El régimen cívico-militar uruguayo (1973-1984) pretendió formalizar la intervención autoritaria apelando al respaldo popular directo para aprobar una reforma constitucional que tenía objetivos muy claros. El proyecto recortaba formalmente derechos que ya habían sido avasallados por la dictadura, como la prohibición de allanamientos nocturnos y el derecho de huelga. Las Fuerzas Armadas asumían jurídicamente todas las competencias referidas a la “seguridad nacional” y se reforzaba el Ejecutivo en perjuicio del Legislativo. Respecto de los partidos políticos, se disponía la eliminación del doble voto simultáneo y se establecía la candidatura única por partido. La representación proporcional integral se modificaba para limitar el funcionamiento y la formación de los partidos políticos. En definitiva, se proponía una suerte de democracia tutelada y acotada, con la exclusión de sectores políticos de izquierda y el control sobre los poderes establecidos, la ciudadanía y los partidos políticos tradicionales (Partido Colorado y Partido Nacional).
La propuesta de reforma constitucional ya estaba prevista en el decreto 464/973 del 27 de junio de 1973, así como su ratificación popular. La puesta en marcha se originó en la confianza desmesurada hacia un poder de persuasión que apelaba al miedo al “comunismo” y al mismo tiempo a la esperanza de una apertura (de aprobarse la reforma, en 1981 habría elecciones). Dicha propuesta se impulsó en una coyuntura económica caracterizada por una supuesta mejora en algunos indicadores, como el crecimiento del producto bruto y la reducción de la desocupación –producto básicamente de la emigración a Argentina–, que contribuyeron a generar optimismo en las cúpulas militares respecto de la aceptación de la ciudadanía. A ello se sumó la necesidad de contrarrestar el progresivo deterioro de la imagen de Uruguay en el exterior (que se reflejó en las manifestaciones de desacuerdo de la administración Carter con el gobierno militar por la violación sistemática de los derechos humanos).
De forma casi simultánea, en Chile el gobierno militar liderado por Augusto Pinochet propuso también una reforma constitucional. Esta reforma, también plebiscitada en 1980, tenía objetivos similares a los planteados por la uruguaya y en particular contenía una serie de cláusulas “cerrojo” que buscaban constreñir la acción de cualquier gobierno que asumiera en el futuro.
¿POR QUÉ NO EN URUGUAY Y SÍ EN CHILE? Suelen compararse Uruguay y Chile, argumentando que ambos tienen una similar tradición democrática en sus sistemas políticos. Sin embargo, compartimos el criterio de Marcelo Cavarozzi (2013), quien considera que la democracia emergió tan tardíamente en Chile que se podría postular que su establecimiento coincidió casi temporalmente con su caída. A diferencia del caso uruguayo, el régimen político chileno no alcanzó niveles de participación y competencia que permitieran considerarlo siquiera formalmente democrático, hasta muy poco antes de su derrumbe en 1973. Sólo con la reforma agraria establecida por la Democracia Cristiana de Frei a fines de la década del 60 se debilitó efectivamente el yugo al que estaba sometido el campesinado en el Valle Central y en las regiones del sur. Claro está que esta medida fue revertida por la dictadura militar, con lo que en parte se restablecieron los vínculos jerárquicos en las zonas rurales. Adicionalmente, en el caso chileno el “miedo al comunismo” tenía un referente concreto en la experiencia de los tres años de la Unidad Popular, a la cual el régimen autoritario asoció exitosamente con un rasgo secular de la economía chilena: la inflación y sus efectos negativos sobre los ingresos de los sectores populares. En resumen, en Chile se retornó a las visiones jerárquicas del pasado oligárquico –que no estaba allá lejos, en el fondo de la historia– y se instaló creíblemente la idea de que el desorden era producto del régimen socialista y… democrático.
Por el contrario la democracia uruguaya se desarrolló muy tempranamente, y es en la configuración partidaria original y su relación con el Estado donde se encuentran algunas de las claves para comprender la particularidad de la política uruguaya. En Uruguay se conformó una expansión del Estado de bienestar –limitado y modesto– vinculada estrechamente al triunfo de la democracia representativa. Esto implicó la conformación de una cultura política más democrática en el caso uruguayo.
Este es quizás uno de los aspectos más importantes, la cultura política, que llevó a que los resultados de los plebiscitos fueran diferentes: mientras que en Uruguay triunfó el No (57 por ciento frente a un 43), en Chile lo hizo el Sí (67 por ciento a favor y 30 en contra). Sin embargo, hay otros elementos para considerar en la comparación.
Sin bien en ambos casos hubo restricciones a la libertad de expresión, además de censura y prohibición, en el caso uruguayo existieron expresiones de rechazo a través de volantes y pegatinas. La campaña de oposición se hizo especialmente desde el semanario Opinar, algunos editoriales con firma en el diario El Día, los comentarios del entonces periodista (y luego en democracia senador de la República) Germán Araújo en CX 30 La Radio. También hubo algunos actos públicos, varios de los cuales terminaron con oradores y organizadores presos o proscritos. Un jalón importante en la campaña fue el debate televisivo entre Néstor Bolentini y Enrique Viana Reyes (ambos a favor de la reforma) y Enrique Tarigo y Eduardo Pons Echeverry (contrarios a ella). En aquél los opositores al régimen militar derrotaron verbalmente a sus antagonistas. El momento más recordado por la opinión pública fue cuando Pons Echeverry comparó a los civiles que apoyaban al gobierno militar con los “rinocerontes”, en alusión a la obra de Ionesco en la cual asimila la nazificación con la transformación de los humanos en rinocerontes.
