Yo tenía un tío que era rico y vivía en Ponta del Este. Una vez al año, él voltava para Artigas. Venía con su mujer. Se quedaban en un hotel porque mi tío ya se había desacostumbrado a dormir en el piso. La mujer traía su perrita, la Loly, una cusquita lanudienta, blanquita, como esas que ladran en las novela. Pero como en Artigas, ainda no había hotel para perro, ellos dejaban la cusca en casa, para que yo cuidara.
El tío me daba las recomendación: «Fabio, no vayas dejar que ella salga de la casa. Ni que se meta en el pastizal del patio. Tené cuidado con la tapa del pozo negro, que no vaya pararse arriba. No le des nada para comer, que nosotro venimo alimentarla. Y lo más importante, no dejes que la agarre el Cacique». El Cacique era mi perro, un viralata marrón que incontré abandonado en un terreno baldío. Vivía na vereda, corretiando moto y bicicleta. ¡Cumpañero! Sempre conmigo para arriba y para abajo.
Los día que mi tío ficava en Artigas, yo tenía la cusquita encerrada, con todas las mordomía, y el Cacique en la vuelta, mixando las pared, oreja esticada, loco para dar una cheirada na cachorrinha granfina. La Loly pasaba arriba del sillón, fucinho de ventana, espiando la fiestansa de los perro na vereda. Ella ladraba finito como queriendo gritar, y no le gustaba botar los pie en el piso. Yo cuidaba para sacar ella a hacer las necesidade, pero sempre llegaba tarde y a cadela ya tinha cagado en un rincón del living. «Mucho perfume, mucho perfume… mas fede a merda como cualquier cusco», decía mi abuela.
La primer vez que mi tío vino a traerle la comida, mi abuela tenía juntado unos hueso que sobraron du meiodía, «Oia, Nego, yuntei estes oso pra cadela», mas mi tío dijo: «Qué isperanza, Mama, esa perra solo come jamón». Por eso, todos los día, ellos traían unas lámina de jamón que la perra lambía y despós masticaba despacio, como con nojo. De noche, sentados na vereda, mi abuela me dijo: «¡Jamón pra cayorra, qué disparate, hasta Deus se ofende!».
En las tarde, cuando traían la comida, mi tía aprovechaba para sobar la perra. Sentaba ella en la falda y le hablaba con esa voz que pone la gente cuando habla con los bebé, como si fueran abestados. «¿Extrañás a mamá, Loly? ¿Ya querés volver para casita? ¿Dónde está la Loly de mamucha?» Yo las miraba de lejos y parecían igualitas. El mismo peinado.
Los gurí de la cuadra, locos de pichi, me agarraban para la joda. «Dale, Fabinho, hacé pichí que mamá ya se tiene que ir.» «Dale, Fabinho, traé la cachorrinha de peluche de tu tío, amostrala para los viralata de Artigas…» Se mataban de risa.
Una vez, los gurí querían ver la perra. Se juntaron en el frente. Yo carregué la Loly en la falda para que no se embalastrara las pata. La Luana quedó encantada, «¡Qué amor esa perra!, dejame cheirarla un rato». «Oia», dijo el Tito, «teim us dente más sano que nós».
No sé si ustedes, alguna vez, pasaron en mi cuadra, pero allí cuchila cusco. La Mirta tiene tres, ladradores todos, el Lusio, como media docena, los de la Rovira, los del Quique… todos suelto, todos rompiendo las bolsa de basura. Cuando uno va en el almacén, tiene que se cuidar, porque hay unos que son loco de garronero. Yo sempre ando «San Roque, San Roque, que ese perro no me toque».
Yo cuidaba la Loly porque me gustaba cuando venía mi tío. Hacía brutos surtido en Cuaraí, y cuando se ía, sempre me daba cien peso. «Gracias por cuidar nuestra reina», me decía.
Lo que nadies sabía, ni mi tío, ni mi abuela, ni los gurí de la cuadra, es que de tarde, cuando mi abuela sestiaba, yo abría la puerta y dejaba entrar el Cacique. Él venía sacando pecho, gorrión de basurero, trotecito de dono da parada, pescando los fedor. Yo los dejaba uno al lado del otro, y mientras ellos se olfatiaban, aproveitaba y agarraba al Cacique. ¡Pobre Cacique, sempre tapado de pulga! Yo le desjuntaba el pelo y impezaba catar sus pulga. Elegía una, de esas bien gorda, pulgota, la observaba bien, y antes de hundirla en el pelo fofo de la Loly, le decía: «Vay pulga, vay ser feliz en la tierra del jamón».