Baúl del aire leyó
en su recibo de sueldo
Entonces que se cumpla la voluntad,
tanto si es la muerte, tanto si es la vida.
Esa promoción me ha envenenado
/y edulcorado a diario
y no sé cómo será la vida más allá
/de la oferta.
Pero esta muerte con su precio
/me complace.
Y si la maravillosa Made in China
/va a ser mi lugar de compras
entonces haré siempre la cola
/de buen grado
hacia una clientela eterna.
Martín Barea Mattos,
Made in China
Cuentan que preparar los paquetes para sus familiares presos durante el terrorismo de Estado era una pesadilla. Cada alimento debía estar embolsado adecuadamente y llevar una etiqueta que anunciara su peso y su contenido, el nombre del recluso y el lugar en el que se encontraba. Sólo escribir, recortar y pegar cada etiqueta llevaba horas. Para ahorrar trabajo, a Marta se le ocurrió fotocopiar una planilla con todas las etiquetas. En la feria, hizo buenas migas con el dulcero y el quesero, quienes empezaron a venderle la porción exacta. Un gramo de más y los alimentos no llegarían a destino. Para Carmen, lo dramático era lo costoso del paquete. Guardaba las galletas y las frutas en un lugar alto, para que sus hijas no las vieran. Después de aprontar todo rigurosamente, muchas veces no quedaba nada para la casa. Los traslados de aquellas encomiendas hacia los penales y los cuarteles, las esperas en la cola y la inspección por parte de los militares significaban otros tiempos y otras dificultades. Pero formaron parte de una misma domesticidad, durante aquellos años, del semana a semana, del día a día de muchísimas personas, principalmente de las mujeres.1
A principios de los dos mil nos acostumbramos a tomar un interdepartamental que pasara por el aeropuerto para despedir a los seres queridos que se iban a un país lejano por un tiempo incierto, con un proyecto incierto, pero con un monto de dinero cierto. Nos acostumbramos a comprar racionado, a separar la plata del boleto y a que algunas personas ya no estuvieran en aquellos cumpleaños de gaseosas infames o jugolines fluorescentes.
Hace unas semanas, las rutinas cambiaron radicalmente en casi todos los rincones del mundo. No importa qué motivos desencadenan una crisis –una dictadura, una depresión económica, una pandemia–; de forma más o menos drástica, la cotidianidad, o buena parte de ella, suele sucumbir. Al inicio, en mayor o menor medida, ronda la confusión, pero luego los cuerpos no tienen otra que responder si quieren sobrevivir. Ahora bien, el desorden a partir de una crisis no quiere decir, necesariamente, que el orden que sustentaba las rutinas anteriores esté amenazado. Por el contrario, las prácticas cotidianas, que en general naturalizamos, suelen evidenciar ese orden. Pero esas mismas prácticas, agudizadas o puestas en cuestión durante una crisis, pueden resultarnos ajenas y –como todo lo que en algún punto nos resulta ajeno– llamar la atención.
Aunque debamos transitar el espacio público con tapabocas; tomemos con naturalidad que otra persona nos diga algo si no guardamos la distancia suficiente; imaginemos que hay gotículas infectadas en todo lo que tocamos; no podamos planificar una salida… no hay una nueva normalidad.
Aunque arreglarse el pelo frente a la cámara de la computadora se haya convertido en un reflejo; silenciemos una videollamada porque nuestros hijos nos preguntan cómo se usa la plataforma Crea o qué hay de comer; interrumpamos el teletrabajo, no una ni dos ni tres veces, sino de forma constante, para ocuparnos de una persona cuyo cuidado depende de nosotras… no hay una nueva normalidad.
Todo lo anterior sin mencionar los saltos en las rutinas de las personas cuyos hábitos tienen poco o nada que ver con lo que una pueda considerar “una vida normal”. En particular (pero no sólo), aquellas a las que, de pronto, se les presentó la urgencia de comer. Para estos cuerpos tampoco hay una nueva normalidad.
El orden capitalista y patriarcal enfrenta una crisis ocasionada por un virus. Pero la esencia de esta norma no parece estar seriamente amenazada. Que el funcionamiento social haya mutado repentinamente de ninguna manera quiere decir que el cimiento de sus estructuras esté en peligro. Por el contrario, las instituciones y el sistema de valores que la sustentan y la legitiman parecen gozar de buena salud.
