El mundo está inmerso en grandes transformaciones globales. El eje se inclina hacia Asia, donde está la mayor concentración de población, la mayor vitalidad económica y un poder tecnológico y militar creciente. La gobernabilidad global está en crisis, los organismos internacionales nacidos de la Segunda Guerra Mundial han perdido su potencial de orientar al mundo, y Estados Unidos y sus alianzas tienen enormes problemas que disminuyen su capacidad como gendarme mundial. Otras fuerzas, legales e ilegales, tienen los medios de influir y de controlar países, ya sean el crimen organizado, grandes corporaciones o sectas religiosas, disminuyendo el poder relativo de los estados. Las grandes tendencias conducen hacia una mayor desigualdad dentro de las sociedades y mayor fragmentación entre los estados y dentro de los estados.
En este panorama, un elemento mayor parece haber perdido la capacidad para cumplir su función: la política, tal como se la concibe en Occidente. Es decir, la política basada en la democracia representativa, organizada en partidos, puesta a prueba regularmente en procesos electorales. Esa política aparece cada vez menos relevante para la vida de los pueblos. Los casos de corrupción, engaños y traiciones en la dirigencia política, tanto en los países supuestamente más adelantados como en aquellos “en desarrollo”, son innumerables, la superficialidad y agresividad de las campañas y los debates es lamentable, el desprestigio de políticos y políticas es creciente. No es necesario abundar en ejemplos, los hay lejanos y cercanos, cotidianamente. Tradicionalmente se ha pensado en los partidos como organizaciones que representan los intereses de clase o de sectores de la sociedad, que trasmiten una propuesta de proyecto nacional. En algunos países también los hay que representan una visión religiosa de la sociedad. Estos partidos se enfrentan para acceder al poder según reglas dadas por la Constitución y las leyes, que son a su vez el reflejo de un estado de fuerzas en un momento de la historia del país. Sin invalidar esta descripción tradicional, y con el debido respeto por las innumerables maneras de tratar el tema en las ciencias políticas y la sociología, proponemos dar una mirada centrada en la manera en que funciona el sistema político en Uruguay y en buena parte del continente y de Europa.
EL SISTEMA POLÍTICO PRODUCE SISTEMITAS… Un sistema es un objeto complejo cuyos componentes se relacionan entre sí. El sistema político se compone de instituciones, gente, así como de valores, costumbres, etcétera. En algún momento dado de la historia, frecuentemente luego de una lucha de independencia o de una guerra civil o de cambios profundos en la sociedad, la relación de fuerzas entre conjuntos de intereses diferentes en un territorio dado se plasma en una Constitución, elaborada para consolidar esa relación de fuerzas. Ésta fija las reglas del juego y los valores fundacionales, dando forma y estabilidad durante períodos relativamente largos a las instituciones básicas de lo que llamamos sistema político en el Estado moderno occidental: la separación de poderes, el proceso electoral, las reglas de democracia representativa. El sistema político está compuesto además por agentes (líderes, caudillos, militantes, comunicadores, electores, ministros, legisladores, policías, jueces) e instituciones como los partidos, incluso con tradiciones, valores, símbolos, himnos y canciones. Dentro de este riquísimo y complejo sistema, con el paso de los ciclos electorales se forman y consolidan en su seno otros objetos complejos, o subsistemas, que desarrollan sus propias reglas, independientes del sistema original.
Entre ellos existe un subsistema cuyo núcleo está constituido por los “compañeros electos o que ocupan cargos de gobierno”. Como su objetivo global es la conquista de espacios de poder, al acceder a él estos compañeros se diferencian de los demás. Este subsistema es a su vez complejo y no obedece a las mismas reglas que el sistema general. Un ejemplo importante se da a nivel de valores. Los “compañeros electos” deben adherir a una “ética de responsabilidad” (Weber): es necesario negociar, escuchar a todos (lidiar con las presiones de los lobbies), no se puede forzar demasiado las cosas, hay que respetar plazos, reglas, procedimientos. Aun con la mejor voluntad y honestidad, el discurso se transforma en “habrá justicia social pero llevará su tiempo, hay que ser realista”. Los militantes y la base electoral, en cambio, se identifican con una ética de principios. El “compañero electo” no sólo ha entrado en un subsistema que tendrá sus reglas propias sino que ha aceptado las reglas del sistema mayor, preexistente e imaginado para eternizar la preeminencia de una elite o clase social. Ambas posiciones, tanto la de una ética de principios como la de una ética de responsabilidad, son “realistas”, pero obedecen a realidades diferentes. La supuesta correa de trasmisión entre el pueblo y sus representantes pierde la carga por el camino, o cuando ésta llega el espacio está ocupado por otras prioridades y necesidades. El sistema político se fracciona, alejando representantes, militantes, simpatizantes. La democracia no es representativa como debiera ni cumple a cabalidad con su función de ventilar los conflictos dentro de su cuadro institucional.
