Cuando un chico rebana con una sierra mecánica un árbol de Palo Rosa, los anillos del tronco que nos revelan su edad se tiñen de chorros de savia roja. Esta sangre vegetal es cada vez más joven: apenas quedan ya ejemplares mayores de 35 años. Por eso, cuando uno de esos adolescentes fibrosos encuentra uno en pleno monte, se le pasa momentáneamente el colocón de marihuana y, por unos segundos, deja de beber de la lata de bebida energética que suelen llevar en la mano. Saben que, a miles de quilómetros de allí, un empresario chino pagará una fortuna por esa maravilla de la naturaleza para ser laminada por la insaciable industria del mueble chino.
La mayor dictadura del mundo sabe que ni sus clases media y alta ni las del resto del mundo quieren solo muebles de aglomerado chapado: la pandemia de covid-19 ha desatado un furor por la renovación de la decoración de las casas, y el aumento de los anuncios en las redes sociales de empresas de artículos de decoración es la prueba más evidente de ello. Cuando uno de estos muchachos encuentra un buen ejemplar de Palo Rosa, sabe que ese día recibirá algo más de los 4 dólares diarios que suelen cobrar de media.
Hace un siglo, sus antecesores talaban ejemplares centenarios para la construcción de violines, pianos y otros instrumentos clásicos con los que deleitaba sus oídos la aristocracia de la metrópoli británica. Comenzaban los locos años veinte, las radios llegaban a los hogares y su melodía inundaba las casas de las elites y los patios de las corralas de la clase obrera. Ahora, lo que radian estos troncos que permanecen amontonados en los caminos y carreteras del norte de Sierra Leona es el sonido sordo de la deforestación: la mayoría de los informes estiman que la superficie arbórea de Sierra Leona es ya menos del 5 por ciento.
LA DEMANDA CHINA
En los alrededores de Kabala, una ciudad de unos 30 mil habitantes, muchachos desarrapados duermen sobre los troncos que ocupan buena parte de los caminos de tierra de la población. Han llegado hasta aquí desde distintos lugares del país, pero también desde Guinea Ecuatorial, donde el gobierno ha reducido el negocio de la exportación de madera a China tras una década en la que representó su fuente más importante de ingresos. Ahora, apenas le queda masa forestal y buena parte de sus jóvenes ve como única salida la emigración a Sierra Leona, donde la industria de la tala ilegal sigue funcionando a todo gas.
Al contrario que Europa y Estados Unidos, China se ha negado a firmar convenios dirigidos a combatirla, y su demanda de madera es constante. Cada día, del distrito de Koinadugu, el más afectado por este fenómeno en Sierra Leona, salen unos 40 camiones cargados de troncos camino del puerto de Freetown, de donde partirán en buques rumbo a Asia.
China es la compradora de uno de cada tres árboles talados ilegalmente en el mundo, lo que la convierte en la principal responsable de la deforestación a gran escala que está teniendo lugar en América Latina, Asia y África. Es en este último continente donde más ha aumentado el ritmo de la deforestación en los últimos cinco años, agravando las consecuencias de la crisis climática. Según la Agencia de Investigación Medioambiental (IAE, por sus siglas en inglés), los bosques chinos solo cubren un 40 por ciento de su demanda interna y, de hecho, desde 1999 ese país ha invertido decenas de billones de euros en reforestación para garantizarse madera a largo plazo.
Mientras, en Sierra Leona, que nunca se libra de aparecer en el ranking de los 15 países más pobres del mundo, hay un convencimiento entre la población de un sustancial aumento de las temperaturas a causa de la deforestación, aunque son pocos quienes rechazan este motor económico que ha permitido que muchas de las chozas de adobe en las que vive la mayoría hayan pasado de tener techos de paja a planchas metálicas.
Aunque la verdadera prosperidad, la que representan los chalets de arquitectura palaciega que están construyéndose en medio de la más absoluta miseria, es la que sigue aportando la migración: esas construcciones que despuntan hasta dibujarse desde la lejanía como torres vigías son la promesa de retorno de los migrantes a los que mejor les fue en Europa y Estados Unidos.
DEFORESTAR, CULTURA AGRÍCOLA
«Cuando en Guinea no nos dejaron seguir trabajando, me vine para aquí. Tengo dos camiones y por cada uno de ellos –lleno con unos 160 troncos– los chinos me pagan unos 10 mil dólares», explica Saud, de unos 40 años, cuando un hombre nos interrumpe y ordena que deje de grabar. Alrededor, toda la escena se para: los jóvenes dejan de cargar los troncos y asisten en silencio. Se trata del representante de la asociación de madereros de Sierra Leona, una entidad que juega el paradójico papel de actuar como representación institucional en las aldeas aun cuando su actividad es, aunque alentada por el gobierno, ilegal. Viene acompañado de otros hombres que insisten con su actitud corporal en el mensaje de que no soy bienvenida.
