Que nos vayamos todos - Semanario Brecha

Que nos vayamos todos

¿Cómo fabricar mi propia imagen? ¿Con la del otro? ¿Amigo o enemigo? Mis miedos serían la soledad y que la gente no te entendiera, dice una adolescente de Nueva Orleans cuando Joaquin Phoenix le pregunta sobre el futuro y sus miedos, en la última película de Mike Mills, C’mon C’mon (2021). El presente ausente se muestra precario y el futuro se conjuga con el pasado. Este artículo pretende pensar qué formas adquieren y cómo se comportan las múltiples reacciones juveniles que se expresan en las redes virtuales.

La accesibilidad rápida y aparentemente democrática que brindó Internet creó hace ya dos décadas una ilusión de que «todo es igual» y de que, con tan solo un clic, «todo» está al mismo nivel, generándose la superficie plana del espacio web donde «todo es para todos». La afirmación verbal que genera reconocimientos es lo que consolida la existencia digital. La autoestima se ensancha al hacer un buen uso de las técnicas de la expresividad. Para recibir aplausos de sordos, que nos conducen hacia el aislamiento individual bajo la apariencia de una «comunidad» más conectada.

La noción de apatía social en el régimen de producción capitalista lo analizaba Hannah Arendt en La condición humana:1 «Esto puede ocurrir bajo condiciones de total aislamiento, donde nadie está de acuerdo con nadie, como suele darse en las tiranías. Pero también puede suceder bajo las condiciones de las sociedades de masas o de la histeria colectiva, donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces».

En la era semiocapitalista el inconsciente no está reprimido, sino liberado. La patología neurótica de la que se ocupaba el psicoanálisis estaba basada en el ocultamiento. Algo estaba soterrado bajo la mirada escrutadora de miles de ojos extraños. Sin embargo, en la era semiocapitalista posdisciplinaria el inconsciente está sobreexpuesto. Acudimos a un régimen esquizo, que al mismo tiempo libera y encapsula en automatismos de hiperexpresividad y psicosis pánica.2

Lo que queda de esto es una absoluta soledad detrás de la pantalla. Un enjambre voyerista sacudido por las estrategias de unas decenas de influencers –millones de followers– y microinfluencers –miles de centenas– que, a través del canje de productos de consumo por reputación o quizás simplemente por visibilidad y cierto estatus, imponen una cantidad de modos de comportarse, nuevas referencias sacralizadas y normas de mercado. No existe un zócalo cultural compartido, sino la logotipificación personal para hacer prevalecer la preponderancia de uno mismo patrocinado por las grandes transnacionales.

El fenómeno hikikomori en Japón parece extenderse sobre el mundo hiperconectado, donde los adolescentes y jóvenes no salen de su casa o lo hacen solo para ir a sus trabajos precarios, como lo muestra la película Aloners (Hong Sung-eun, 2021). Impera el culto de la inflación de la personalidad, en el que lo inmediatamente urgente es la sensación de tener importancia. Esto sucede en la realidad virtual cuando un comentario, like o posteo funcionan como descargas de placer que refuerzan la importancia de uno mismo. En la época del like predomina la necesidad de hacerse valer. Son técnicas de rebuscamiento, sincretismo y desconfianza en un régimen de economía informal y de extorsión capitalista con su correspondiente discurso de la no verdad3 y la posvergüenza.

Éric Sadin sostiene que «se banalizó la necesidad de un constante y reiterativo reconocimiento que depende de un clic». Shots virtuales proporcionan el buen equilibrio psíquico. La operación no moviliza ningún esfuerzo y la recompensa es inmediata.

La idea de gerenciar una imagen-ganancia cada vez más satisfecha se produce en una economía de la publicidad de uno mismo. Entonces, damos likes a quienes nos dan likes. Dar-recibir-devolver es la lógica de la reciprocidad de la cultura del like, en la que una imagen del después expulsa a la de adelante. Cada una, la copia y el original de la otra. Una cadena de recuerdos y acontecimientos sobre los que hemos perdido todo poder, adelantaba el cineasta Jean-Luc Godard en Ici et ailleurs (1976), refiriendo a la semiología del capitalismo. En la era digital, en que se promociona el almacenamiento total de nuestros recuerdos, perderemos la misma noción de la pérdida.4

