En verano la ciudad queda vacía, los asuntos se postergan, las discusiones políticas se interrumpen y las noticias escasean. Este paréntesis estival contrasta con un 2019 signado por el ajetreo electoral y sus resultados: un cambio de gobierno que determinó el fin del ciclo progresista y la consolidación de una restauración neoliberal y reaccionaria como corolario esperable de un lento pero constante proceso de derechización de la sociedad uruguaya. Por su parte, en América Latina sorprendieron los estallidos sociales, las represiones masivas con largas listas de muertos y heridos, quiebres institucionales y militares en la primera plana de la política del continente.
Mientras los grandes asuntos se tomaban un respiro (aun con la irrupción de la ley de urgente consideración), proliferaron las pequeñas y mortales dosis de violencia. La seguidilla empezó en diciembre, cuando un grupo de hombres mató a palazos a un artista callejero que se encontraba sacando leña de un parador en Mercedes. El 6 de enero, varios hombres persiguieron a otro que había intentado robar una moto: no pararon hasta tomarlo por la fuerza y asfixiarlo al pie de una escalera mecánica en el shopping de Paysandú. El 1 de febrero un adolescente murió en un establecimiento rural cerca de Dolores, luego de recibir la descarga de un alambrado electrificado. Al otro día, en Pando, un grupo de hombres asesinó a golpes a un cuidacoches, luego de una discusión callejera.
Puede impresionar esta racha de episodios de justicia por mano propia –o “formas de autodefensa”, como explicó el futuro ministro de Ganadería sobre la muerte del joven electrocutado–, pero el trasfondo lo conocemos. Es evidente que son la manifestación concreta y reiterada de un clima general de punitivismo social en alza desde hace años. Este consenso punitivo, que es la forma socialmente hegemónica en la que se piensan la violencia y la inseguridad, es una de las marcas de nuestra época. Emerge de la combinación del aumento real del delito, el aumento exponencial del sentimiento de inseguridad (alimentado por los medios masivos y reproducido por su gran creación: la opinión pública), la victoria del pensamiento de derecha, según el cual el cáncer de la sociedad es un grupo de personas malas y violentas que hay que sacarse de encima para poder vivir en paz, y la incapacidad de la izquierda de articular y defender explicaciones sistémicas de la violencia social que hagan frente a esta hegemonía conservadora.
Las expresiones de esta tendencia se ven por todos lados. Es cuestión de asomarse a las redes sociales y leer, a partir de noticias sobre episodios asociados a la inseguridad, las cadenas interminables de comentarios protofascistas que piden rifle sanitario para los pichis. O de recordar que en las últimas dos elecciones nacionales hubo dos intentos de reformar la Constitución orientados a bajar la edad de imputabilidad, aumentar las penas y asignar a los militares el control de la seguridad interna, y que ambos fueron apoyados por poco menos de la mitad de la ciudadanía. No es casualidad que de ese caldo de cultivo haya nacido un partido de ultraderecha, que además tuvo una votación sorprendentemente alta y logró condensar, como nadie, ese deseo punitivista en una frase, “se acabó el recreo”, que, entre otras cosas, quiere decir: se les terminó la joda a los malandras. Los casos de linchamiento vecinal o la justicia por mano propia son otras perlas del mismo collar.
MATARLOS A TODOS. Aceptémoslo: mucha gente tiene ganas de que se mate a los chorros y a todos los que se les parezcan. Algunos, cuando tienen la oportunidad, simplemente lo pasan al acto. La justicia por mano propia es una demostración de fuerza que se ejerce con saña. Es revancha, bronca acumulada descargándose contra un cuerpo que se odia, un castigo aleccionador, darle para que aprenda. El reverso del miedo a la inseguridad es el odio y el castigo a quien se identifica como culpable de producirla. No es tan complicado: si muchas personas siguen sintiendo que la fuente de su miedo y su sensación de inseguridad son los pobres que andan en la calle, es muy probable que estas personas sigan transformando su miedo –es decir, su violencia interna– en violencia homicida. Entonces quizá son las dos cosas: el goce de la revancha, la descarga de la ira contenida, las ganas de devolverle a golpes lo que hizo o podría haber hecho y, a la vez, la decisión pragmática de personas convencidas de que la forma de solucionar el problema es ir limpiando los focos infecciosos del barrio. Desde esta perspectiva, por más fuerte que suene, que muera un delincuente o un hombre de la calle es un alivio o una buena noticia.
La vecinocracia (así les llama el investigador argentino Esteban Rodríguez a estas formas de punitivismo desde abajo) empalma con el punitivismo desde arriba, ejercido por las instituciones estatales encargadas de la seguridad. Las demandas de la gente “por más seguridad” justifican la acción punitiva del Estado. Muchas de las políticas de seguridad aplicadas por los gobiernos progresistas –que han ido en la dirección del control, la vigilancia, el incremento del presupuesto para la Policía y el aumento de las penas– fueron presentadas como respuestas al clamor popular. Los vecinos en alerta son quienes exigen más presupuesto y libertades para la Policía, quienes la apoyan en la vigilancia y el mapeo del barrio, y a quienes se les suele ir la mano si agarran a uno en “algo raro”, sea robando leña o grafiteando un muro. Todo hace pensar que esta alianza estratégica se afianzará con el nuevo gobierno, impulsada por una batería obscena de facilidades y discrecionalidades en el accionar policial, que se habilitan en el proyecto de la ley de urgente consideración.
Una forma de desmontar esta articulación es pensar en qué medida este punitivismo desde abajo es, como se quiere presentar, una demanda pura y genuina del pueblo. Porque si uno mira, por ejemplo, los resultados de la reforma Vivir sin Miedo en Montevideo, los únicos barrios donde ganó la propuesta fueron, casualmente, los cuatro de mayor poder adquisitivo (Carrasco, Punta Gorda, Punta Carretas y Pocitos). Entonces, sí, mucha gente tiene miedo, acumula odio y está dispuesta a apoyar cualquier medida que saque de circulación a los pobres peligrosos. Pero no hay que olvidar que el núcleo duro del punitivismo social en la sociedad uruguaya no está tanto en el pueblo como en las clases altas, que tienen la simpática costumbre de hacer que su propio interés por mantener la pirámide social se presente como una emanación de la voluntad popular que quiere vivir en paz.
El control de las emociones colectivas es una pieza central de la lucha política. El sentido en el que se direccionan los odios y los miedos sociales es lo que determina cómo se plantea el conflicto social. Es decir, si se logra que las personas les teman y se la agarren con los de abajo, porque creen que sus problemas son culpa de los de abajo, al bloque dominante le va fenómeno, porque nadie cuestiona su poder. El delincuente pobre es el punto en el que todos los miedos, las incertidumbres y las miserias que causa la vida neoliberal se traducen en algo concreto e identificable. Sirve para canalizar la frustración de modo tal que esta no se dirija contra las relaciones de poder o la forma de vida que la producen. Y entonces van, y los corren, y los agarran, y los matan, a ver si algo cambia. Pero no. Todo sigue igual.