En los últimos tiempos, ha aumentado la presión contra el gobierno por parte de la Unión Europea, de Estados Unidos y de ONG internacionales para que deje de hacer la vista gorda y tome medidas contra una situación crítica: las imágenes por satélite demuestran que, a este ritmo, no quedará un árbol en pocos años, según la IAE. Antes de abandonar el lugar, Saud insiste en lo bien que paga a los jóvenes por una jornada de trabajo: esos 4 euros son cuatro veces los ingresos diarios que tiene de media la población sierraleonesa.
Jakob ha dado un importante salto en la escala social: ahora es intermediario entre quienes talan y los transportistas. A la entrada de su casa se acumulan decenas de maderos y, tras valorarlo con varios vecinos, decide hablar con la periodista: «Estamos hartos de que se nos acuse de ser los responsables de acabar con la selva. Los agricultores y los ganaderos la queman continuamente, mientras nosotros solo cortamos determinados árboles. Pero si tuviéramos una alternativa para sacar adelante a nuestras familias, estaríamos encantados de no hacerlo». De hecho, una de las escenas más cotidianas y sorprendentes en este país es que allá donde viajes encontrarás grandes extensiones de la selva en cenizas o ardiendo. Todo el tiempo, en todas partes.
Es un país, literalmente, en llamas. Es el sistema tradicional que emplea la población para limpiar los montes y sembrar arroz, maíz, yuca… Y también para facilitar el tránsito para el ganado. Pero, en la práctica, se quema sistemáticamente por la creencia popular de que es así como se debe mantener a raya a la selva. Y que, de dejarla, lo devoraría todo. La consecuencia es una desertización del terreno, el aumento de las inundaciones, peores cosechas y una contaminación del aire permanente. En las aldeas y poblaciones medianas es peor porque, cada tarde, cuando cae el sol, sus habitantes tienen que quemar la basura y una neblina pestilente a baja altura lo cubre todo.
UNA LECCIÓN DE COLONIALISMO
Abdoul es un senegalés ingeniero de caminos que trabajó durante siete años en Zaragoza en la empresa Dragados. «Fuimos quienes construimos el AVE [tren de alta velocidad]», explica orgulloso. Después, decidió volver a su país, pero, tras un tiempo intentando poner en marcha varios negocios, se trasladó a Sierra Leona para convertirse también en intermediario maderero. «Guinea, Senegal, Ghana… ya no quedan países en los que sea tan fácil la tala como aquí», dice. Vive en Freetown, una ciudad fundada por esclavos liberados que se creó con la vocación de construir una nación que sirviera de referente para el África que se empezaba a liberar. Viajar por este país es una lección práctica de qué es el colonialismo: la única infraestructura visible es un tren de mercancías que une las minas del interior con el puerto. Toda riqueza aquí tiene como fin la exportación y solo implica a la población local en la parte lucrativa del negocio para engrasar la máquina de la corrupción.
Según el último barómetro de Transparencia Internacional, Sierra Leona ocupa el puesto 117 de 180 en términos de corrupción, el 45 por ciento de su población estima que ha aumentado en el último año y una de cada dos personas acepta haber tenido que pagar mordidas a un funcionario público en ese mismo período. «La tala está prohibida, sí, pero aquí todo pasa por pagar a los policías. En un país tan pobre como este, todo funciona por corrupción», explica Abdoul.
Para adentrarse en la selva, los jóvenes emplean algo a lo que una vez se le pudo llamar coche. A ese esqueleto de chapa al que apenas le queda el motor y el volante, le retiran también los asientos traseros para colocar los troncos. Por caminos imposibles, y como si jugasen como los niños que muchos de ellos son, avanzan a toda la velocidad que pueden mientras rebotan, tocando el techo con sus cabezas, cada vez que caen en uno de los baches que conforman el carril. Los percances son habituales. No hay estadísticas de los fallecimientos de timbers (como se les llama a los madereros), aunque solo hay que recordar que una de las principales causas de muerte entre los cooperantes son los accidentes de tráfico.
«¿Has visto qué fuerte soy?», dice uno de ellos, un chaval de 15 años que llegó hasta aquí con un amigo desde el sur del país. La mayoría no supera los 25 años. No hay cuerpo que resista este trabajo mucho tiempo. Suelen vivir juntos en chozas alquiladas. En este país, la mayoría de las casas no tiene más muebles que algún banco hecho con unas tablas y el mortero gigante en el que muelen las hojas con las que condimentan todas las comidas. Hay aldeas en las que resulta difícil incluso encontrar un árbol bajo el que estar a la sombra. Todo para engrasar esa industria de la que nos llegan continuamente anuncios en Instagram y Facebook, de muebles de diseño nórdico, industrial, rústico, étnico… made in China, talados por los descendientes de los esclavos que una vez fueron liberados en lugares como Sierra Leona.
(Publicado originalmente en La Marea, Brecha reproduce de acuerdo con una licencia Creative Commons BY-SA 3.0, titulación propia.)