A 50 años de la matanza del Seccional 20 del Partido Comunista de Uruguay (PCU), no es una exageración decir que estamos ante el crimen más silenciado e impune de nuestra historia reciente. Los hechos ocurrieron así: la madrugada del 17 de abril de 1972 el Ejército y la Policía rodearon el local partidario de la avenida Agraciada y Valentín Gómez, en el Paso Molino, obligaron a salir a los militantes que estaban allí y los fusilaron cuando se asomaron a la puerta o lograron salir a la calle. Siete murieron desangrados o rematados cuando clareaba el día. Otro murió 11 días después en el Hospital Militar. Tres sobrevivieron. En el operativo también hirieron a un joven capitán del Ejército, que agonizó dos años con muerte cerebral. La violencia contra la 20 alcanzó a todo el barrio. Vehículos militares cercaron la zona, hombres uniformados y de civil armados a guerra se apostaron en las azoteas de la calles linderas y en el fondo del local. Pasada la medianoche, se apagaron las luces de Agraciada, se escucharon sirenas estridentes y comenzó un tiroteo que duró horas. La operación siguió hasta el mediodía siguiente. El barrio quedó bloqueado. A nadie se le permitió salir de la casa, ni siquiera para ir al trabajo. En la mañana trasladaron los cadáveres a la comisaría 18, en la calle Félix Olmedo, donde quedaron apilados, tapados con una lona. Mientras tanto, en los alrededores, seguían los allanamientos y las detenciones.
La operación de ocultamiento y falseamiento de los hechos empezó el día de la masacre y ha impedido hasta el presente conocer en detalle lo que pasó y juzgar a los responsables penales del asesinato colectivo. En efecto, las pruebas se fueron borrando y ya casi no quedan protagonistas ni agonistas vivos. No se sabe cómo se organizó el operativo, quiénes participaron en él, de dónde partió la orden de matar ni cómo hirieron al capitán Wilfredo Busconi. Tampoco se ha profundizado en la responsabilidad política del crimen. El Parlamento de la época no quiso investigar. Los legisladores del Frente Amplio propusieron que se formara una comisión investigadora en la Cámara de Senadores. La convocaron en nueve oportunidades y en todas hubo que levantar la sesión por falta de cuórum. La vuelta a la democracia tampoco suscitó interés en el tema. Se constituyeron comisiones parlamentarias para investigar el secuestro y la desaparición de personas, el asesinato de Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini, y la muerte por envenenamiento de Cecilia Fontana de Heber, pero los asesinatos de la 20 quedaron en el olvido.
La masacre forma parte del ciclo de muerte de una fecha hito, el 14 de abril, en la violencia política que precedió al golpe de Estado. Sin embargo, en todas las evocaciones queda fuera de la breve e intensa secuencia cronológica de aquel fin de semana trágico, que parece resumirse a una lógica contable de muertos por acción y reacción. En la acción están los asesinatos por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros de cuatro acusados de integrar el Escuadrón de la Muerte; en la reacción, los ocho militantes tupamaros asesinados ese día. Los hechos del Paso Molino han quedado fuera porque habitualmente se remarca la violencia que llevó a la aprobación del estado de guerra interno y esta matanza fue la primera consecuencia de esa declaración. La madrugada del 15 de abril, tras 24 horas de tenso debate, el Parlamento aprobó las medidas de excepción pedidas por el Poder Ejecutivo. En la ocasión, el senador Michelini anunció lo que iba a venir: «En estos días en el país va a haber un baño de sangre. Nadie se llame a engaño». Así fue.
En esos oscuros días también ocurrieron dos acciones simbólicas destinadas a durar en el tiempo. Por un lado, el gobierno convirtió a los acusados de integrar el Escuadrón de la Muerte en mártires nacionales. El presidente de la república de aquel entonces, Juan María Bordaberry, llamó a la ciudadanía por cadena de radio y televisión a asistir al entierro de Armando Acosta y Lara y al de los militares y los policías asesinados. Por otro, el entonces ministro de Educación y Cultura, Julio María Sanguinetti, los despidió como «uruguayos caídos en el más glorioso de los deberes: el de servir a la patria». Así se sentaron las bases de la que iba a ser la conmemoración más sentida de la dictadura, el Día de los Caídos en la Lucha contra la Sedición.
En forma simultánea, el Poder Ejecutivo situó a los obreros comunistas asesinados en la 20 en el campo de la subversión. La tarde misma de la matanza, la Oficina de Prensa de las Fuerzas Conjuntas emitió un comunicado que fraguaba los hechos: los trabajadores habían recibido a balazos a las fuerzas del orden y habían caído en un enfrentamiento. Un mes más tarde, sin que mediara una investigación parlamentaria ni una investigación de la justicia civil o militar, el Poder Ejecutivo los incluyó en la nómina de los subversivos caídos. «En estos 18 muertos están incluidos los ocho muertos del club comunista de la calle Agraciada. Y los incluimos porque esos hombres enfrentaron la acción del Ejército con armas en la mano», dijo el ministro de Defensa Nacional, el general Enrique Olegario Magnani, cuando concurrió al Parlamento para pedir la prórroga del estado de guerra interno, esta vez sin plazo de vencimiento. Desde ese momento hasta la fecha no ha habido un acto público de reparación por parte del Estado para quienes fueron asesinados y calumniados.
Además de atroces, por la alevosía y la crueldad con que se mató y se dejó morir, los asesinatos de la 20 constituyen el más vil ataque a una colectividad política que registra la historia del país. Conviene recordar que el PCU era un partido legal que había cumplido más de medio siglo de vida en Uruguay, que tenía una gran influencia en la vida cultural y en los sindicatos, y que contaba con dirigentes de proyección internacional, como Rodney Arismendi, en ese entonces uno de los legisladores con más experiencia de todo el Parlamento. De manera inversamente proporcional a la magnitud del crimen, poco hemos logrado como sociedad para reparar el daño, tanto material como simbólicamente. Una de las formas más elementales de la reparación es el conocimiento de la verdad y solo hemos logrado aproximaciones a lo sucedido. La Justicia tardó en actuar y, cuando lo hizo, solo consagró la impunidad. En 2001 los familiares de los muertos presentaron una denuncia en la Justicia ordinaria. El juez Rolando Vomero archivó la causa a pedido del fiscal Enrique Moller, con el argumento de que el operativo había sido ordenado por Magnani y que, como este había muerto, ya no había responsabilidad penal.
En enero de 2014 el Ministerio de Educación y Cultura declaró monumento histórico la casa de Agraciada 3715, donde aún funciona el seccional comunista. Unos años antes, en mayo de 2001, la Junta Departamental de Montevideo resolvió llamar Ocho Mártires del Seccional 20 del Partido Comunista Uruguayo una plazoleta que está cerca de la casa, en la esquina de Agraciada y Pedro Lozano. Esos reconocimientos se suman a los actos que cada año hacen los comunistas para recordar a los muertos Luis Alberto Mendiola, José Abreu, Ricardo González, Ruben López, Elman Fernández, Raúl Gancio, Justo Sena y Héctor Cervelli, que aún esperan justicia y la rehabilitación de su memoria.