Decenas de líderes de la disidencia cubana y periodistas independientes amanecieron sitiados en sus casas el martes 30 de junio. El objetivo de la Seguridad del Estado era que no acudieran a una marcha que habían convocado en el punto más céntrico de La Habana para denunciar el asesinato de un joven negro a manos de la Policía. En la mayoría de los casos bastó una llamada telefónica o que un par de agentes se apostara en las cercanías de sus viviendas para que los opositores desistieran de acudir al encuentro. Los contados que se empeñaron en hacerlo fueron detenidos a poco de salir a la calle, en operativos que desde la distancia parecían cualquier cosa antes que redadas policiales.
«Si es verdad, me asombro de las buenas maneras de los “represores”. […] Ni yo soy tan galante con las damas», bromeó un periodista de un medio estatal al compartir en Facebook el video del arresto del polémico performer Luis Manuel Otero Alcántara. En la secuencia –publicada por uno de los principales diarios digitales de oposición–, Otero aguarda que un par de hombres se le acerque cruzando una avenida y a continuación los acompaña sin que medie un gesto de resistencia de su parte o una agresión de sus captores. Calmados, todos atraviesan de vuelta la ancha senda y abordan un auto para marcharse del lugar.
POLICÍAS Y LADRONES
La marcha a la que Otero y sus correligionarios pretendían acudir nunca se realizó. Copados los promotores de la protesta y estrechamente vigilado el punto en el que se habían citado, a nadie más en la ciudad pareció importarle manifestarse en memoria del fallecido, un joven de 27 años llamado Hansel Ernesto Hernández Galiano. Había perdido la vida el 24 de junio, en un enfrentamiento con un policía que –de acuerdo con la versión oficial– lo perseguía luego de haberlo sorprendido robando en un garaje de ómnibus del municipio habanero de Guanabacoa. En un punto del seguimiento, «por un terreno irregular», Hernández habría alcanzado con varias piedras al agente y le habría causado lesiones que obligaron a su posterior ingreso hospitalario. Fue entonces cuando se produjo el disparo mortal, según narró el Ministerio del Interior en una nota emitida tres días después de los hechos. A pesar de sus esfuerzos, ningún medio alternativo consiguió desmentirla.
Hernández Galiano no era un santo. En su prontuario figuraban antecedentes por amenazas, abusos lascivos y robo con violencia. Pero no se encontraba en prisión, merced del flexible sistema penal cubano, que establece numerosos motivos para la reducción de condenas y el otorgamiento de licencias a los reclusos. En esa condición se hallaba también otro habanero, que, al comienzo de la madrugada del 5 de junio, asaltó una pequeña comisaría de la periferia capitalina, asesinó a un policía e hirió a otros dos. El asesino, de nombre Yusniel Tirado Aldama, fue detenido pocas horas más tarde y portaba el arma de uno de los oficiales, que aparentemente pensaba emplear en una salida ilegal hacia Estados Unidos (por norma, el gobierno norteño nunca devuelve a la isla a los secuestradores de barcos y aeronaves que llegan a su territorio). A los 27 años, Tirado Aldama ya acumulaba sanciones por receptación de artículos robados, daño a la propiedad, tenencia de drogas, lesiones y robo con fuerza. Aunque en su caso había poco con que trabajar –dado el carácter del incidente y su piel blanca–, la oposición se apresuró a señalar que la «responsabilidad de lo ocurrido corresponde al régimen, por el incremento de la represión».
Sería el argumento que repetirían un mes más tarde, cuando en la occidental provincia de Artemisa un hombre murió a manos de otro agente del orden público que intentaba detenerlo junto con el dueño de varios animales que el individuo acababa de sustraer. La noche en que perdió la vida, Yamisel Díaz Hernández –de 38 años, también blanco– se hallaba en libertad condicional, como complemento de sucesivas condenas por robo con fuerza, hurto y atentado. Según la Policía, se trataba de un conocido ladrón de caballos que atacó a su perseguidor con un machete. Pero la Unión Patriótica, autotitulada «mayor organización disidente de Cuba» (véase «A cabezazos y sin money», Brecha, 6-XII-19), no dudó en calificar el hecho como asesinato y llamar a protestas contra el «régimen».