Más aún: hay, de parte de la nueva administración, un reforzamiento de esa norma, en lo económico y lo social. Estaba claro desde la campaña electoral y su aplicación está en marcha más allá –y a pesar– de la emergencia social y sanitaria. El gobierno habla de una “nueva normalidad”, pero legisla de urgente consideración aspectos sustanciales de una supuesta normalidad anterior. El pacto redistributivo, construido durante la era progresista sobre la base de ese orden capitalista y patriarcal, se desmoronó en apenas unas semanas, y el componente de clase volvió a cobrar relevancia. Los dueños del capital no están obligados a contribuir con la crisis mientras que cientos de personas sufrieron un impacto directo en sus ingresos y el estigma sindical se acentuó.
La intención de restablecer el orden patriarcal, sintetizado en el ahora un poco olvidado se terminó el recreo y en el mano dura a la delincuencia, tampoco es ninguna sorpresa. Independientemente de cómo se haya originado, el virus hace lo suyo, en la medida en que el confinamiento supone importantes limitaciones para el uso de las libertades, incluida la protesta social en sus formas más tradicionales. Cualquier acto de rebeldía en este sentido supone poner en riesgo la vida de otra persona y la propia. De todas maneras, el reforzamiento del orden social a través del uso o la exhibición de la autoridad (estrenada con el despliegue policial de la marcha del 8 de marzo) sigue estando entre las motivaciones del gobierno multicolor. Con cierta asiduidad nos sobrevuela un helicóptero policial y, cuando no, el ministro del Interior se convierte en un portavoz para garantizar el cumplimiento de una medida sanitaria: “Vamos a intensificar la exhortación al aislamiento social”. O se niega el uso de la cadena nacional a los trabajadores el Primero de Mayo. O, mientras este texto se termina de escribir, se recuerda que se trabajará para que las mujeres no abortemos. Como para que no se nos olvide quién es el que manda, es decir, quién es el disciplinador de los cuerpos y el custodio del orden, en el espacio público, pero también en el privado.
Más que nunca, las maestras navegan entre las necesidades de los niños, las niñas y las familias, y las exigencias de cumplir con equis cantidad de tareas virtuales diarias. Pero no parece tener la misma importancia saber qué sucede con el juego (el aprendizaje por excelencia) ni prever el impacto que puede tener el encierro en el desarrollo. Las autoridades se lamentan por las condiciones de ciertos residenciales, pero no hablan del tema de fondo: la crisis de los cuidados, agudizada hasta el extremo. Los locos son noticia si contraen el virus o si el personal de la salud renuncia porque las condiciones de trabajo no dan para más. Con relación a las personas con discapacidad: nada. Las situaciones de violencia doméstica o intrafamiliar se agravan, pero los recursos disponibles son los mismos que antes, cuando ya eran insuficientes.
Las nuevas prácticas y la profundización de otras conocidas emergen de una circunstancia excepcional, pero no se salen de la norma. Ahora, como antes, seguimos administrando la tensión trabajo-cuidados; exigimos a nuestros cuerpos que produzcan más y mejor, para sostener el orden capitalista y patriarcal y, en definitiva, la vida. En este punto, la pregunta es: ¿por qué, entonces, ansiamos volver a ese otro tiempo? ¿Queremos volver a ese otro tiempo?
La dimensión de los cambios cotidianos –o la percepción de ellos– parece generar la ilusión de un cambio estructural. Pero, en política, el deseo y la seducción –eso que siempre busca despertar el mercado en nosotros– son claves. Conquistar a otro con ideas, pero también hacer que algo cambie. A menos que, verdaderamente, queramos cambiar el orden actual, este seguirá operando –maltrecho y todo– sobre nuestros cuerpos. Más, con tan buenos guardianes.
Ese orden injusto podrá estar cuestionado, pero ¿lo están las subjetividades que lo legitiman? Le hacemos los mandados al vecino, hablamos de solidaridad y sentido comunitario, pero ¿queremos que algo realmente cambie? ¿Será que la supuesta “normalidad”, esa que miramos con nostalgia, nos hace sentir seguros? ¿Cuán dispuestos estamos a renunciar al confort?
Porque, en realidad, visualizar los emergentes del orden a partir de esta crisis de escala planetaria nos enfrenta, con claridad y certeza, a su elocuencia. Pero también a la potencialidad de pensar y proyectar a partir de lo que rompe los ojos, y lo que rompe los ojos no es otra cosa que una caricatura de la antigua normalidad.
1. Ruiz, Marisa. Ciudadanas en tiempos de incertidumbre. Solidaridad, resistencia y lucha contra la impunidad (1972-1989), Doble Clic Editoras, 2010.