Con el nuevo Director del Interj
Uriarte, que aceptó el reto de dirigir el Interj en un momento crítico, afirma que existe un clima institucional propicio para concretar los cambios, aunque el modelo que pretende aplicar “está lejos” del que se aplica hoy.
—¿Cómo encontró al Interj?
—Todavía lo estoy encontrando. Estos días han sido de urgencias, de emergencias, de detenerse a pensar de a ratos, de cierta planificación. En principio me encuentro con lo que esperaba: una institución con cosas que están bien, más o menos y mal. No podría hacer todavía un diagnóstico acabado y en algunas dimensiones tendré que mantener un poco de silencio para ir tanteando. Después iré ahondando en las distintas reparticiones y armando los equipos de trabajo. Veo un campo de buenas posibilidades, porque hay una atmósfera de cambio en el inau, buenas líneas, mensajes claros, y gente muy valiosa. Y además este nuevo ministerio (de Desarrollo Social), más allá de las dificultades de la hora, permite ambientar y juntar cosas que estaban desparramadas, así como separar lo que hay que separar, y pensar conjuntamente.
—¿Habrá que esperar ese diagnóstico acabado para plantearse los objetivos?
—No, yo tengo objetivos claros, de acuerdo a un modelo al cual debería apuntar. Lo que no está claro todavía es cómo aterrizo ese modelo a la realidad, qué estrategias despliego. El modelo no puede ser fundamentalista ni dogmático, tiene que tener un horizonte pero hay que ver cómo desarrollarlo.
—¿Y cuál es el modelo?
—En primer lugar es una concepción, de la que soy portador, de qué es una infracción desde el punto de vista político-criminal e institucional: qué es un infractor, qué es una institución que se vincula con infractores, cómo debe desarrollar sus objetivos y metodología, y sus mecanismos de evaluación.
La infracción para mí es una construcción social, jurídica, que determina que un comportamiento es un delito al que se le adscribe una sanción, que en el caso de los jóvenes es una medida socioeducativa. Pero eso no le da una sustancia propia a “lo delictivo”, porque es una construcción antes que una realidad. A partir de eso pienso que la minoridad es una construcción institucional. Mi gestión no debe apuntar tanto a un proyecto criminológico de menores infractores sino también a la idea de la minoridad infractora, porque ésta es un producto institucionalmente construido.
Esto quiere decir que en vez de mirar tanto al joven que está ante mí, miro a los procesos institucionales que hacen que el joven esté ante mí. Se trata de un cambio en la concepción, obviamente un cambio en los objetivos, en la metodología y en los resultados esperados.
Yo vengo influido por toda la temática de los derechos humanos, no como un ingrediente para una ensalada sino como una antropología personal, filosófica, ética, a partir de la cual articulo las cosas. Entonces, derechos humanos e infracción, desde estas dos perspectivas, se suman en el campo de los jóvenes a un proceso jurídicamente revolucionario que en las instituciones todavía no se ha concretado: eso es un horizonte, pero también es un modelo al cual apuntar con las instituciones. La institución punitiva es particularmente compleja, y hay que entender su complejidad, sobre todo cuando uno se plantea una estrategia de cambio.
—¿Qué tan lejos está el modelo actual del modelo pensado?
—Está lejos, por su propio diseño. La resolución de creación del Interj está anclada en un paradigma superado, impracticable, y tremendamente frustrante para el sistema y los funcionarios. Nace con el designio de rehabilitar a alguien, lo cual implica ponerlo bajo una cobertura discursiva de una ideología que a mi juicio está superada. Ya nace con una meta que no va a cumplir, en un país que se empezaba a caer. Entonces, nace con un discurso criminológico muy puro que pasaba por el siguiente esquema: menor infractor por determinadas causales que lo llevaron al delito, lo saco, lo trabajo, lo rehabilito y lo devuelvo. Ese es un modelo que califico como alucinado, fuera de la realidad.
En la mitad de los noventa algunos sociólogos y politólogos se dieron cuenta de que las políticas sociales en Uruguay estaban diseñadas para un país que ya no existía, basado en la familia nuclear y con trabajo. Ahora apareció la exclusión social, que es el producto final de un proceso expulsivo. Como ese Uruguay no tiene respuestas de otro tenor, y como no había políticas de familia y niñez ni instituciones para ello, el inau (en ese entonces iname) y el Interj comienzan a trabajar con la emergencia y a éste le toca trabajar bajo el signo de la intervención punitiva.
Como no hay nada entre la situación de exclusión social y el Interj-inau, los gurises empiezan a llegar por esa vía al sistema de contención. Yo digo que esto es lo mismo que pasa con los bañados, que cuando hay creciente el agua entra rápido y sale lentamente, son reguladores de creciente. Cuando desaparece el bañado y entuban, el agua va con una violencia depredatoria brutal. Lo que ha pasado es que la situación cambió de tal forma que necesitamos un bañado que no había. Una zona en la que cual la exclusión no termine en la institución punitiva. Se dispararon las cifras de intervención institucional, por vía de amparo o por vía punitiva, pero todo muy mezclado. Además del proceso conocido de infantilización de la pobreza, hubo un proceso de infantilización de la detención y la privación de libertad.
Así que al Interj empezaron a recargarlo, a exorbitar su capacidad instalada, cuando comienza el aumento de la privación de libertad. Hasta el año 2000 fue más lento, porque aparecieron los programas de libertad asistida. Antes, esos programas no funcionaban como alternativa a la privación de libertad sino a la libertad, pero luego se disparan y se multiplican por tres. Desde entonces, comienza la crónica de una muerte anunciada, porque el sistema se recalentó y empezaron a saltar los tapones. Y los tapones son el Interj. Ese es el balance que yo hago en perspectiva histórica.
—Está claro cuál era el contexto social en el que se creó el Interj. Pero también había una realidad institucional complicada y se había apostado por un modelo determinado y por determinadas personas. ¿Se puede contar con esa gente para el nuevo modelo?
—Ese es un punto neurálgico. Creo que cuando se cambia el enclave institucional a la vez que se produce una gran movilización subjetiva mucha gente encuentra un espacio que antes no tenía. La misión mía es mostrar claramente cuál es el espacio de trabajo que tiene mucha gente que, se puede decir, de otra manera no funcionaba. Tengo claro cuál es mi planteo para ver si sigo adelante con esas personas. Separo claramente, por ejemplo, lo que es seguridad en la privación de libertad de lo que es trabajo social o educativo.
Un error de diseño inicial de la institución es que esto se mezcle. Por más que había muchos educadores, había otros que tenían una doble práctica. Y ese fenómeno institucional termina pervirtiendo cualquier discurso que apunte a una gestión de trabajo social o educativo. Lo primero es separar, y yo doy la opción de alinearse en la seguridad, en la privación de libertad (y profesionalizarse en ella) o de alinearse en la educación. La línea político institucional que planteo es diseñar primero un trabajo y después el sistema de seguridad para eso, no al revés.
—Hablando de complicaciones institucionales, usted habló hace algunos días de corrupción y de pactos entre funcionarios y autoridades anteriores. ¿Cómo piensa actuar con eso?
—Primero voy a aclarar lo que dije. Cuando en las instituciones duras de privación de libertad se pierden los programas de trabajo social educativo y la institución queda en manos de la seguridad, como no está diseñada para organizar un cotidiano educativo, termina en un statu quo pactado, como señala Eugenio Zaffaroni en un trabajo publicado en 1991. Y cuando eso queda aislado se fortalece y se trasforma en un núcleo de poder donde, entre otras cosas, hay corrupción, hay transas. Un periodista me preguntó si ese era mi diagnóstico. No, pero quiero verlo con mis propios ojos. Eso fue lo que dije. Cuando estas cosas pasan ya voy alertado de que tengo que hacer un nuevo diseño de la seguridad, traerlo y meterlo en un trabajo de grupo. Ahí sé cómo juego y cómo se maneja la institución.
