Ayer amanecimos sorprendidos con la noticia de la próxima salida de Ernesto Talvi de la cancillería. La primicia inicialmente daba cuenta de una renuncia que, sin embargo, pronto se tornó en anuncio de una “decisión tomada”, inminente, pero a concretar en el futuro, “supuestamente” filtrada a la prensa sin el conocimiento del canciller.
Algunos medios atribuyeron la decisión del ministro a diferencias con el presidente, Luis Lacalle, en torno a cómo abordar la situación en Venezuela, mientras otros la remitieron exclusivamente a la intención de Talvi de volcarse a la política nacional: liderazgo sectorial, gobernabilidad de la coalición y abordaje de la crisis económica. El canciller explicó la intención de asumir mayor liderazgo en su sector, pero, al ser consultado, también reconoció matices con el presidente en temas de política externa. Con este escenario, aún presentado en forma fragmentaria, valen algunas consideraciones sobre una situación que se presenta como un juego a varias bandas.
Sobre Venezuela, la semana pasada, en una entrevista que tuvo amplia repercusión, Talvi había dicho que no va a decir en el rol de canciller si el gobierno del país caribeño es una dictadura o no. Evidentemente, se trata de una posición similar a la que la derecha le criticó sistemáticamente al último gobierno del Frente Amplio (como en seguida lo recordó Rodolfo Nin Novoa), coherente con el principio histórico de la política exterior uruguaya de no intevención en asuntos internos de otros Estados, y distante de la asumida por la mayoría de sus socios de la coalición, en particular, el presidente. Obsérvese que la entrevista sucedió pocos días después de que Lacalle abordara la situación de Venezuela en un encuentro con el embajador de Estados Unidos en Uruguay (reunión de la que no participó Talvi) y algunas semanas luego de que se resolviera la designación en la Oea de Washington Abdala (otrora “soldado” de Sanguinetti que estaba “desaparecido en acción”).
Como se planteó en columnas anteriores, desde que se anunciaron las autoridades de Relaciones Exteriores se hacía evidente el desafío que representaba congeniar en la política externa uruguaya las diferentes improntas: desde las tradiciones herrerista y batllista, históricamente divergentes, hasta el institucionalismo de Talvi con el pragmatismo de Lacalle. Justamente, ahora con Venezuela Talvi expresa un enfoque institucionalista de las relaciones internacionales, que ya había anticipado en la campaña electoral, cuando fue el único líder de derecha en denunciar el golpe de Estado contra Evo Morales. Lacalle, en cambio, toma distancia de la vieja tradición internacional herrerista, como se evidenció al no invitar a Venezuela, Cuba y Nicaragua a la ceremonia de asunción (que, recordemos, atribuyó a una “decisión personal”, no institucional). Como contraparte, parece restituir otra herencia internacional blanca, la de la doctrina de la intervención multilateral (impulsada por el canciller Eduardo Rodríguez Larreta, blanco independiente), que sintoniza mejor con el momento gorila bananero de la política hemisférica.
Sin embargo, parece excesivo atribuir la decisión de Talvi a los matices con el presidente en torno a Venezuela. Obviamente, su objetivo en cancillería no es tornarse un baluarte de la no intervención. Sus planes para la cartera más bien apuntaban a dinamizar la inserción internacional del país a través de la liberalización comercial, buscando nuevos tratados de libre comercio. Pero la pandemia cambia radicalmente las condiciones, al acentuar el giro nacionalista de la economía internacional, lo cual afecta directamente las posibilidades de desarrollar una política de ese tipo desde un pequeño país como Uruguay. La reciente decisión argentina de retirarse de todas las nuevas negociaciones externas del Mercosur refuerza esta tendencia. Talvi le sacó jugo al cargo, dentro de las posibilidades que la actual situación permite. Se presentó en sociedad como un político que afrontó la crisis en forma humanitaria pero eficiente (recuérdese que en campaña era cuestionado por su inexperiencia política). Incluso tuvo oportunidad de imponerse al sanguinettismo, en ocasión de la candidatura de Julio Luis Sanguinetti a la Comisión Administradora del Río Uruguay.
La decisión por ahora no parece cuestionar la coalición. Sin embargo, ante la imposibilidad de avanzar en sus planes para la cancillería, puede ser propicio comenzar a marcar perfil en temas de política nacional y zambullirse en la contienda con los socios de la coalición (con Cabildo Abierto) y del Partido Colorado (con el sanguinettismo), sectores que lo han cuestionado y con los cuales competirá en 2024.
De esta salida, prematura pero elegante, se refuerza la idea de que Talvi es uno de los nuevos actores más interesantes de la derecha uruguaya. Uno de los pocos que ha estado más interesado en construir desde el liberalismo que en destruir el legado frenteamplista, denunciar la herencia maldita, secundar a Estados Unidos o rematar el Estado uruguayo al capital internacional. Habrá que prestarle atención e, in extremis, no descartarlo como posible socio para asegurar gobernabilidad a un eventual próximo gobierno del Frente Amplio (recordemos que en noviembre de 2019 estaba claro que, ganara quien ganara el balotaje, el canciller sería Talvi. Hoy, al ser consultado sobre la evaluación de su gestión, este destaca la continuidad con la política exterior del anterior gobierno, incluso en temas comerciales). Tal vez en 2025 tenga una nueva oportunidad al frente de la cartera. No sorprenderá que entonces surjan acusaciones que atribuyan su actual negativa a denunciar la “dictadura de Maduro” a “oscuros negocios millonarios” que el líder colorado mantendría con el régimen venezolano.