CIRCULEN EN AUTOS CON CHOFER O EN BICICLETA. Los “compañeros electos” se sienten obligados a buscar una reelección para poder continuar el trabajo, y eso ocupa parte importante de su tiempo. Las presiones para decidir según necesidades políticas coyunturales y no según los principios o el programa partidario son cotidianas y fuertes, así como lo son diversas formas de corrupción. Los militantes, por su parte, se sienten usados, traicionados, y los electores cada vez menos representados. Los “compañeros electos” negocian, los militantes exigen, el pueblo demanda. El subsistema “compañeros electos” se transforma en una profesión y en una forma de vida, donde importa la imagen, el estilo de comunicación, la oportunidad. Su dilema está entre vivir para la política o vivir de la política. Los “compañeros militantes”, a su vez, siguen siendo movidos por una vocación de principios, de formulación de intereses de clase, de reivindicación. Esto provoca diferencias de apreciación de la realidad política, así como ambiciones, envidias, incomprensión y lleva a tensiones dentro de los partidos. Los militantes se ocupan de las luchas del aparato partidario, lo que los aleja más de la base, creando las condiciones para la aparición de otro subsistema dentro del sistema político: el subsistema de los compañeros organizados, el partido, que se distingue y separa ya de su base electoral y/o militante, con sus propias luchas de poder.
En eso estamos. En alguno de esos tres lodos, todos revolcados. No se trata de traición generalizada o de engaño sino de reglas diferentes, que pueden ser contradictorias. Hay un pecado original, una ingenuidad política, al pensar que es posible sustraerse a estos sistemas. O estamos dentro y jugamos con las reglas que el sistema impone o, si queremos cambiar las reglas, debemos intentarlo desde fuera. Los “compañeros electos” se han convertido en políticos profesionales, los militantes organizados y el pueblo están en subsistemas diferentes. El sistema político original, la llamada democracia representativa, fue plasmado en una Constitución y en leyes que tienen por objetivo final conservar el statu quo, la prolongación en el tiempo de una relación de fuerzas. Tiene sus propios mecanismos de defensa para evitar los cambios reales. No se puede cambiar el sistema desde dentro, en la práctica el propio sistema cambia y se adapta para seguir existiendo. Lo que llamamos sistema político cambia (se autoorganiza), y con el paso del tiempo los subsistemas se consolidan y distancian entre sí. El corte parece evidente. Está el ejemplo de los partidos con mayor historia y más institucionalizados, que terminan evolucionando hacia un sistema independiente de su base. Tienen personalidades, historias y “próceres”, pero ya casi no tienen electores. Con sus matices particulares este esquema se repite en buena parte de las democracias occidentales. Un ejemplo actual es el Partido Republicano, de Estados Unidos, donde la gran mayoría de los miembros electos han perdido representatividad o sólo conservan su base local ligada a intereses particulares. Una nueva base social de disconformes y justificadamente frustrados ha sido seducida por un nacional-demagogo como Donald Trump, y los militantes tradicionales no saben qué hacer con el aparato de un partido que ya no los representa, y llegan a la insólita decisión de apoyar a un candidato que reconocen que no tiene las condiciones necesarias para ser presidente. Otro caso notable es la aparición de humoristas que ganan elecciones, como el actual presidente de Guatemala, Jimmy Morales; el payaso Tiririca (diputado federal en Brasil), el cómico italiano Beppe Grillo, que llegó a construir la segunda fuerza política de Italia, con 91 diputados y 1.500 consejeros municipales y regionales. Reflejan sin ambigüedad el descreimiento y el fastidio con el sistema político. Todos, de una manera u otra, denuncian “la casta”, el establishment, la elite gobernante, denuncian a los dos subsistemas, el de los que gobiernan y el de los que manejan los aparatos partidarios, logrando ellos conectarse directamente con el electorado. De alguna forma, y no siempre por las buenas razones, actores, payasos y demagogos reconstruyen el sistema político asumiendo una representación directa con la gente, pero desgastando al mismo tiempo la democracia representativa.
