con el Beagle, en 1833, y construyó una escalera de caracol para estudiar los fósiles de sus barrancas. En sus pendientes viven una decena de pescadores con sus familias, en condiciones normales el río deja una delgada playa de arena y los grandes buques pasan tan cerca que producen el asombro de una alucinación.
Hablo del quilómetro cero del Río de la Plata. Del cabo de Punta Gorda se extiende la línea imaginaria que cruza las islas hasta Buenos Aires y marca el nacimiento del río, el desahogo final del Paraná y el Uruguay en su extenso recorrido desde sus nacientes en Brasil. La generosa indiferencia del paisaje no avisa que el delta crece 30 metros lineales por año y justifica que, a diferencia de la mayoría de los ríos, el Uruguay sea más ancho en su cauce que en su desembocadura. Desde el parque del mirador puede verse la extensión de la Juncal, donde Guillermo Brown hundió tres buques portugueses y apresó otros 12 en febrero de 1827. Que una treintena de barcos combatiesen en su espesura pide un esfuerzo de imaginación. La isla da nombre a la calle porteña que recuerda la victoria del irlandés, y el que convirtió a la Juncal en una isla uruguaya fue otro inmigrante, llegado del lago Di Como, en Lombardía. A fines del siglo XIX Enrique Lafranconi se instaló con una negra liberta de la ciudad de Salto, María Concepción Sosa Lago, y a fuerza de plantar y afirmar la tierra consiguieron que el juncal sumara sedimentos arrastrados por el río. Entonces era una lengua de tierra con un ceibo, y la última medición que conozco es de 1969: tenía más de 550 hectáreas. Ahí reinó una de las hijas de Enrique y María, Julia Lafranconi, que manejó el gran contrabando entre Argentina y Uruguay durante gran parte del siglo XX. Sus historias y leyendas recuerdan que el tráfico clandestino de mercaderías y personas entre los dos países, desde los orígenes del virreinato se realiza por el incontrolable delta.
Una vieja carpeta de bitumen lleva al mirador desde el pueblo de Nueva Palmira y también desde un desvío de la ruta 21 que lo une con Carmelo. A los lados, poco antes de llegar, pueden verse grandes chalés, en su mayoría de argentinos que encontraron un refugio al estrés de Buenos Aires. Sobre la mano izquierda, la laguna Solís nuclea muchas casas en medio de un bosque de eucaliptos y suelos arenosos. Durante varios años ahí vivieron el periodista Hernán López Echagüe y su familia, después de que una patota le rompiera los huesos en respuesta a su denuncia de una red mafiosa liderada por Eduardo Duhalde. Es una laguna de poca profundidad, no muy extensa, y por hallarse al otro lado de la barranca, escondida en su intimidad.
El parador cerró en los años noventa, pero el gobierno de Tabaré Vázquez lo adjudicó al Pit-Cnt en 2013, y reciclado a nuevo con una inversión de más de 300 mil dólares demora las terminaciones que le permitan inaugurar su nueva colonia de vacaciones. Ha perdido parte del encanto ligeramente vetusto del pasado y ganado en comodidad, pero desde el verano pasado la piscina es de uso público, como las tres hectáreas del parque que avanza, elevado, sobre el horizonte de agua y cielo.
En un radio de 20 quilómetros la zona concentra tantas historias que parece bendecida por la imaginación. Del origen virreinal queda el casco de la estancia Narbona, ahora en reparación, en un paraje cercano al Arroyo de las Víboras. Está en ruinas –data de mediados del siglo XVIII y los tirantes del techo son de madera de palmera–, pero sobrevive el fogón con dos literas de piedra a cada lado para que los esclavos mantuvieran encendido el fuego, la capilla familiar y, entre otras habitaciones, la cámara de los negros, ubicada sobre una cisterna de agua que corría por debajo, para evitar túneles y fugas. María Julia, su gentil cuidadora, recibe a diario a los turistas que se acercan.
