El lavado compulsivo de manos es imposible. La cuarentena, relativa. La distancia personal, impracticable. La higiene doméstica, una idea lejana. Y el teletrabajo, una entelequia. Nadie sabe cómo llegará la pandemia a la periferia de Montevideo. Pero algunos lugares –como los asentamientos de la Fortaleza del Cerro– ya adolecen de demasiados males como para responder adecuadamente al mal del momento.
En el lomo de la Fortaleza del Cerro hay decenas de familias que quisieran estar a salvo de la pandemia. Pero viven encima de las rocas, en ranchos que se vienen abajo con el primer viento. Además, no tienen agua corriente. Ni saneamiento. Ni luz eléctrica regular. Y todo se inunda cada vez que llueve. Desde que sobrevino el virus, poca cosa ha cambiado por allí. Como en muchos barrios, una gran olla popular sostenida por los vecinos es quizás de las pocas novedades que la covid-19 le trajo a esta zona sufrida del oeste montevideano.
El de la calle Cuba es, quizás, el más joven de los barrios irregulares, que vienen creciendo en los últimos años alrededor de la fortaleza. Esa antigua construcción, que supo ser de las últimas levantadas por los españoles por estos lares –posteriormente bautizada Fortaleza General Artigas–, se convirtió en un monumento histórico a principios del siglo pasado. Una de sus últimas modificaciones arquitectónicas oficiales fue la inauguración de una plazoleta llamada Espacio Libre Ernesto Che Guevara, donde se impuso un busto del argentino mirando a la bahía. Rebosante de héroes, la fortaleza guarda una historia rica pero lejana. Ahora, está habitada por gente que no tiene donde vivir.
“Yo le digo La Favelita”, nos cuenta Mercedes Lukin, una trabajadora social que cumplió diversos roles institucionales en la zona. Se refiere al contingente de personas que ocuparon la parte baja de la fortaleza, hace unos seis años. Los primeros en llegar –que se acomodaron en la parte alta– lo hicieron, dicen, alrededor de veinte años atrás. Sin servicios esenciales, la falda del Cerro comenzó a poblarse de varios asentamientos simultáneos, a una velocidad creciente. Y la situación de a poco comenzó a revelarse como un desafío, que el Estado no ha sabido resolver. “Somos como veinte familias”, arriesga Eva, una de las vecinas del asentamiento más reciente. Ni las autoridades municipales, ni los operadores sociales del sistema de protección social, ni los actores políticos de la zona conocen el dato con exactitud. Pero todos advierten un crecimiento. En octubre de 2015, las imágenes satelitales todavía mostraban la parte baja prácticamente despoblada. Y desde la última recorrida de Brecha por el lugar, en abril de 2017,1 los ranchos no hicieron otra cosa que multiplicarse.
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Ahora, los vecinos se levantan todos los días frente a la mirada del Che. Pero no tienen agua corriente. Las características de lugar –la altura, principalmente– impiden que la red les llegue a todos. Como consecuencia, recipientes de toda clase acumulan el agua, que los vecinos se ven obligados a acarrear desde una única canilla, ubicada en lo alto de la cuesta. (Eso sí: cuando llueve, el agua se escurre durante varios días.) Y la luz se trae del alumbrado público. En uno de los pasajes, la instalación eléctrica no es más que un amasijo de cables elevado del suelo por una columna de palos, que evita los cortes permanentes y aleja la electricidad del contacto con las personas, los animales y las planchas de metal que hacen de paredes. Maderas de encofrar, tablones húmedos de compensado, chapas derruidas y un sinfín de materiales –desechables en otro lugar– acá remiendan techos, mesas, cercos, portones. Las familias se amontonan en las pequeñas piezas húmedas con todo lo que puedan atesorar.
En algunas casas, el olor fétido es permanente y los mosquitos proliferan, producto –dicen los vecinos– de la ausencia de soluciones para eliminar la materia fecal, pero quizás, también, de la madera podrida, las dificultades para la higiene en general y el hacinamiento. “Es la mierda”, simplifica un locatario que camina con nosotros. No hay baños: con suerte, se levanta un espacio alejado de la casa donde hacer lo necesario, aunque sin cañerías ni desagües. “Necesitamos que, para que la gente no tire sus necesidades en cualquier lado, al menos nos ayuden a hacer un pozo en el suelo”, reclama una de las vecinas, con el gesto de hincar una pala, sin advertir –o queriendo hacerlo– que estamos pisando la roca viva del Cerro, donde eso es ciertamente inviable.