EN QUÉ ESTAMOS. ¿Qué queda de nosotros, la base, los electores, el tercer subsistema? Gabriel García Márquez decía en una reunión de la Unesco y el Bid, en 1999: “No esperen nada del siglo XXI, es el siglo XXI que espera todo de ustedes”. Pero lo cierto es que, producto de nuestra propia historia económica, política y social, muchos hemos dejado de ser ciudadanos para ser espectadores. Dejamos de tener opiniones políticas para ser considerados “opinión pública”. La visión del futuro, el sueño y la esperanza que hacen a una nación, o la conciencia que hace a una clase, compiten con el deseo inmediato del consumo. La política se transformó para buena parte de la ciudadanía en espectáculo. Los grandes temas que escuchamos quieren representarnos pero son resultado de encuestas de opinión coyunturales. Esperamos de los políticos profesionales un buen show, no nos convencen sino que “nos caen mal” o “nos caen bien”. En el actual proceso electoral estadounidense las encuestas dan que 59 por ciento de los electores desconfían de Clinton y 60 por ciento de Trump. De los habilitados para votar se espera que menos de la mitad lo hagan. De ellos, más de la mitad no le creen al candidato que apoyan, van a votar por “el menor de dos males”.
¿Qué representa esa democracia representativa? La democracia se construyó en medio de luchas sociales para hacer avanzar reivindicaciones siempre arrancadas y nunca regaladas, y se sostiene hoy sobre los hombros de mediadores y administradores que navegan entre el tradicional poder de las clases dominantes y muchos poderes fácticos sin patria, como las corporaciones, el crimen organizado o las iglesias. La base electoral que vence la indiferencia y va a las urnas vota sin confianza, balanceándose entre malos conocidos y demagogos o recién llegados. En cierto sentido, y sin substraerse a sus propios subsistemas, juegan de otra manera los sindicatos. Al menos en aquellos sindicatos que siguen conectados a sus bases hay una representación real de demandas e intereses populares desde “fuera” del sistema político. Fuera entre comillas, porque siempre que puede el sistema coopta a los dirigentes sindicales, que terminan en el mismo subsistema que los “compañeros electos” o los “compañeros que ocupan cargos de gobierno”, creando la ilusión de que así se comparte el poder, cuando sólo se está repartiendo la carga de la negociación.
DE CERTEZAS A PROBABILIDADES. ¿Podemos cambiar este estado de cosas? ¿Qué destino puede tener el sistema político llamado “democracia representativa”? El premio Nobel Ilya Prigogine dice que vamos “de un mundo de certezas a un mundo de probabilidades”. Las frustraciones y el enojo de los electores dan lugar a nuevas maneras de expresarse, y al uso de todos los medios disponibles. Lo vemos ya en la importancia que van tomando acciones y movimientos que usan las redes sociales, las organizaciones locales, los que salen a la calle con sus cacerolas. Es probable que este tipo de iniciativas proliferen. Es probable que algunas demandas se organicen de abajo hacia arriba, por aquellos que ya no creen que están bien representados. Es probable también que una parte de ese electorado cortado ya del sistema político se deje arrastrar por demagogos que prometen maravillas. Quizá muchos más se vuelvan indiferentes a la política y ésta pase a ser un trámite administrativo más en la vida del ciudadano, quizá las elecciones sean sustituidas por encuestas de opinión. Hay y habrá propuestas de democracia participativa, colaborativa, conectiva, incluso de “democracia autoritaria”, como promueven algunos en Asia. Los beneficiarios de las estructuras que favorecen la avaricia y la explotación seguirán aprovechando el statu quo que les permitió proliferar, mientras dure. El resquebrajamiento de los sistemas que nos toca vivir dificulta vislumbrar qué caminos seguir. La tarea es enorme: encontrar o inventar formas más “humanas” en las que puedan cristalizarse los sentimientos de solidaridad, de indignación por la explotación, los deseos de justicia y de libertad.
* Ex preso político. Refugiado en Francia durante 12 años. Trabajó en la Unesco (París) y en el Bid, e hizo un posgrado en Harvard. Fue profesor en el Instituto de Ciencias Políticas de París. Asesor de la Organización Internacional para las Migraciones, de las Naciones Unidas. El autor agradece a Sergio Orce por sus rigurosos análisis y sus acertadas críticas.