Pero todo regalo es un sacrificio, guionaba Tarkovski en El Espejo (1975). Ningún like se deriva de un gesto inocente. En el teatro digital, el posteo funciona dando sentido a mi reputación. Los célebres se creen «libres» de dirigirse a sus followers sin filtros mediáticos o partidarios. A través de oleadas de retuits y likes logran en esta góndola planetaria lo que antes era impensado. Frases látigo y punchlines desmoronan cualquier capacidad de desarrollo argumental, que Twitter censuró a partir de una estricta dictadura de caracteres. La recurrente práctica del hashtag para sublevar masas, cancelar a otros y linchar personas es otro de los dispositivos de esta cultura del odio. Pasamos de la «batalla de las ideas»5 a la «batalla de la opinión propia», a través de una agresividad lúcida, difuminada por la fragmentación de «grandes causas» diferenciadas, que hacen en última instancia que el neoliberalismo como régimen de existencia continúe ileso.

EL LIBERALISMO DE UNO MISMO

Las plataformas digitales ofrecen una democracia de la participación que no es más que una democracia de la escenografía de la existencia. La reputación que goza el paradigma de autoemprendedurismo, inspirado en un espíritu tecnoliberal, dio nacimiento al liberalismo de uno mismo. Así, la industria digital monetarizó todos los segmentos de nuestra persona.

La red se transforma en el locus catártico donde canalizar la humillación cotidiana en el imperio de la precariedad de la existencia y la culpabilización del pobre por su empobrecimiento, haciéndolo responsable de sus fracasos. Aunque no se muestren explícitamente, lo que predomina son las llagas físicas, los sufrimientos morales y las angustias del día de mañana, sin que el dogma neoliberal descarrile de su utilidad como credo mítico.

La nación está rota, la confianza entre gobernados y gobernantes se ha perdido. Capuchas y melenas conspiranoides detrás de las pantallas no son las mismas capuchas que vimos en la primera línea de las calles de Santiago en 2019. Aparecen rictus crispados. Algo así como el país de la mueca torcida de Onetti, pero en versión digital, donde el drama facial se diluye en las pulsaciones de lo corriente. El precariado se convirtió en una clase afectiva. Frente a ello, el repliegue en uno mismo ante la sensación de ser engañado y de estar dotado de instrumentos –redes virtuales– para no dejarse engañar más es la nueva forma de conducta. Esto es lo que Sadin denomina giro implosivo.

¿Pero cuánto tiempo puede sobrevivir una cultura sin el aporte de lo nuevo? ¿Qué ocurre cuando los jóvenes no producen sorpresas? ¿El futuro solo nos depara reiteraciones y permutaciones múltiples de lo ya conocido? Para las escuelas neomarxista y lacaniana, no hay nada nuevo que pueda ocurrir nunca más. Hoy se alimenta la retroutopía y el catastrofismo. En su libro Los fantasmas de mi vida, Fisher utiliza el concepto de hauntología para referir a la lenta cancelación del futuro en los países del centro económico y cultural, un fenómeno propio de la totalización capitalista que produce la idea de una deflación de las expectativas.

La incertidumbre total sobre el futuro es lo que trauma a una generación mundial de jóvenes. Impera la idea del todavía no como frustración espiritual sobre las promesas que el capitalismo y el socialismo real no materializaron. Las expectativas mesiánicas han sido barridas por el realismo capitalista. Acudimos, para Fisher, a una discronía endémica como una dislocación temporal en la que todo parece demasiado anacrónico bajo el paradigma de la retromanía. Lo nuevo se define en respuesta a lo ya existente, a través de una persistencia por saturar con sentimientos del pasado que no refieren a ningún momento histórico preciso. La idea de lo «alternativo» o «independiente» no significa nada externo a la cultura mainstream.

MILICIAS DIGITALES

Atravesados por una lógica de impunidad que brinda el espacio aislado a esta fábrica de memes, avatares y nombres falsos, y fomenta una cultura del anonimato en la que canalizar todas las pulsiones ofensivas y agresivas que provoca el malestar social, los usuarios de la red 4chan y luego 8chan se identifican como NEET (not employment, education or training). Son adultos jóvenes, varones, desempleados, que viven de y con sus padres y que experimentan poco contacto con otras personas. Desde esta plataforma ha crecido aceleradamente un discurso de reposición patriarcal de odio contra los feminismos, las mujeres en general y las expresiones por las desobediencias sexuales.