Los pisos de la casa de Miguel –obrero de carga en una empresa concesionaria del aeropuerto– son piedras puntiagudas que emergen del pasto. Quiere mostrarnos su rancho y se mueve entre el cablerío enrollado –una larga trenza de alargues, trifásicos y extensiones– a la altura media de una persona. Quiere que veamos “el baño”: poco más que la losa de un wáter en el piso. Todos los días, Miguel se carga en el lomo dos grandes tarrinas azules y sube por la cuesta en busca de agua. Tiene dos hijos: el más chico se entretiene con un teléfono celular y ella dibuja casitas en un cuaderno. Por ahora, Miguel hace solo la tarea, porque hace algunos días la madre de los niños cayó en cama con síntomas de gripe.
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“Las situaciones que hay son de las peores que he visto en los años que llevo en el barrio”, dice Pablo Pereira, docente del programa Apex del Cerro, que trabaja en contacto con la policlínica de Casabó, donde suele atenderse gran parte de las familias. El técnico apunta al problema habitacional como el aspecto primordial. Más expeditivo, el exalcalde del Municipio A Gabriel Otero (Mpp) –ahora diputado– suelta: “Esa gente está en el horno, hermano”. Otero es uno de los agentes políticos del barrio y mantenía una relación asistencial con los vecinos, propiciando el envío de materiales paliativos, como chapas y canastas. Lo mismo han hecho algunas iglesias, con alimento, y los programas de cercanía del Mides y el Inau, con las magras ayudas sociales. Relaciones de mitigación (no exentas de tensiones) que no logran llegar al fondo del asunto.
Al estar en un terreno como el de la fortaleza –patrimonio histórico y piedra pura–, los terrenos no se pueden regularizar. La única solución es, de hecho, el realojo. Para algunos actores institucionales de la zona, los constantes rumores sobre planes de vivienda son una de las variables que explican el crecimiento poblacional del lugar. “Cada vez que hay anuncios de realojo, aparece más gente”, cuentan. Otros creen que las nuevas generaciones de las familias del asentamiento se “independizan”, extienden los ranchos en el mismo terreno y multiplican así la densidad de población. También se dice que se trata de “población que fluctúa” entre varios asentamientos del oeste de la ciudad.
Para las aproximadamente cuarenta familias que ocupan el terreno alto de la fortaleza, el realojo es casi un hecho. Recientemente, se culminó una de las últimas etapas del procedimiento que intentará eliminar el asentamiento más viejo del lugar. La Intendencia de Montevideo (IM) –que adquirió el nuevo terreno y se hará cargo de los servicios de relocalización– y el Ministerio de Vivienda (Mvotma) –que se encargará de la construcción de las viviendas– están prontos para anunciar el realojo en los próximos meses. “Hace tres o cuatro años, cuando nos planteamos el realojo, era para las familias que estaban en peores condiciones”, dice Andrés Passadore, director del área Tierras y Hábitat de la IM. El nuevo terreno ya está escriturado, y se prevé comenzar próximamente con obras de infraestructura, una vez que las nuevas autoridades del Mvotma adjudiquen la obra a una empresa constructora. “Está en manos de la próxima administración”, agrega Passadore.
¿Qué pasa con los demás asentamientos de la fortaleza? El realojo inminente de un grupo de familias es una solución parcial de una problemática que se ha agudizado en los últimos dos años. Por ahora, los nuevos grupos que fueron llegando no tienen una solución en el horizonte. A nivel nacional, los realojos dependen, en gran medida, del Plan Nacional de Relocalizaciones del Mvotma. El ministerio fija quinquenalmente la cantidad de reubicaciones que puede llevar adelante y distribuye luego la financiación entre las intendencias. “En estos períodos anteriores la intendencia acordó con el ministerio una serie de realojos. Los últimos que entraron fueron los de estas 38 familias de la fortaleza. Lo próximo que pueda venir es lo que se pueda acordar con el Mvotma para el período que viene. La IM dependerá de la asignación de recursos”, dice Passadore.
Para el resto de las decenas de familias que pueblan precariamente la falda del Cerro, el Estado sólo ofrece medidas paliativas. La intendencia, según Passadore, tiene proyectada una serie de acciones para mitigar las situaciones habitacionales más deficitarias mientras no se decida un realojo, “porque los procesos de relocalización son largos y, mientras no se consigue una solución, pasa la vida de la gente, los niños y los adolescentes que van creciendo en esos lugares”. El programa, que se llama Mejora Urbana, busca reforzar el alumbrado público, mejorar los accesos y las salidas para que permitan la circulación, reciclar los espacios públicos, asegurar las condiciones mínimas para la supervivencia: pozos negros, baños, techos, etcétera.
—Concretamente, en los asentamientos de la fortaleza, ¿en qué han podido avanzar en este sentido?