Asimismo, los pronunciamientos partidarios en contra del proyecto jugaron un papel importante, a pesar de las fuertes restricciones a la libertad de prensa y los líderes proscritos, presos o exiliados. A partir de 1976 (año en que debían realizarse las elecciones nacionales), los partidos políticos tuvieron un cambio posicional. Frente a los propósitos militares de control y restricción del margen de maniobra de los partidos tradicionales, diversos sectores y líderes políticos comenzaron a proclamar su oposición. Estas manifestaciones surgieron de aquellos grupos políticos tolerados por los militares, que a partir de ese momento retomaron su lugar en la escena política. Todos los sectores partidarios apoyaron el No, con la excepción del grupo de Jorge Pacheco (Partido Colorado) y de algunos herreristas y sectores orientados por Alberto Gallinal (Partido Nacional).
En el caso chileno la censura fue más férrea, así como lo fue el grado de violencia ejercida por la dictadura liderada por Augusto Pinochet. Además, no fue transparente el acto electoral, ni su resultado: el ex presidente Patricio Aylwin y otros integrantes de la oposición política objetaron –sin suerte– el resultado. Algunos consideran al plebiscito chileno como un “fraude”.
TRANSICIÓN, DEMOCRACIA Y CENTRALIDAD DE LA IZQUIERDA. Las consecuencias más inmediatas del No en Uruguay fueron la deslegitimación de los militares y la conformación de un frente común opositor al régimen. El resultado del plebiscito provocó la crisis del régimen militar y abrió el camino a una transición hacia la democratización. Este proceso llevaría cuatro largos años, porque a pesar de la derrota en las urnas, los militares continuaron teniendo el poder. El objetivo militar seguía siendo reformar a los partidos tradicionales y oponerse al resurgimiento de los grupos de izquierda. Para ello convocaron en 1982 a elecciones internas de los partidos tradicionales, en un nuevo gesto autoritario.
Desde el comienzo de la dictadura los militares pretendieron modificar a los partidos políticos tradicionales para hacerlos más “funcionales”, pero esa intención fue rechazada por la ciudadanía en el plebiscito de 1980 y luego por los políticos en las conversaciones que se sucedieron a lo largo del “proceso”. Ante los sucesivos fracasos ensayaron el último intento: modificar el equilibrio interno de los partidos a través de una elección interna (con múltiples proscripciones: de partidos y de líderes). Si el resultado correspondía a las expectativas de las Fuerzas Armadas, los sectores más “autoritarios” de cada partido tendrían mayor poder y serían los que gobernarían a partir de noviembre de 1984.
Los resultados de las elecciones internas significaron un rechazo rotundo al régimen pues las opciones más democráticas recibieron un mayor caudal de votos (65 por ciento frente a un 28 de sectores más cercanos al régimen autoritario, y un 7 por ciento de votos en blanco). En definitiva, las elecciones de 1982 significaron el retorno legal al bipartidismo y el respaldo ciudadano a los sectores más opuestos a la dictadura militar. Respecto del Frente Amplio, sus partidarios prefirieron mayoritariamente votar por algún candidato opositor a sufragar en blanco.
Aunque continuaron las represiones, proscripciones y censuras, el camino hacia la redemocratización se había inaugurado como consecuencia de una cultura política francamente antidictatorial. El Frente Amplio, y en particular algunos de sus dirigentes, se constituyeron en actores reconocidos por “los otros” a partir de las negociaciones entre los militares y los partidos políticos. Después de intentar destruir la organización partidaria mediante la ilegalización, la represión y la cárcel, las Fuerzas Armadas, paradójicamente, tuvieron que reconocerlos como interlocutores legítimos.
En definitiva, el Frente Amplio adquirió relevancia política y sobre todo reconocimiento y legitimación tanto de los partidos tradicionales como de los militares, que debieron recurrir a este grupo político para que se concretara un acuerdo que habilitara la “salida” de la dictadura. Este proceso de aceptación fue simultáneo al cambio interno de la coalición de izquierda: los líderes frenteamplistas y gran parte de sus militantes revalorizaron la democracia como régimen de gobierno y abandonaron mayoritariamente los comportamientos antisistema. A partir de ese momento el Frente Amplio fue tomando las características de un partido político más en el espectro partidario uruguayo, con capacidad de generar consensos y alianzas más allá de la izquierda. El segundo gran paso fue en 1989, cuando Tabaré Vázquez accedió al gobierno de la capital. Esta victoria electoral significó el reconocimiento del Frente Amplio como un partido de gobierno. El resto es historia reciente.
* Profesora titular de la Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín.