Durante los días previos a la elección circularon por las redes sociales algunos posteos que pintaban a este país como una isla idílica. “Uruguay, un ovni estable, rico y de izquierda en América Latina” (25-X-19) fue el título de un artículo de Le Monde que se viralizó en los muros progresistas. Algo similar ocurría con una publicación de la revista Lonely Planet (21-X-19) que colocaba al paisito entre los diez destinos del mundo para visitar en 2020, bajo la premisa de que el viajero se encontraría con un “oasis de estabilidad y tranquilidad en medio de un entorno continental más agitado”, una nación que ha aceptado los derechos Lgtbi, legalizado la marihuana y es líder en turismo sostenible. Este ranking, compartido con ahínco por gobernantes, coexistía con la perplejidad frente a las duras imágenes de la represión en Chile. Tal relato de país progresista suavemente ondulado, junto con un optimismo militante abonado por alguna encuesta que empujó hacia arriba la proyección para el Frente Amplio, creó una atmósfera algo narcótica, en la que incluso hubo quienes pensaron como posible un triunfo del oficialismo en primera vuelta.
Pero a la hora de la cena del domingo, el entusiasmo frenteamplista fue despabilado con una sonora cachetada. La euforia por el fracaso de la reforma Vivir sin Miedo pronto empezó a apagarse, a expensas del retrogusto que iba dejando la fotografía de un nuevo Uruguay que lenta y subterráneamente volvía a soltarle la mano a su famosa excepcionalidad. Casi un 11 por ciento de los uruguayos apostaron por un militar de extrema derecha, insubordinado del mando civil y desconocedor de la justicia, quien mediante un nuevo partido desembarca en el Parlamento con tres senadores y 11 diputados. El inusitado fenómeno encarna en un general ultracatólico, encaramado como una suerte de caballero medieval que promete el retorno a una aldea en la que se reestablecerán el orden y los valores. Los rápidos cálculos demostraban que no iba a estar solo, porque en Diputados iba a estar el Partido de la Gente, cuyo líder –más allá de lo que pase con la rebeldía de su único legislador– llegó a hablar de establecer cupos de migrantes para defender “el trabajo uruguayo”. Ese es el perfil de dos de las nuevas formaciones que llegan por primera vez a la casa de las leyes, invitados a la mesa “multicolor”.
Todo ello cobraría un significado aun más relevante cuando, ya bajo el cielo encapotado del lunes, se supo que los tres partidos mayoritarios habían perdido 252 mil votos en comparación con 2014 (con una gran sangría en el oficialismo, pero con saldo también negativo para blancos y colorados, a quienes se les fugaron 57 mil votantes). Luego se confirmó que en el espectro más escorado hacia la izquierda, Unidad Popular no retuvo su banca, y se abría el paso en el Parlamento para un partido de nicho como el Peri, mientras que el histriónico abogado Gustavo Salle estuvo muy cerca de sentarse al lado de César Vega. Aunque mucho se habla de la pérdida del FA por el centro, más de 70 mil votantes convergieron en un voto radical, ambientalista o antisistema, pero sobre todo en favor de dos pequeños partidos de líderes carismáticos más que de ideas.
Si bien ese espacio creció levemente, está claro que el extremo más fortalecido en esta elección parlamentaria ha sido el derecho; lo hace además a caballo de un discurso anti-establishment similar al explotado por Jair Bolsonaro en Brasil o al populismo de derechas europeo. Se puede controvertir ese punto si se piensa que los tres partidos históricos aún representan el 80 por ciento del voto, o que Uruguay tuvo antes al pachequismo o al ruralismo conservador de Chicotazo, pero es inédita la rapidez con la que un nuevo partido de derecha extrema (y no un ala de los ya existentes) logra una bancada como la de Cabildo Abierto. No sólo aparece la mano dura y la reacción contra el libertinaje de la “ideología de género”, sino un relato antipolítico contrapuesto a una casta corrupta, que sólo podría ser saneada por alguien que viene de afuera; un relato polarizador que recuerda bastante al anterior a 1973. La socióloga Beatriz Stolowicz1 caracteriza ese discurso “supuestamente antisistema”, que viene calando hondo en América Latina, como un “antiliberalismo conservador” y advierte que se lo debe investigar en profundidad, porque se sabe muy poco.
Es una sensibilidad que suele permear entre habitantes de los Interiores profundos, tradicionalistas, con mayor influencia de las religiones, de entornos socioeconómicos deprimidos, afectados –en su base, no en su cúpula, claro está– por el desempleo. Algo de eso también parece reflejar parte del electorado de Manini: no sólo parece existir un corrimiento del electorado uruguayo hacia la derecha, sino hacia nuevos tipos de derecha, que abren otras puertas de entrada eficientes para votantes desencantados, enojados y con mayor desinterés en la política. Así, sería reduccionista creer que la grey del general está compuesta solamente por adherentes neonazis, nostálgicos de la dictadura o los bots destiladores de odio.
¿Y AHORA? En este peliagudo escenario pos primera vuelta, Daniel Martínez matemáticamente tiene chance, pero una observación descarnada de la nueva composición parlamentaria lleva a pensar que un gobierno del FA tendría un margen de maniobra muy limitado. En una rápida mirada de las cámaras se divisan figuras con quienes las posibilidades de acuerdos parecen temerarias, porque además las correlaciones internas en los dos principales partidos de la oposición tampoco afirman sensibilidades muy centristas (basta ver el peso de listas como la 71, la 40, el viraje de Alianza Nacional, la llegada de Sartori o el retorno de la influencia sanguinettista en el coloradismo).
Al oficialismo sólo le queda echar el resto y ensayar algunos mensajes. En esta coexistencia de viejos y nuevos dirigentes, José Mujica –con el peso de sus votos– buscará ponerse la campaña al hombro, sobre todo en el díscolo Interior. Sin embargo, a pesar de la lucha por no perder el gobierno, el FA tampoco debería perder su capacidad de análisis a largo plazo. De nuevo, al mirar todo el continente, Stolowicz se detiene en otro factor muy interesante: “Asumamos que sigue pendiente el estudio de los cambios ideológicos generados en estos años. Que se asuma, por fin, que el aumento de los ingresos de los más pobres no produce por sí mismo conciencia política, ni lealtad perenne a esos gobiernos. Máxime si estos entendieron la conquista de la ciudadanía sobre todo como acceso al consumo”.Pero otro meollo sensible que el FA deberá despejar, si no quiere lograr un triunfo a lo Pirro, es qué tipo de alianzas estaría dispuesto a aceptar para buscar mayorías. Ya la posibilidad de acordar o no con Cabildo Abierto había provocado algún rasguño interno –pronto disimulado– a partir de la mirada del Mpp respecto a Manini (y aquí hay que volver a recordar que el general, un caballo de Troya para el oficialismo, fue promovido por el ex ministro Eleuterio Fernández Huidobro, con los costos ya conocidos).
La antipolítica gana terreno también a fuerza de procurar ganar a cualquier precio. La ex presidenta brasileña Dilma Roussef, descabezada por su ex aliado Michel Temer, tendría algo para decir a propósito, y ni que hablar sobre la posterior deriva bolsonarista. Entonces el Frente Amplio una vez más deberá dirimir si apelará a ser una desesperada máquina electoralista o un partido de ideas decidido a no rifar su identidad.
1. Véase “Problemas en la caracterización política de América Latina”, de Beatriz Stolowicz, 24-IX-19. Disponible en el portal de Hemisferio Izquierdo.