Entonces los peones agrupaban sus ranchos más al norte del Arroyo de las Víboras, pero en 1816 Artigas arrastró a muchos de los pobladores a la fundación de Carmelo, que dibujó de su puño y letra junto al Arroyo de las Vacas, después de expropiarle las tierras al español Melchor Albín. Durante años el puerto de Carmelo abasteció de piedras a las calles de Buenos Aires. Detrás de su centenario puente giratorio, de tracción manual por sistema de poleas, hierro y cemento, hay diques para la reparación de embarcaciones, y los muelles junto a playa Seré reciben las lanchas de pasajeros que llegan del Tigre y muchos yates y veleros que cruzan los fines de semana desde la orilla argentina. En las inmediaciones sobrevive en pie una portentosa iglesia jesuítica, los restos de dos hornos de cal y los cimientos de la Calera de las Huérfanas, que en 1767 administraron los padres del general José de San Martín para abastecer al Colegio de Niñas Huérfanas de Buenos Aires. Ahí nacieron sus tres hermanos mayores, María Elena, Manuel Tadeo y Juan Fermín, y a poco de visitar el paraje puede uno hacerse una idea, que hoy parece demencial, del esfuerzo humano hace dos siglos.
Los pobladores de las Víboras que no siguieron a Artigas, en octubre de 1831 fueron llevados por el sacerdote Torres Leiva a la receptoría de Higueritas, pocos quilómetros más al norte sobre el río Uruguay. Si Artigas había fundado su pueblo con un nombre bíblico, al suyo le pusieron Nueva Palmira. Desde entonces el trazado de las calles les permite compartir el sol, a distintas horas del día, en todas las veredas, y proliferan los signos de la masonería en varios edificios. Uruguay no tiene un puerto mejor protegido de los vientos ni más profundo, y en la última década ha tenido un crecimiento exponencial. Grandes galpones y silos surgieron alrededor de los muelles de celulosa y de cargas generales. Es el segundo puerto del país, exporta la mayoría de los granos que produce Uruguay y los que traen las barcazas paraguayas que bajan del Paraná, con notorio celo de las autoridades argentinas, que han intentado toda clase de trabas a su desarrollo.
El puerto deportivo y el muelle de madera, el viejo molino harinero del Arroyo de las Víboras, los viñedos y el balneario Brisas, con sus largas playas favorecidas por la sombra de los árboles, forman parte de la densa trama de la costa, con sus pescadores, cazadores y contrabandistas. Hace unos años tuve el privilegio de conversar con un pirata que descubrió su vocación de bandido en la niñez, mientras leía Huckleberry Finn y La isla del tesoro. “Comprendí que la escuela no era para mí”, me dijo. Asaltaban los barcos que salían de la Zona Franca de Palmira con bandera paraguaya, pero en vez de remontar el Paraná hacia Asunción descargaban en los puertos porteños, de modo que no podían denunciar el robo de su tráfico clandestino.
Es paradójico que en el nacimiento del Río de la Plata, a dos horas de lancha desde Buenos Aires y un poco más por carretera desde Montevideo, se preserve un mundo autónomo y salvaje, al margen del turismo argentino que frecuenta el departamento de Colonia con más asiduidad que los uruguayos. Han comprado la mayoría de las tierras sobre la costa, elevado los precios y estimulado a las autoridades del departamento a esmerar la cartelería turística y los accesos a los puntos de interés. Nueva Palmira, Carmelo, Conchillas y Colonia concentran una fluida zona de contacto con Buenos Aires. El rincón más escondido y bello es el mirador de Punta Gorda. El punto cero de las viejas historias que precedieron la formación de Uruguay.
Carlos María Dominguez nació en Buenos Aires en 1955. Desde 1989 reside en Montevideo y ha adoptado la ciudadanía uruguaya. Fue director de la revista Crisis, jefe de redacción del semanario Brecha, editor de las páginas literarias del semanario Búsqueda y es colaborador asiduo de El País Cultural y Brecha. Autor de una veintena de títulos, entre novelas, biografías, libros de crónicas, obras de teatro y un tomo de cuentos. Entre ellos se destaca: La mujer hablada (premio Bartolomé Hidalgo), Tres muescas en mi carabina (premio Juan Carlos Onetti), La casa de papel (premio Lolita Rubial y de los Jóvenes Lectores de Viena, traducida a más de 25 idiomas), Escritos en el agua (Premio Nacional del Mec), La costa ciega, La breve muerte de Waldemar Hansen, Construcción de la noche, El bastardo, Tola Invernizzi, 24 ilusiones por segundo. La historia de Cinemateca Uruguaya y Mares baldíos. Varias de sus novelas han sido traducidas a distintas lenguas. En 2013 recibió la beca Justino Zavala Muniz, otorgada por la Dirección Nacional de Cultura.