UN PROBLEMA PERSISTENTE
La covid-19 ha agudizado las tensiones sociales en la isla, pero conflictos como el de la discriminación racial venían enconándose desde mucho tiempo atrás. Sobre todo por la aparente invisibilización de la comunidad afrodescendiente en el discurso oficial. Así lo denunciaba la profesora universitaria Kezia Henry Knight durante un coloquio desarrollado en marzo como parte de la Feria Internacional del Libro de La Habana. Para avalar su premisa ponía de ejemplo una gigantesca valla que en su ciudad natal –Camagüey, 500 quilómetros al este de La Habana– rinde homenaje a las principales personalidades de la historia local. Entre los nueve hombres y las tres mujeres del grupo sólo se cuenta un negro: el poeta nacional Nicolás Guillén. «El racismo no ha dejado de condicionar nuestra identidad, sólo que ahora lo hace bajo la fórmula de lo que pudiéramos definir como “racismo blando”. Se pretende confinar al negro a los espacios que supuestamente le corresponden –el deporte o el folclor–, a condición de considerarlo un buen tío Tom. El cartel de los camagüeyanos ilustres obliga a que nos preguntemos dónde están las figuras negras relevantes de la historia. ¿Es que acaso no existieron?», cuestionó la cientista social.
Con el 75 por ciento de sus habitantes autodefinidos como blancos, Camagüey se encuadra dentro de la extensa franja territorial que separa a las dos concentraciones de población afrodescendiente de Cuba: en el occidente, La Habana; en el suroriente, las provincias de Granma, Santiago de Cuba y Guantánamo. El reporte El color de la piel según el Censo de Población y Viviendas, publicado en 2016 por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información, señala que en esos cuatro territorios reside el 55 por ciento de los cubanos de tez negra y el 80 por ciento de los considerados mestizos. Tal circunstancia condiciona diferencias de fondo, opinó para International Press Service, en enero de este año, la lingüista Marta E. Cordiés, directora del Centro Cultural Africano Fernando Ortiz, radicado en Santiago: «Como en toda Cuba, en oriente tenemos prejuicios raciales, pero tienen una manera diferente de manifestarse. La herencia africana aquí se percibe un poco más, porque ese porcentaje de la población la conservó y transmitió de una generación a otra. Por eso, el racismo resulta menos perceptible que en otras ciudades».
La discriminación racial y su consecuente estela de marginación social y económica son herencia de la larga historia colonial de la isla. Durante el período de la república burguesa (entre 1902 y 1959) encontró campo fértil gracias a la influencia de la cultura segregacionista estadounidense, al punto de desembocar en una breve pero sangrienta guerra racial (que en 1912 dejó alrededor de 3 mil muertos) y en una sociedad de castas a cuyas normas debían adaptarse hasta los más exitosos. En la década del 40 un notable estudio del jurista negro Juan Chailloux Carmona resaltaba que las casas de vecindad de peor condición eran habitadas casi exclusivamente por negros y mulatos, en tanto que aquellas con mayor confort solían vetar a potenciales inquilinos «de color». Ni siquiera el dictador Fulgencio Batista –el «hombre fuerte de los americanos» hasta 1958– logró escapar al sino de su ascendencia mestiza: por años vio rechazada su solicitud de afiliación al más exclusivo club habanero y debió conformarse con el título de socio honorario, sin derecho a acceder siquiera a las instalaciones.
«El problema de la discriminación racial es, desgraciadamente, uno de los más complejos y más difíciles de los que la revolución tiene que abordar. […] Quizás el más difícil de todos los problemas que tenemos por delante», consideró Fidel Castro en marzo de 1959. Este es un prejuicio que alcanza lo mismo al obrero que al «señorito adinerado», lamentó. Más de 40 años después, al dialogar con el periodista español Ignacio Ramonet para la elaboración de su biografía, el viejo líder se vio obligado a reconocer cuánto había quedado pendiente en la lucha por la igualdad racial: «Los negros viven en peores casas, tienen los trabajos más duros y menos remunerados, y reciben entre cinco y seis veces menos remesas familiares en dólares. […] Estamos recogiendo la cosecha de que a los niveles universitarios accedía una proporción menor de jóvenes negros y mestizos».