—Tenemos pendiente esa zona. Se priorizaron varios lugares, por lo que en esa zona del Cerro no estamos trabajando por el momento.
—Y en la situación actual, de pandemia, ¿qué medidas se han tomado en relación con estos lugares, donde, por ejemplo, no hay agua potable?
—Son lugares donde la emergencia sanitaria pega el doble o el triple. En el caso específico de la fortaleza, se hicieron gestiones con Ose y se amplió la posibilidad de los vecinos de acceder al agua, porque habitualmente tienen que caminar dos cuadras, empinadas, para llenar los bidones con la canilla. Y es insostenible. Colocaron una nueva canilla y reforzaron la ya existente. Paliaron la situación, pero los vecinos siguen sin agua. También entregamos una mínima canasta de higiene, que contiene lavandina, detergente y jabón.
—En cuanto al agua potable, ¿hay situaciones similares a las del Cerro?
—Este caso es muy particular. No nos hemos encontrado con otros. Porque, por ejemplo, la situación de precariedad de La Chacarita, por Camino Maldonado, es imponente, pero el agua está. El problema de la fortaleza es que, como están arriba del Cerro, la presión normal del agua no llega. Entonces ni los propios vecinos pueden solucionarlo extendiendo la red, como en general lo hacen en otros barrios.
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La organización de usuarios de la salud del Zonal 17 (que representa a gran parte del Municipio A, en el oeste de la capital) ha señalado públicamente que los servicios de atención de la zona se han contraído notoriamente en las últimas semanas. El 2 de abril, en un comunicado, sintetizaba: “En el Municipio A vive el 15,5 por ciento de la población de Montevideo. La red de atención del primer nivel de Asse tiene 24 policlínicas y 23 están cerradas ‘hasta nuevo aviso’”. Brenda Bogliaccini, una de las integrantes de la organización, afirmó que en los últimos días volvieron a abrir algunas de las policlínicas de Asse (Santa Catalina y Tres Ombúes), además de las dependientes de la intendencia. Recalcó: “Cerrar las policlínicas en este momento afecta a las cientos de miles de personas que viven en esta zona. Estamos en una situación en la que la solución no es sólo mirar al más pobre, sino ver cómo está funcionando la política general, porque se está proyectando una reestructura del sistema de salud. Están en juego grandes decisiones, que afectan a muchísimas personas y son grandes pasos atrás”.
La gente de la fortaleza (y, naturalmente, todos las personas que enfrentan situaciones similares) quizás prefiera pensar en lo urgente antes que en lo global. Nadie los culpa. Entre las muchas complicaciones sanitarias a las que están sometidos por vivir sin agua, una ha ganado importancia: el suelo que pisan está contaminado, debido a los basurales y, principalmente, a la materia fecal que durante años fue eliminada en el propio terreno. La Unidad de Parasitología Clínica de la Facultad de Química trabajó en el lugar, desde 2017, tomando muestras del suelo y confirmó que existen diversos tipos de parásito, que, además, se encuentran en etapas de desarrollo en las cuales es factible que infecten a humanos y animales, lo que eventualmente puede propiciar enfermedades intestinales de relativa gravedad.
Con la crisis sanitaria, además de las policlínicas, la mayoría de los servicios de protección social del Mides y el Inau, que suelen trabajar en cercanía con las familias (y antes de la pandemia ya estaban desbordados), se han limitado a la atención más distante y en algunos casos sólo responden de forma remota. Los beneficiarios, de todas formas, se encuentran registrados en las bases de datos institucionales, a partir de las cuales usualmente se reparten las ayudas puntuales. El problema –dijeron a Brecha el Apex y el centro del Inau en el municipio– es que algunas personas permanecen fuera del sistema, sin documentación ni referencia.
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Como en la fortaleza –a pesar de las exhortaciones del gobierno–, toda la periferia de Montevideo se paró de manos frente a la situación. A decir verdad, en la mayoría de los barrios surgieron iniciativas solidarias con una fuerza inusitada. Todas necesitan donaciones. En la Ciudad Vieja y el Barrio Sur, por ejemplo, los vecinos se organizan para alimentar, mayormente, a la población en situación de calle que deambula en el Centro. En el fondo de una vivienda del Cerrito de la Victoria se formó un núcleo del Colectivo Trans del Uruguay que cocina para el barrio, y hay dos o tres ollas más en los alrededores. Los vecinos de Flor de Maroñas ocuparon el club del barrio para organizar una olla y así ayudar a gran parte de los vecinos a “guardarse el jornal”. De noche reciben la mayor cantidad de gente; según los organizadores, los vecinos todavía se resisten a mostrarse durante el día engrosando las filas de una cuadra para llenar la vianda.