No existen universales políticos o una respuesta global posible para las múltiples crispaciones odiantes. A los microfascismos hay que ir a atraparlos a domicilio bajo sus formas más específicas.6 En la región, en los últimos años, el fenómeno de vecinocracia populista –vigilancia y denuncia vecinal– junto con el fenómeno de engorramiento popular –una vez incluidas al consumo, las clases populares quieren conservar el modo de vida de mercado con grados más altos de seguridad, optando por partidos del mercado neoliberal–7 han extendido una agenda política unidireccional de cómo pensamos la justicia, donde la obsesión por la seguridad sustituye la confianza en el progreso. La precariedad de las relaciones sociales y las sofisticadas micropolíticas neoliberales que formatean un modo de vida de mercado –Macri es la cultura– donde todos los ámbitos de la vida son gestionados como una empresa terminaron por diseñar estas respuestas neopunitivitas y el ascenso de los discursos posfascistas en múltiples escalas de la vida social y política. La cultura del emprendedurismo y las milicias digitales están generando formas cada vez más violentas contra todos aquellos desobedientes de la religión de mercado.

Estas múltiples desesperanzas me recuerdan la película de Robert Bresson Le diable probablement (1977), filmada en el auge de la subcultura del desengaño pos-68. Charles, un joven arrogante, escéptico y apático, se recluye en su vacío existencial y llega a la decisión de suicidarse luego de haber buscado un sentido a su vida entre mítines políticos, amores y psicoanálisis. Pero no quiere hacerlo solo. Tampoco encuentra afinidad con sus colegas de la nueva izquierda francesa. Entonces, recurre a la figura de un amigo adicto a la heroína, que acepta matarlo a cambio de un dinero que ha robado a sus padres. La escena final carece de sublimidad, romanticismo o dramatismo. Cuando Charles se prepara para morir, su colega le dispara en la espalda y luego lo remata en el suelo.

Esta película dialoga con El sabor de las cerezas, del iraní Abbas Kiarostami (1997). Si bien son dos producciones en contextos temporales y con lenguajes cinematográficos distintos, abordan reflexiones similares. Mr. Badii busca por todos los medios encontrar en las afueras de Teherán alguien que lo ayude en su plan de suicidio. No pide que lo maten, sino solo una mínima complicidad: una veintena de paladas de tierra ocre y árida sobre su cuerpo sedado por los somníferos en un foso al lado de un árbol. En esta road movie, Kiarostami incorpora múltiples personajes: un soldado kurdo, un juntador de chatarra, un vigilante afgano, un estudiante de teología islámica y un taxidermista, que por diversos argumentos no satisfacen la demanda de Mr. Badii o intentan persuadirlo de que no se mate.

Ambas experiencias están atravesadas por una profunda duda sobre los códigos de las reglas morales. Los arduos debates ideológicos, religiosos y filosóficos colocan en ambas películas la posibilidad de elegir morir como una oportunidad en la que la vida se convierte en algo real y no en un espejismo. Las películas se sitúan en un momento liminal de la historia humana, cuando comienza la despolitización y la desubjetivación de las personas transformadas en consumo. Ambas producciones nos brindan demasiadas señales para entender el momento que vivimos.

Quizás sea el momento de darnos la oportunidad de dejar de esperar. De dejar de tenerle miedo a la muerte y que nos vayamos todos de esta forma demasiado humana para encontrar otras posibilidades de existencia aquí y ahora.

1. H. Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2015.

2. F. Berardi, El Umbral. Crónicas y meditaciones, Tinta Limón, Buenos Aires, 2020.

3. L. Berlant, El Optimismo cruel, Caja Negra, Buenos Aires, 2020.

4. M. Fisher, Los fantasmas de mi vida, Caja Negra, Buenos Aires, 2018.

5. A. Gramsci, Cuadernos de la cárcel, s/d, 1947.

6. F. Guattari, Líneas de fuga. Por otro mundo posible, Cactus, Buenos Aires, 2013.

7. D. Sztulwark, La ofensiva sensible, Caja Negra, Buenos Aires, 2020, págs. 57, 137.

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