Hoy se suele hablar del arte en términos económicos, tanto por la dificultad para vivir de él como desde el punto de vista de las divisas que genera. Esta visión, tal vez útil pero limitada, es la favorita de analistas y actores políticos, ya que no les exige apartarse de su terreno. Por otra parte, décadas atrás, hubo una fuerte tendencia (no oficial) al enfoque político: la compleja incidencia social del arte y su utilización por las instituciones de poder. En el mismo paquete, venía el compromiso del artista, cosa que no quería decir lo mismo en los sesenta (en que se refería, habitualmente, a hacer canciones “con contenido social”) que en los setenta y los ochenta (cuando una parte del canto popular hacía hincapié en proponer modelos musicales alternativos a los dominantes). El rock, por su parte, logró construir una fuerte representatividad generacional, aunque descuidando a veces –ya que lo mencioné– lo de independizarse un poco de sus modelos, cosa que sí habían hecho sus antecesores sesentistas. Por último, en la diluida sopa ideológica actual los artistas se mueven en un terreno más personal. Desde todos lados se fomenta cierta comodidad creativa, sonar –en el caso de la música– “con nivel de primer mundo” (¿?) y no hacer demasiadas locuras.
Desde siempre, cada artista tiene acceso privado a un océano en el que arroja éxitos y frustraciones, amores y esperanzas, momentos de inspiración y de los otros, que van formando una isla flotante que se mece con las olas, como el masacote de plásticos del Pacífico; un continente amado y odiado por quien lo moldeó, y mayormente ignorado por el resto. También les pasa a los artistas consagrados; por más seguidores que reúnan, siempre tendrán la sensación de que son muy pocos los que los entienden de verdad. Y no sin cierta razón: basta escuchar opiniones sobre una figura u obra conocidas para ver lo increíblemente variada que puede ser su repercusión en las mentes del público, al punto de que lo que algunos destacan como valioso para otros puede ser algo indigno, o propio de artistas de otro palo. Un ejemplo: te regalan un disco con el comentario “te traje esto porque sé que te va a interesar, ya que hace lo mismo que vos”, y lo escuchás y te parece realmente espantoso. Esa falta de sintonía no se debe, necesariamente, a una insensibilidad generalizada. Sucede que el artista mira todo desde su isla flotante, y los demás sólo perciben fugaces pantallazos de su obra y no tienen por qué estar al tanto de los descubrimientos y los aprendizajes que ha ido haciendo a lo largo de la vida.
Todo esto está muy bien; forma parte de las muletas en que a veces hay que apoyarse para moverse en los resbaladizos fangos de la creación. Nadie está muy seguro de lo que está haciendo mientras dura la tarea. Después de todo, en el mito bíblico del Génesis, el mismísmo Creador iba inventando cosas tales como la luz y la vida (¡eso es inventar!), y después veía “que eso era bueno”.
Pero la falta de un entusiasmo colectivo, de un proyecto, en otras palabras, de una idea o incluso de una ideología (o eventualmente más) vinculada con el quehacer artístico tiende a hacer que los artistas se pierdan en caminos personales sin una dirección clara. La pregunta es: ¿es tarea de los artistas “inventar” una meta que los congregue, que los haga sentirse parte de un movimiento? ¿O eso les llega desde afuera y ellos lo toman y lo procesan a su modo? Creo que la historia muestra ejemplos de ambas cosas. Por lo tanto, la respuesta es sí. No hablo de forzar o fabricar falsos sueños colectivos, pero sí de confiar en que el arte es –entre otras cosas– una herramienta poderosa de cambio cultural y, por lo tanto, de cambio social, y no sólo una forma ambientada de ganarse la vida.
Todos estos problemas, además de ser (o no) preocupaciones eminentemente colectivas, suelen formar parte de la intimidad de los artistas, en la que se manifiestan especialmente con la forma de dudas acerca del para qué de su labor. Eso, supongo, pasa en todas las épocas. Pero cuando el individualismo campea la intimidad se agiganta y puede volverse enfermiza (lo colectivo tiene, además, un carácter terapéutico). Y más si el mundo exige seguir sus criterios acerca de cuál arte está bien y cuál no. Y lo dice con palabras, con premios o con silencios. Lo único que le pido a un artista es que, ante esas exigencias, responda claramente: lo hago si quiero.