¿Qué podemos esperar? - Semanario Brecha

¿Qué podemos esperar?

En octubre se desarrollará en Quito la conferencia de Onu sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible “Hábitat III”, una reunión de representantes de gobiernos de todo el mundo con compromisos para los próximos 20 años. Un lapso tan considerable hace que sea más fácil olvidar esos compromisos que recordarlos. Cabe preguntarse para qué les sirven a los pueblos estas reuniones.

En octubre se desarrollará en Quito la conferencia de Onu sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible “Hábitat III”, una reunión de representantes de gobiernos de todo el mundo que concluirá con compromisos para los próximos 20 años. Un lapso tan considerable hace que sea más fácil olvidar esos compromisos que recordarlos. Cabe preguntarse, entonces, para qué les sirven a los pueblos estas reuniones.

Aun partiendo de que su desarrollo, conclusiones o efectos no cambiarán el mundo, no debe desdeñarse un espacio de reflexión, si tiene contenido, para lo cual es imprescindible la participación protagónica de la población organizada. En la definición de políticas sociales (de vivienda y hábitat, y en las otras) pesan más los criterios de los organismos de crédito, y que financian, que lo que digan las asambleas mundiales. Por eso, el de la lucha social, y no éste, es el ámbito donde los pueblos logran conquistas. Pero también las luchas se potencian con tomas de posición, que no bastan para que las cosas se hagan, pero ayudan a pelear por ello.

Vancouver, 1976. Hábitat I se gestó en plena Guerra Fría y fue precedida de reuniones de técnicos, como la de Dubrovnik (1975). Su base ideológica tuvo una fuerte influencia de la teoría de la dependencia y del Hábitat Forum, con más de 5 mil representantes de Ong de 90 países. Este último colaboró con que, aún sin abordarse las causas estructurales (la falta de control público del uso del suelo y la propiedad), en la declaración final de Vancouver se reconociera la vivienda como derecho y la importancia de la participación popular en las soluciones. Pero fue inocultable la convergencia de la política de Estados Unidos, con su “Alianza para el Progreso”, para frenar el avance socialista en América Latina tras la Revolución cubana, y una experiencia que promovía desde arriba la participación popular en la producción del hábitat como respuesta a las necesidades, sin interpelar sus causas y consolidando la propiedad privada individual.

Luego de Vancouver, organismos internacionales y gobiernos se distanciaron de lo resuelto, pero el intercambio de experiencias de producción social del hábitat (o sea, gestionada por la propia gente) era una buena base para avanzar, aprovechando la declaración de 1987 como “Año internacional de las personas sin hogar”. Todo quedó trunco con la apertura mundial al libre mercado especulativo financiero, a partir del Consenso de Washington (1989), impulsado por los organismos multilaterales de crédito y Estados Unidos. La consecuencia fue la retirada del Estado benefactor, aumentando la pobreza, la desigualdad, la segregación y la fractura social.

La situación de Uruguay para Hábitat I no podía ser peor: dictadura cívico-militar, Parlamento clausurado, partidos y organizaciones gremiales disueltos, prensa de oposición cerrada, y militantes sociales y políticos encarcelados. El censo de 1975 mostraba que, pese a la aprobación de la Ley Nacional de Vivienda (Lnv), en 1968, la sustitución o mejora de viviendas precarias y la emigración –que reducía la demanda–, el déficit habitacional no bajaba y proliferaban los asentamientos precarios de inmigrantes internos.

La dictadura había sustituido los criterios sociales de la Lnv por un enfoque netamente empresarial acorde a la política económica: libre mercado de alquileres (1974), que remplaza la visión reguladora de las leyes anteriores; suspensión de préstamos a cooperativas de vivienda (1975) y, en 1977, el “cónclave” cívico-militar de Solís, que otorgaba el rol central de la producción de vivienda a las empresas privadas.

En ese marco, la participación en Hábitat I fue sólo la del gobierno, sin discusión previa ni debates posteriores. Los postulados participacionistas del primer encuentro no hallaron eco en un país empeñado en desregular el mercado y financiar la construcción por empresas de grandes complejos para amortiguar el shock del mercado libre de alquileres.

