La lucha contra el crimen organizado, en el esquema del nuevo gobierno, exhibe un revelador acoplamiento con la estrategia estadounidense de guerra contra el terrorismo y el narcotráfico.
La ecuación multicolor sobre inseguridad ciudadana, que fue un exitoso caballo de batalla electoral, quedó definitivamente atrás. La discusión inicial sobre si la inseguridad requería desplegar soldados en las calles ha sido rápidamente superada. Ahora la apuesta es en un nivel superior: se trata de “seguridad y defensa”, un concepto acuñado por el futuro ministro Javier García, que recuerda la “seguridad en desarrollo” de 1974 e impulsa una unidad de acción de policías y militares ante los “desafíos” de los enemigos de estos tiempos: el narcotráfico, el crimen organizado, el terrorismo y la corrupción.
En una reunión hecha el martes 22, Jorge Larrañaga y Javier García confirmaron que sus respectivos ministerios trabajarán en forma conjunta ante “una situación de emergencia en materia de seguridad pública”. García reiteró: “La lucha contra la inseguridad y la defensa del país son conceptos que van agarrados de la mano”.
El próximo ministro está entusiasmado con su idea de desplegar unos mil efectivos militares en la frontera para contener el narcotráfico: “El narcotráfico pasa por las fronteras y después termina acá, en la esquina. Para que haya crimen organizado en el país, tuvo que pasar por la frontera”. La explicación exhibe cierta ingenuidad, sobre todo ante la evidencia de que los cargamentos de droga aterrizan bastante lejos de la frontera y los cuarteles generales del crimen organizado son vecinos de los centros bancarios, las zonas francas y los bufetes de abogados. Pero da igual: la intención política es construir un enemigo poderoso, el crimen organizado, y transformarlo en el eje de una nueva política de seguridad nacional.
A este proyecto se sumó Álvaro Garcé, ex comisionado parlamentario para cárceles y asesor del presidente electo en materia de seguridad, quien será nombrado director de la Secretaría de Inteligencia del Estado, cuyos cometidos y atribuciones quedaron detallados en la ley de urgente consideración que será debatida tras la asunción del nuevo Parlamento. En una entrevista con periodistas de El País Garcé confirmó que la reestructura de la inteligencia (esto es, una coordinación estrecha basada en pautas comunes entre los distintos aparatos policiales y militares) “apuntará a todas las modalidades del crimen organizado; entre ellas, el tráfico de drogas, el lavado de dinero, el contrabando y el abigeato”. “También hay otras cuestiones, que tienen que ver con ciberataques, el terrorismo, la trata de personas.”
Así, entonces, el futuro es predecible: Uruguay se embarcará de lleno en la política diseñada por las administraciones estadounidenses, que impulsan la guerra frontal contra el narcotráfico, al que, como acaba de definir Donald Trump, se considera, antes que nada, terrorismo. Los cárteles de la droga, desde México hasta Brasil (y eventualmente la Provincia Cisplatina), serán, a partir de ahora, objetivos militares estadounidenses para los que no existen fronteras nacionales. Definido en esos términos y sin debate político de por medio –excepto la afirmación de que hay una “emergencia de seguridad”–, esta nueva política de defensa nacional se incorpora de lleno en la estrategia estadounidense que pretende, por la vía del narcotráfico, otro mecanismo de injerencia e intervención. La opción o bien fue adoptada en secreto, o bien es producto de una superficialidad suicida.
Sin “seguridad para la defensa”, Uruguay multiplicó a lo largo de 2019 la captura de grandes embarques de droga por un total de 12 mil quilos: casi una tonelada de cocaína decomisada en una casa de Parque del Plata, tres toneladas incautadas en un contenedor que tenía como destino África y seis toneladas escondidas en una tolva de un establecimiento agrícola de Soriano.
La contracara de esos éxitos represivos son los “daños colaterales” de la penetración del narcotráfico: en la unidad militar de Laguna del Sauce, oficiales y personal subalterno montaron un esquema de robo de combustible para aviones que tenía, entre otros, clientes del narcotráfico; el productor agrario que intermediaba en el pasamanos de las seis toneladas de cocaína estaba vinculado a Cabildo Abierto. Sería iluso pensar que la corrupción vinculada al narcotráfico surgió en 2019; simplemente quedó en evidencia. Lo que no se sabe es qué penetración tiene esa corrupción en todos los estamentos, civiles, policiales y militares.
La experiencia acumulada de la guerra contra la droga en América Latina exhibe un rotundo fracaso a lo largo de las décadas. La militarización del combate al crimen organizado se traduce en una mayor corrupción (fundamentalmente en los cuerpos represivos), en el afianzamiento de estructuras paramilitares y en una espiral de violencia (sólo en México la guerra contra el narcotráfico desplegada por Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón se cobró más de 250 mil muertos y más de 40 mil desaparecidos; “la estrategia anterior convirtió el país en un cementerio”, dijo recientemente el presidente, Andrés López Obrador).
Una constante de la guerra contra las drogas es su utilización como pretexto para desplegar una guerra sucia contra los movimientos populares. A veces, con la excusa de “enfrentamientos entre narcotraficantes”, las fuerzas represivas y los paramilitares mantienen una represión sistemática, ya sea en México, Colombia, Ecuador o Brasil, escenarios de la guerra contra el narcotráfico. Por eso resulta impactante la revelación de La Diaria, que confirma que “en los batallones del Ejército uruguayo se entrena en combate urbano, y las hipótesis de conflicto que se manejan trascienden la posibilidad de una invasión extranjera: otro de los enemigos definidos es el ‘terrorismo’, según fuentes militares”. El informe de la periodista Natalia Uval consigna que, “en algunos batallones del interior del país, los superiores les dicen a los soldados que el enemigo a combatir es el narcotráfico y que deben estar preparados para ‘salir’ en cualquier momento a ‘eliminarlo’”. Consigna, además, que las hipótesis principales son el terrorismo y la invasión extranjera, “aunque las técnicas también se pueden usar contra el narcotráfico y las guerrillas”.
El entrenamiento militar en lucha urbana, confirmado por el ministro de Defensa, José Bayardi, fortalece la sospecha de que, en los esquemas de los mandos militares, la “seguridad nacional” sigue siendo “la misión”, y ese esquema se refuerza con la escalada de definiciones que en materia de seguridad amontonan los representantes del próximo gobierno.