La claridad de expresión –meta de los filósofos, lujo de los dramaturgos, necesidad de los enamorados– tenía una práctica frecuente hasta el siglo pasado: las cartas. Proliferan en las últimas décadas otras formas de –según se dice– estar en contacto, pero las cartas… ¡Ah, las cartas…!
—¡Escribidme una carta, señor cura! –le pedía a su párroco la aldeana de los versos de Campoamor. Esos versos fueron los primeros que leí en mi vida, desgranados en un montoncito de postales color sepia signadas por las iniciales E A que mi abuelo agregaba en cada una al mandárselas a su novia, Clara Risso. Las conservo todavía. Con las figuritas de la aldeana y el párroco. Como si fueran el storyboard de una pequeña obra de teatro.
—Ya sé para quién es –decía con parsimonia aquel cura–, dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo.
¡Pluma y papel! Tan precarios parecían… Pero las postales para mi preciosa abuela siguen aquí.
En cambio, mi correspondencia por email, muchos años guardada en las profundidades electrónicas, se esfumó por completo, ¿pueden creerlo? Fue así. ¡Era mi “mailnovela”! Iba a serlo. Los mensajes de seis mujeres (todas muy particulares para ver la vida y describirla) cruzados durante esa edad de oro que tuvo el correo electrónico (antes de Facebook y de los intermitentes “¿qué pasa?” de los celulares).
Me parecía una idea fantástica. Más que una idea, un hecho: allí se entretejían trivialidades con genialidades, divagues, croniquitas, serios esfuerzos, carcajadas, mutuos consuelos sobre temas inconsolables, detalles cotidianos, consejos, síntesis de libros, bromas, abrazos, enojos, recetas, duelos y quebrantos. Y muchas felicidades. Todo. Multiplicado por seis. Un día separé, por nombre, los mensajes de cada una, en carpetitas al costado izquierdo de los Recibidos y Enviados. Y los dejé en barbecho. Porque, claro, habría que sentarse a sintetizar y, sin perder el ritmo y el sentido de la mailnovela, acercarla a la literatura. (La idea, reconozco, era de Flaubert que, al escribir su pésame por la muerte de la madre de un amigo, derivó en considerar los momentos que éste estaría pasando: su ánimo, los recuerdos, los encuentros en el funeral… “¡Qué material!”, exclamó de pronto sin poder contenerse. Y, sí. Razón tenía Flaubert. Estamos hechos de emociones. Vivimos para contarlas.)
Me distraje un tiempo en otras cosas. Cuando volví a abrir, el otro día, las tales carpetitas/capítulos de mi mailnovela estaban –qué disgusto– más vacías que el tonel de las danaides.
Recibí explicaciones: algunos buzones electrónicos (sépanlo por si acaso) borran sus contenidos. No todo queda en la nube para siempre. No, no.
¡Pero en un paquete atado con una vieja cinta sí perduran! “Páginas azules, pálidas y rosas, donde rezan cosas que hoy no puedo creer…” ¡Bien hizo el Mago en cantarle a esos “girones cerestes del sutil emblema/ en que latió el poema del primer querer”!
La temperatura del papel. El cartero, otrora, era tan familiar que pasaba todos los días por la vereda. Incluso llegaba a pasar dos veces. Eso sí: a su paso no siempre dejaba la carta tan esperada. Podían ser para otros, en el barrio. La carta propia era un privilegio cuando llegaba. Los ansiosos las abrían enseguida. Otros las guardaban para la hora del mate, como un premio. Una carta no era para ser leída una sola vez. Se releían, se guardaban, se ataban con moñitos, se leían en familia. O muy a solas, junto a una ventana, como leían las suyas las mujeres de Vermeer y de Hopper. Estaban las que se entregaban en propias manos (Epm) o las que llegaban con remotas estampillas que impulsaban colecciones cuidadosas. Podían constituir la historia de una familia. O se perdían. O se quemaban. Eso hizo la madre de Julio Cortázar, que pertenecía a una época en que preponderaba la intimidad. Quemó casi todas las de su hijo: “Lo que teníamos que decirnos a lo largo de tantos años fue dicho. Era solamente para nosotros”. Pero se han conservado (y publicado) muchas más, del cronopio. Una, por ejemplo, da cuenta de la alegría y comprensión que puede dar recibir la carta de un amigo: “París, 17 de agosto de 1964. Querido Roberto, me sentí tan emocionado y tan feliz por lo que me decías en tu carta que entré como en un trance, en una casilla zodiacal increíblemente vasta y próspera. No he salido de ella y te escribo bajo esa impresión maravillosa de que un poeta como tú haya encontrado en Rayuela todo lo que yo puse o traté de poner, y que el libro haya sido un puente entre tú y yo, y que ahora, después de tu carta, yo te sienta tan cerca de mí y tan mi amigo. Julio”.