Estambul, 1996. Para Hábitat II se había pasado de la Guerra Fría al mundo unipolar, con el Consenso de Washington como propuesta ideológico-programática. En el campo social surgían espacios de defensa de los derechos, como la “Cumbre de la Tierra”, y Onu propuso crear comités nacionales preparatorios y el diálogo de los gobiernos con todos los actores. Eso permitió matizar el proyecto neoliberal en la nueva agenda, reconociendo el derecho a la vivienda y los servicios, y que los estados no eludieran sus responsabilidades. Sobre las causas, poco o nada.

En Uruguay, los 20 años entre Hábitat I y II vieron, primero, la consolidación de la dictadura, y luego el fortalecimiento de la resistencia civil, que la derribaría. El regreso a la democracia prometía cambios, con los auspiciosos acuerdos de la Concertación Nacional Programática (Conapro), pero ellos fueron desconocidos por el gobierno electo, y el Parlamento, presionado por los militares, renunció a investigar y castigar el terrorismo de Estado.

En los noventa el neoliberalismo se hizo hegemónico; se procuró achicar el Estado, quitarle sus cometidos sociales y convertirlo en mero “facilitador” del mercado. Aunque un plebiscito impidió privatizar las empresas públicas, se terminó con muchas conquistas populares. En vivienda, la receta fue: producción por empresas privadas; asignación según ingresos, y vivienda mínima (“Núcleo Básico Evolutivo”) como menú casi exclusivo. Resultado: ciudades fragmentadas; asentamientos precarios, y la aparición de “barrios privados” cerca de Montevideo.

Pero el contexto social había cambiado. La sociedad civil recuperaba su andadura y, en vivienda, existían organizaciones que nucleaban a los destinatarios: Fucvam, Fecovi, Codecoha y luego Covipro. Fucvam, en especial, surgía fortalecida por su rol en la salida de la dictadura. Hubo participación social para preparar Hábitat II y hasta en la conferencia, lo que sucedió también en otros países, pero ello no se reflejó en las conclusiones, donde sólo se pudo hacer retoques a las propuestas.

Pasada Hábitat II, las agencias de crédito se centraron en la participación público-privada (mercantil); la atención básica a los pobres, con participación obligada, individualizando los problemas; respuestas estratificadas según capacidad de pago y subsidio a la oferta; se urbanizó la periferia, sin construir ciudad y desarraigando a los pobres; el apoyo a la autoayuda sólo buscó sortear al Estado, y que germinara una economía de mercado y no una revolución de los trabajadores y el pueblo. El campo popular ocupó otros espacios, como el Foro Social Mundial, y no los de Onu.

Quito, 2016. Hábitat III llega con la irrupción del mundo multipolar, con el fenómeno chino, conflictos armados, desplazamientos masivos de personas y crisis económicas recurrentes, como la de Estados Unidos en 2007, por la especulación con hipotecas; con nuevas políticas de ajuste, trabas a las migraciones y rebrote del pensamiento ultraconservador. En América Latina, el período de crecimiento económico y desarrollo de políticas públicas en la era “progresista” muestra signos de agotamiento por los cambios en los mercados, el ascenso de gobiernos liberal-conservadores, la desestabilización político-económico-social y la baja de popularidad en instancias electorales.

Hábitat III cuenta con un “borrador cero”, la Nueva Agenda Urbana (Nau), y por ahora poca participación social. La Nau enfatiza en lo urbano como aporte al desarrollo; la lucha contra la pobreza; la igualdad de oportunidades, y la atención a grupos etarios; género; discapacitados; migrantes, y trabajadores y habitantes informales. Se apuesta a los gobiernos locales, las asociaciones público-privadas como financiamiento, la búsqueda de transparencia y cuidado del ambiente, y romper con la culpabilización de los migrantes y personas en la informalidad. Pero no  aborda causas estructurales ni la necesidad de un nuevo orden mundial, y olvida al campo popular.