En agosto de 1994, durante las únicas protestas callejeras ocurridas en Cuba luego de 1959, un porcentaje significativo de los manifestantes tenía ascendencia africana. En el hecho influyó el estado de vulnerabilidad de dicho grupo social y su elevada proporción en la población capitalina. Teniendo en cuenta ese antecedente, en la primera mitad de los dos mil la administración de George W. Bush varió su estrategia con La Habana y la orientó hacia la promoción de los derechos de comunidades vulnerables, particularmente la afrodescendiente. A consecuencia de tal política, los negros y los mestizos han alcanzado un protagonismo notable en el campo opositor, como lo reveló la selección de las «personalidades de la disidencia», que la cadena estadounidense Telemundo 51 publicó poco antes de la visita de Barack Obama, en marzo de 2016. Ocho de los 14 elegidos (57 por ciento) eran «no blancos». En contraposición, el censo realizado cuatro años antes había consignado que los cubanos con esas características fenotípicas no pasaban del 36 por ciento del padrón nacional.
¿CUESTIÓN DE OPORTUNIDADES?
Por los mismos años en que la Casa Blanca abordaba la «cuestión negra» en Cuba, Fidel Castro puso en marcha un programa orientado a facilitar el acceso a la universidad a alumnos de bajos recursos, muchos de ellos de ascendencia africana. Un artículo de 2017, redactado por Román García Báez y René Sánchez Díaz, investigadores del Ministerio de Educación Superior, valora positivamente aquella estrategia. Resalta que propició la incorporación de negros y mestizos en las aulas universitarias, pero alerta que «la permanencia de factores “extrapedagógicos” […] estará incidiendo de manera negativa durante muchísimo tiempo, obstaculizando el acceso de ese grupo social a las carreras “de elite”, concentrándose, entonces, en ciencias pedagógicas, ciencias agropecuarias, ciencias médicas a partir de cierto momento y cultura física».
La asimetría en la formación profesional resalta entre los factores condicionantes que favorecen la reproducción del racismo y la discriminación. Estos no son los «simples vestigios» aludidos por Cuba en sus informes para el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, escribió en su blog, a mediados de 2018, Esteban Morales, prestigioso profesor de Economía Política de la Universidad de La Habana. Morales, también negro, ha considerado «bochornosa» la actitud gubernamental, pues la «problemática racial nunca fue objeto de un tratamiento específico, consecuente y sistemático en el tiempo». En Un modelo para el análisis de la problemática racial cubana contemporánea, un texto de 2002, señala que el error estuvo en pensar «que incluyendo el tema de la racialidad en el programa de justicia social para todos se resolvería ese problema, lo cual nunca fue así».
Aunque desde 1997 el proyecto Color Cubano, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, abordó el tema de la racialidad con un enfoque cultural, no fue hasta 2009 que la máxima dirigencia cubana comenzó a nombrarlo con frecuencia creciente en sus discursos. Desde entonces, el Palacio de la Revolución aprovechó dos elecciones generales –en 2013 y 2018– para elevar la presencia afrocubana en la Asamblea Nacional (el 40,7 por ciento de los diputados son negros o mestizos) y el Consejo de Estado (11 de sus 21 asientos).
Llama la atención, sin embargo, que en el Consejo de Ministros la proporcionalidad sea diametralmente opuesta (29 de sus 34 miembros son blancos). El hecho resulta más significativo si se recuerda que la Constitución promulgada en abril de 2019 modificó las relaciones de poder entre ambos órganos y amplió de manera exponencial las facultades de la cámara ministerial, en cierta medida a costa de las que antes ejercía su homóloga de Estado. Será precisamente el Consejo de Ministros el encargado de llevar adelante el Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial, anunciado formalmente por el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, en noviembre del año pasado. Antes de la llegada de la covid-19, la iniciativa fue acogida con reservas por numerosos activistas de dentro y fuera de la isla, en particular porque el gobierno no había especificado los canales que tendría la ciudadanía para participar en su aplicación.
No se trata de un asunto baladí. Cuando en julio de 2017 una estudiante de Derecho denunció a través del periódico estatal Trabajadores a un taxista privado que la había ofendido por ser negra, cientos de comentarios coincidieron en señalar lo común de ese tipo de episodios y lo inusual que resultaba que se tradujeran en denuncias y sanciones a los infractores. Para la oposición, es una muestra evidente del fracaso del modelo político que rige en la isla. Y si en el proceso se ve implicada la Policía o alguna otra institución pública, mucho más.