“Por el correo, temprano”. Las cartas han sido elegidas con frecuencia como recurso literario. Frankenstein es el extraño relato que un marino le escribe a su hermana. Incluyendo la historia del pobre monstruo que ni nombre tenía. Y a quien sólo el ciego no se atemorizó de escuchar.
El tratado del inútil combate, de Yourcenar, recurre también a esa calidad de intimidad.
Desde la primera línea de La sonata de otoño, Valle Inclán (feo, católico y sentimental como su marqués de Bradomín) sacude el corazón con aquel “Mi amor querido, me muero y sólo deseo verte”.
Hace dos mil años un tal Pablo de Tarso recurrió a ellas para decir lo que lo apasionaba. De mediados de 1700 son las que Madame de Sevigné escribió durante 25 años a su hija querida reflejando su vida cotidiana (¿hay algo más delicioso que enterarnos de “esa cosa tan de siempre, tan dulce y tan conocida”?). Las de los corresponsales de la guerra del Paraguay (1865-1866) cuentan aquel espanto. Las de los presos se escapan de la cárcel. Las de amor vuelan a donde sea: “¡Ay, Guadalupe, las cartas tuyas son como nubes!”, cantó Mercedes Sosa a la joven esposa de Mariano Moreno, que lo llamaba con amor por su apellido: “Mi amado Moreno de mi corazón… Tu mujer que te adora y verte cuando antes desea”. Ella, Guadalupe, sabía escribir.
No debió, como la campesina de Campoamor, protestar sus emociones. El párroco deletreaba:
—Mi querido Ramón: qué triste estoy. ¿No es eso?
—¡Por supuesto!
—Qué triste estoy… sin ti. El beso aquel que de partir a punto te di…
—¿Cómo sabéis?
—Cuando se va y se viene y se está juntos, siempre… No os afrentéis.
—Decidle por favor que el alma mía ya en mí no puede estar, que la pena no me ahoga cada día porque puedo llorar. ¡Que mis ojos, que él tiene por tan bellos, cargados con mi afán, como no tienen quién se mire en ellos cerrados siempre están!
—Y si volver tu afecto no procura, tanto me harás sufrir…
—¿Sufrir y nada más? ¡No, señor cura, que me voy a morir!
—¿Morir? Es ofender al cielo.
—Pues sí, señor, ¡morir!
—Yo no pongo morir.
—¡Qué hombre de hielo! ¡Quién supiera escribir!
“Me gustaría tomar el té contigo”. Ojalá todos recibiéramos una linda carta alguna vez en la vida, escrita con sencillez y desde el corazón.
Bertrand Russell fue una de las personas que más cartas escribió y recibió (amén de las muchas cosas que escribió, además, en sus casi 90 años). La más simpática fue probablemente ésta: “11 de noviembre de 1961. Estimado míster Bertrand Russell, muchas gracias por todo lo que ha hecho. Usted me gusta. Si viene a Oxford venga a tomar el té conmigo. Con cariño, Paul Altmann. Tengo 6 años”.
Tal carta recibió esta respuesta: “24 de noviembre, 1961. Querido Paul Altmann: agradezco tu linda carta, me gustó mucho recibirla y me da coraje para continuar trabajando. Me gustaría tomar el té contigo, pero no tengo previsto ir a Oxford muy pronto. Si llegara a ir, te avisaría. Con amistad y calurosos deseos de felicidad, Bertrand Russell”.
Si este cuento les gustó, relean alguna carta que alguna vez les trajo alegría. O envíen una, de puño y letra.