Hay enunciados sobre necesidad de viviendas decorosas, función social del suelo y regulación por el Estado, pero sin propuestas claras. No se revén logros y deficiencias de Hábitat I y II, y se reafirman mecanismos de actuación existentes; se apela a que todos participen, pero sin reconocer las diferencias de poder existentes.

Y, ¿qué participación? ¿La de los pobres autoconstruyendo con asistencia estatal? ¿La del neoliberalismo, que les atribuye el problema y su solución, con acciones focales y el esfuerzo propio como redención? ¿O la de las organizaciones populares que autoproducen sus viviendas y demandan al Estado sus derechos? En este contexto, si los movimientos sociales no presionan e internacionalizan estas luchas, es improbable que funcionarios o gobiernos (aun cercanos o sensibles) cambien la historia.

Uruguay vivió, entre Hábitat II y III, el final del período neoliberal y el advenimiento del “progresismo”. Hasta 2005 las políticas no tuvieron variantes, y el campo popular estuvo a la defensiva. A fines de los años noventa aparecen los programas de regularización de asentamientos, concentrados en formalizar la propiedad, para incorporar nuevos sujetos de crédito hipotecario y tierras al mercado.

En vivienda, 2005 marca un giro: aun sin atacar lo estructural ni cuestionar la concentración de la riqueza ni la propiedad privada, se enfatiza en lo social: el fomento del cooperativismo; la diversificación de acciones (atención a carencias extremas; mejora del stock; garantías de alquiler; subsidios diferenciales), la creación de espacios de participación. Pero los recursos escasos (inversión pública bastante menor al 1 por ciento del Pbi) impiden lograr verdaderos impactos y transforma a algunos programas en casi testimoniales.

La preparación de la presencia en Hábitat III no fue la esperada. No se convocó un comité nacional para elaborar el documento-país, y la consulta fue casi simbólica. El documento es más una rendición de cuentas que una propuesta de acción futura. La sociedad civil tampoco mostró entusiasmo, quizá por no creer que en Quito vaya a cambiar algo. La creación de un comité popular, en sustitución o para dialogar con el esperado comité nacional, no tuvo fuerza. Por todo ello la presencia uruguaya difícilmente realice los aportes que permitirían 50 años de experiencia de producción social organizada del hábitat y una legislación de avanzada.

¿Qué resultados tendrá Hábitat III y cómo repercutirán en Uruguay? Si son un (otro) listado de buenas intenciones, lo aplaudiremos, pero no cambiará nada. Pero si se llega a definiciones sobre cómo actuar, puede servir a las organizaciones para avanzar en sus luchas. Algunos puntos que deberían contener esas definiciones son: la obligación de los estados de invertir un porcentaje importante, prefijado, del Pbi nacional y la de priorizar la producción social del hábitat; un abordaje que supere lo sectorial, y sea parte de políticas amplias e incluyentes; que haya planes de distinto plazo, objetivos claros y recursos suficientes, concebidos con participación de la gente; crear marcos legales para desarrollar las modalidades participativas; subsidios diferenciales, para el acceso universal, y que el Estado participe en el mercado de suelo y penalice la propiedad sin función social.

Finamente, algunas preguntas para la reflexión: ¿quién se queda con el resumen del devenir histórico de la organización y participación popular en la producción del hábitat y la disputa por consagrar sus derechos?, ¿podemos pensar en construcciones de reflexión crítica, donde, en un caso, se alimenta una pedagogía de la esperanza y se valora la potencia de los sujetos, y, en otro, de una resignación centrada en comprender la cooptación del campo popular por el poder económico?, ¿cuál es el aporte a la construcción de una nueva hegemonía cultural que hace la academia?, ¿hay voluntad de reconstruir vínculos entre las iniciativas y propuestas de la práctica social organizada, y los organismos internacionales y gobiernos?, y ¿persistirá la voluntad social de incidir en las políticas públicas, o llegó el tiempo de separar caminos y asumir nuevos desafíos?

 

*    Ingeniero civil y politólogo, respectivamente, ambos docentes de la Udelar.

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