Hasta muy avanzado el siglo pasado, los psiquiatras del Vilardebó llevaban de un modo ostensiblemente personal las historias de sus pacientes. “Sospecho que cada uno se hacía imprimir sus propios libros de registro”, deslizó Magela Fein, la investigadora que llegó hace una década al hospital Vilardebó en busca de los papeles de un caso. Se encontró con un volumen enorme de documentación en trance de desintegrarse, y sobre esa base viene construyendo –con el apoyo de la enfermera Selva Tabeira y los pacientes de la sala 12– el Espacio de Recuperación Patrimonial, que Brecha volvió a visitar la semana pasada.
Con el libro de Duffau recién leído, había con qué pensar sobre la clase de tipos que serían aquellos primeros psiquiatras. El historiador no arriesga un número definitivo, pero de los datos que da cabe deducir que, entre expertos y aprendices, el año en que la cátedra empezó a funcionar la nueva comunidad científica difícilmente superaba las veinte personas. Fue en 1908, el año del censo que contó un millón de habitantes (uno de cada tres, analfabeto; uno, cada cinco, extranjero), cuando la esperanza de vida andaba en los 50 años y el presidente Claudio Williman, esmerado administrador de bigote patricio, llenaba el espacio entre el primer y el segundo gobierno de don Pepe Batlle y Ordóñez.
Los escasos libros sobre los que se fundaba la nueva ciencia estaban casi siempre en francés. Decían, por ejemplo, que “la disolución de las costumbres constituye causa activa de la degeneración intelectual, física y moral”, que la desenfrenada vida de las urbes modernas explica “que fracciones más o menos considerables del cuerpo social están expuestas a contraer las afecciones cuyo germen fatal se transmite a las generaciones del porvenir, desarrollando en ellas los tipos propios de una degeneración progresiva”, como escribía el francés Bénédict Morel en su Traité des maladies mentales.
TODAS ADENTRO. Pero el libro que Fein puso sobre la mesa es algo posterior, de 1923, cuando la economía ya se había recuperado de la crisis que frenó los impulsos más radicales de Batlle y Ordóñez y ocupaba la presidencia de la República Baltasar Brum, de sólo 40 años. Aún no ha sido posible saber a cuál de los diez médicos que integraban entonces la plantilla del hospital perteneció el mamotreto rotulado “Historias clínicas”. El nombre no aparece por ninguna parte, pero era de un individuo minucioso. El libro, de páginas bien grandes –casi cincuenta centímetros de largo–, destinaba dos a cada caso. En la segunda se narraban los hechos que habían conducido a la internación, los tratamientos dispuestos y sus resultados, el diagnóstico y la fecha de egreso. En la primera se consignaba información sobre el pasado de la persona mediante un formulario predeterminado.
Uno de los casilleros de ese formulario pedía que se indicaran los “antecedentes mentales, apopléticos, histéricos, epilépticos, sifilíticos, tuberculosos” que el paciente tuviera. En el caso de una muchacha internada el 10 de febrero de 1923, el psiquiatra escribió allí: “Padres mulatos”. En el de otra, de 24 años, sirvienta, negra, madre de una bebé de 3 meses, se consigna como rasgo patológico que reaccionara agresivamente “al pretender(se) separarla de la nena”, pero la inútil ira del transcriptor se diluye pronto al recordar aquel universo disciplinar reconstruido por Duffau, en el que la “mezcla de razas” circulaba como una explicación verosímil de algunas enfermedades mentales.
De todos modos, lo más interesante suele estar en la segunda página de cada caso. En una de ellas se lee sobre una joven a quien su hermana internó por sufrir “ataques”, “acompañados de grandes convulsiones”, durante los cuales “pierde el conocimiento, echa espuma por la boca, se muerde la lengua, se orina, etc.”. Como el lector sospechará, la enfermedad de la paciente era epilepsia.
Según Duffau, a esa altura, al menos para los médicos, las crisis epilépticas ya no eran la manifestación de la lucha del cuerpo del enfermo con el demonio que lo había poseído. Pero, desde fines del siglo XIX, por la iniciativa de los médicos Juan Héguy, del Asilo de Mendigos, y Pedro Visca, del Hospital de Caridad (hoy Maciel), estos pacientes eran internados en el manicomio. “Padecen por lo general de manía impulsiva, en cuyo caso se tornan peligrosos, y requieren suma vigilancia y la aplicación de medios represivos”, fundamentaron los galenos.
Más enfático todavía era el penalista Lorenzo Vicens Thievent. “El crimen y la epilepsia son dos fenómenos inseparables y el segundo no es sino la explicación del primero. No todos los epilépticos son criminales, pero en el fondo de cada criminal vive un epiléptico”, concluía en su libro El crimen y la epilepsia, publicado en 1913.
En el caso del que hablamos, la hermana no pareció satisfecha con los resultados del encierro. Al año y poco solicitó, y parece haber obtenido, el alta de la chica.
DIAGNÓSTICO Y SOLIDARIDAD. Otro motivo de encierro bastante sorprendente es el diagnóstico de “locura moral”. Así definió el psiquiatra, cuyos registros venimos recorriendo, el mal padecido por una francesa de 38 años remitida al manicomio por la Seccional Segunda de la Policía de Montevideo el 13 de enero de 1923. “Dice la enferma que a causa de un altercado con un hombre fue llevada a la comisaría y luego al Manicomio. Ingresa intranquila, al parecer con alucinaciones auditivas, confusa (y con) insomnio.” Luego “se tranquiliza, come y duerme bien”. En definitiva, anota el galeno, “no presenta nada de anormal”. Sin embargo, le diagnostica “locura moral” y, al lado del diagnóstico, entre paréntesis, escribe “meretriz”.
Pocos
días después, el médico reiteró esta conducta algo esquizoide al recibir a una
paciente que carecía de “antecedentes mentales” y “no presenta(ba) síntoma alguno mental”: la mantuvo internada todo un año para después
derivarla a la Colonia de Alienados de Santa Lucía (hoy Etchepare). Era una
joven de 22 años sin parientes conocidos. Los responsables de su ingreso al
manicomio no documentaron los motivos. Pero, según había averiguado una
enfermera, la vida de la muchacha había sido un desastre. De niña, la habían
dejado a cargo de una mujer, y, cuando creció y quiso irse con su novio, esta
decidió encerrarla en el Asilo del Buen Pastor, destino corriente de las
adolescentes “conflictivas” de los sectores populares. La enfermera decía que
la muchacha había sido siempre “muy nerviosa, de carácter irritable”,
que, “cuando se la reprendía, se mesaba el cabello, se tiraba al suelo”,
y que “en el Asilo hacía lo mismo”. Las monjas que regenteaban el
establecimiento decidieron llevarla al Vilardebó cuando, “por causa de una
pieza de ropa, se puso agitada y hablaba de matarse”. Sin embargo, en su
ingreso al hospital se mostró “tranquila, muy humilde”.
El médico la diagnosticó como “débil mental”, pero es probable que la
haya mantenido internada porque no había quien se hiciera cargo de ella. Como
escribió Duffau, “la internación o el seguimiento de los enfermos no era
solo un problema asistencial, sino también de protección social”.
GALLEGUITA. El historiador ha señalado que, durante parte del período que investigó (1860-1911), la mayoría de los internos del Vilardebó eran inmigrantes pobres. La Tribuna Popular, diario blanco que a lo largo de su historia atacó a los inmigrantes con cuanto elemento encontró, los culpó del hacinamiento en el hospital: “Ese contingente es el que contribuye a empeorar la situación de los enfermos de nuestro país que necesitan aislarse en aquel establecimiento”, apuntaba el matutino.
En 1896, la Comisión Delegada, que administraba el manicomio, aprobó al respecto una propuesta del abogado Alfredo García Lagos, que la integraba (blanco también él y, mire usted, padre de la última hija de Clara García de Zúñiga). “Si es cierto que cada país con sus recursos propios debe asistir a sus ancianos, huérfanos y enfermos desvalidos, en una palabra, curar sus llagas sociales, no lo es menos que la verdadera caridad empieza por casa”, se argumentó en la instancia, al prohibir la internación de enfermos psiquiátricos extranjeros.
Pero las lamentaciones de La Tribuna son 14 años posteriores a la resolución, así que cabe pensar que otras sensibilidades la fueron aboliendo. El libro de 1923 se asoma a la historia de una española que llegó al hospital el 15 de marzo. Tenía 13 meses en el país. “Ella se negaba a venir”, escribió el ignoto internista. Sin embargo, “sus padres llamaron al juez y extendieron un papel” de acuerdo al cual había contraído matrimonio civil con un amigo de la familia que le impuso cruzar el Atlántico. El individuo “la colocó en una casa”, escribió el psiquiatra. “A fin de mes le exigía todo el dinero, en fin, la explotaba.” Una apendicitis la condujo al hospital Maciel, donde, además de operarla, tuvieron que hacerle una “fijación de útero”. Fue durante esa convalecencia que comenzó a sentir intensas cefaleas acompañadas de mareos. A veces, “cantaba, reía, etc.”, y otras, “se mostraba temerosa, desconfiada”. Comenzó a sufrir anorexia e insomnio. La trajeron al Vilardebó “llorosa, en estado de agotamiento extremo”. En su nuevo alojamiento, logró comer y dormir de un tirón. “Mejora notablemente”, aseguró el galeno.