En Villa del Cerro, la comisión de jóvenes de la Cooperativa 30 de Setiembre cocinó, por primera vez el sábado, en una enorme olla donada por el club Rampla para los vecinos de los asentamientos de la zona, que de noche hicieron fila por Camino Buffa. A la vez, intercambian con miembros de la Covinfu –una cooperativa ubicada en Camino Sanfuentes–, que hicieron lo propio acerca de cuál debería ser el papel de la Fucvam ante la crisis. En Cerro Norte funcionan dos ollas populares que cocinan para más de cien personas por día. Una de ellas es la de Gladys, cocinera de la escuela del barrio que organizó, junto con su familia y dos maestras, una olla en su propia casa. Todos los días al mediodía la espera una larga fila de gente por la calle Vizcaya. También se sirve la merienda –leche en polvo con bizcochos– para los niños del barrio por iniciativa de Alexis, dueño de un pequeño almacén ubicado en la calle Haití. “La crisis todavía no empezó. Se va a poner peor. Pero hay que madrugar”, señala.
En la Fortaleza del Cerro, la mayoría de los habitantes de los asentamientos son trabajadores informales: feriantes, changadores del puerto o los mercados agrícolas, vendedores ambulantes, etcétera. Del nuevo barrio de la calle Cuba provienen las personas que de tarde y noche llegan a la olla popular organizada por la Cooperativa Social de la Villa del Cerro, un emprendimiento local de algunos vecinos. El 24 de marzo distribuyeron una carta en la que solicitan ayuda a los comerciantes de la zona: “Señores empresarios: […] En el barrio del Cerro habitan familias en condiciones precarias extremas. Ante el advenimiento de la pandemia covid-19, el trabajo, ya de por sí escaso, ha disminuido sensiblemente amenazando la supervivencia de estas familias. El alimento se consigue con enormes dificultades, y las carencias se agudizan ante la situación de crisis sanitaria. Quienes más la sufren, como siempre, son los niños”. El sábado de noche se cocinó un guiso de fideos, con choclo y chorizo. “Si no nos mata el virus, nos mata el hambre”, dice alguien que baja la cuesta de la fortaleza, con la vianda en la mano y ganas de provocar a los visitantes. Hay que subir para entender que no se trata, precisamente, de un desatinado.
1. “Que no viva otra generación así”, Brecha, 7-III-17.
[notice]Sospecha de covid-19 en la falda del Cerro
Cuesta empinada
El domingo 29 de marzo una ambulancia del Sistema de Atención Médica de Emergencia (Same, 105) logró trepar el repecho de Viacaba para llegar hasta el asentamiento que hay frente al busto de Guevara.
Venía a llevarse a la compañera de Miguel (véase nota central). Es asmática, como sus hijos. Había pasado el fin de semana con una fiebre altísima, y, aunque llamaron infinitas veces a la emergencia, los médicos seguían sin aparecer.
—Tuve que bajar hasta la comisaría y pelear a los milicos para que hicieran venir la ambulancia — narró a Brecha Eva Segredo, notoria referente de quienes viven allí.
Sí, testearon si tenía covid-19, contó al semanario la propia compañera de Miguel. No tenía.
Salvador Neves
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La sombra de 2002
Falta lo peor
Todos los que tienen edad de recordar niegan que la situación actual sea comparable a la vivida tras la crisis de 2002. Lo dice Paola, referente de la Comisión Plaza 10, de Cerro Norte, que está distribuyendo canastas proporcionadas por el Municipio A entre algunos hogares que han perdido sus fuentes de ingresos en estos días. Lo dice Shirley, la cocinera de la escuela de barrio, cuya olla popular alimentó a 270 personas el domingo 29 de marzo. Lo dicen en la falda del Cerro y en la olla de la Cooperativa 30 de Setiembre, por Camino Buffa, en La Paloma. Los más viejos observan también que 2002 fue el fondo de una larga crisis y que en este caso la gente llega en mejores condiciones para enfrentar lo que viene.
Aunque, dicho esto, cuando Brecha consultaba si la demanda por alimentación era atribuible en su totalidad a la situación extraordinaria producida por la pandemia, los consultados coincidían en señalar que había gente que ya venía mal.
El fin de semana pasado algunas de las ollas recorridas en el oeste de la ciudad sintieron que la demanda ha disminuido. El sábado 4 de abril, la de Shirley sirvió “sólo” 180 viandas, por ejemplo. Los vecinos atribuyen esta disminución a que sus usuarios acaban de cobrar prestaciones sociales, como las asignaciones familiares y las pasividades. Pero todos saben también que lo peor está por venir y que se hará sentir mientras baja la temperatura.
Salvador Neves
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