—Ahora, ese diagnóstico general es parecido a lo que se ha denunciado varias veces.
—Sí, es parecido porque es así. Pero acá no hay que reaccionar sacando a determinadas personas, porque el sistema quedaría intacto. Lo que genera la violencia está antes. Por eso yo creo que el principio de humanidad en los establecimientos de privación de libertad no es sólo el punto final de la tortura, del maltrato, del abuso, sino que hay que desplazarlo hacia atrás, hasta la tolerancia a las estructuras institucionales que tarde o temprano llevan a eso.
—¿Qué piensa de las recientes posturas del sindicato del inau?
—Creo que es un componente histórico. Han escrito una página que no está en los libros, que es sumarse a un planteo de minimización de la privación de libertad, pero como actitud gremial. Creo que eso es justo desde el punto de vista de su fuero sindical, porque luchan por sus condiciones de trabajo, pero además es justo desde el punto de vista de los derechos de los jóvenes privados de libertad. Y es justo de acuerdo al principio de uso excepcional del recurso. Aparte de eso, el planteo tiene un respaldo teórico, jurídico, porque hay autores que comienzan a pensar, en criminología, cómo se puede frenar la privación de libertad. Una de las posibilidades es la idea del número de tope: cuando entra uno sale otro, no puede haber más gente que lugares.
—¿Las instituciones están preparadas para aplicar un sistema como ése?
—Probablemente no en este momento. Pero ese es un mandato constitucional, porque el hacinamiento viola la dignidad del ser humano, cosa que la Constitución prohíbe. Aceitar un mecanismo de esa naturaleza, sobre todo cuando se pone en marcha un proceso, es complicado. Pero en el año 1991, cuando en Miguelete murieron tres chicos, la Suprema Corte de Justicia aconsejó a los jueces que fueran muy prudentes a la hora de enviar jóvenes a un lugar con hacinamiento. Así que hubo una política institucional, y en aquel momento funcionó.
En estas instancias conflictivas que vivimos yo sugerí reglamentar el abanico de medidas alternativas, en consulta con el Poder Judicial, para que los jueces dispongan de posibilidades ante la privación de libertad. Y todavía no son políticas sociales, son intervenciones punitivas que dentro tienen trabajo social, que no es lo mismo. Todo esto funciona como un mecanismo muy frágil, basta un episodio con resonancia pública para que automáticamente empiece a desestabilizarse.
Hay una fragmentación estructural entre sistema legislativo, Policía, justicia, ejecución de medidas, pero es posible acordar algunas líneas políticas sin perjuicio de mantener la aplicación de la ley, porque el Código da ese espacio.
Lo que ocurre es que hay un vacío que estaba siendo llenado sólo por la libertad asistida, y ésta entró en crisis al cambiar el Código del proceso que le quitó espacio. Por otro lado, creo que a los jueces también hay que darles un programa cautelar alternativo. Eso implica un cambio de cabeza en algunos técnicos y darles a las medidas cautelares otras posibilidades, siempre dentro del marco agobiante de la intervención punitiva.
—¿Qué es lo que hay que cambiar en el sistema de medidas alternativas?
—Hay que generar un abanico para garantizar que funcione y continuar avanzando en una autocrítica de los programas de libertades asistidas, tratando de formular sus objetivos de otra manera, los indicadores de gestión y el control, porque si la institución pública no controla eso se pierde en una tercerización que va en contra del principio republicano de gobierno.
—¿Hasta qué punto todo eso no está condicionado, desde el momento que los programas son realizados a través de convenios con otras organizaciones?
—Creo que los convenios hay que rediseñarlos pero también el Interj tiene que controlar esos convenios, y nadie puede molestarse por eso. De lo que se trata es de diseñar objetivos e indicadores y hacer un control racional, que sea el mismo que haga el ministerio público y el Poder Judicial dentro de las limitaciones institucionales y dentro de las diferencias que pueden tener jueces y fiscales por su independencia técnica.