Seguir siendo - Semanario Brecha

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“La noche de 12 años”

“La noche de 12 años”

Este tercer largometraje de Álvaro Brechner es, por el mero hecho de ser realizado, una apuesta mayor. Por razones políticas y por cuestiones estéticas. El primero de esos asuntos es bastante obvio. La terca resistencia a la voluntad de destruirlos de tres presos que además eran rehenes –su vida, al igual que la de otros seis, sería la garantía de que hipotéticos camaradas aún libres no atentaran contra sus captores–, situación extrapolable a cualquier otra de represión y ensañamiento extremos, es lo que verá en la pantalla cualquier público. Los espectadores uruguayos, chilenos y argentinos verán esa agónica historia, pero además saben muy bien que sus protagonistas –Rosencof, Huidobro y Mujica– eran tupamaros, que quienes buscaron aniquilarlos o enloquecerlos eran los guardianes de una dictadura de extrema derecha, y que la resistencia a ésta sucedió no sólo en esas celdas sino también en otros lugares dentro y fuera de las cárceles. La mirada de estos espectadores sureños estará entonces irremisiblemente impregnada de la lectura y la interpretación de cada quien frente al pasado reciente, y más riesgoso aun, de los ecos que aquel pasado sigue haciendo resonar en el presente.

Y aquí viene el segundo asunto. Si la película puede, por la manera en que es formulado su relato, por las opciones dramáticas y estéticas que ofrece, imponerse a cualquier resabio ideológico preexistente, y si logra que lo que le pasa a tres hombres aislados, cada uno en su cueva, llegue a la mente y al corazón del espectador, y llegue desde la premisa elegida por la realización. Premisa que se concentra en cómo se puede seguir siendo humano cuando todo se esmera en apuntalar lo contrario. Todo lo que rodea, toca, penetra a estos tres prisioneros, desde los sonidos que sólo llegan en forma de órdenes o insultos hasta los mínimos materiales para vivir –trapos sucios para cubrirse, paredes que parecen venirse encima, suelo mugriento como cama, luz que no llega o es escamoteada, sobras escasas como alimento–, se combina para castigar el cuerpo y humillar el alma que lo habita. La película obtiene la tensión requerida apoyándose en los mínimos avances y retrocesos; los de los diálogos a través de la pared mediante ese código Morse a golpecitos inventado por Rosencof y Huidobro, los de los escasos contactos, fuera de los castigos, con los carceleros; los de las también escasas entradas de lo de “afuera”, a través de algo impreso en un viejo diario hallado en un baño; de la visita de un familiar, o, incluso, de los raptos imaginarios por los que esos enterrados en vida pueden volar al pasado o a una situación no vivida pero anhelada. En ese régimen de silencio impuesto, importa cómo el filme va graduando la recuperación de las palabras, ya sea por una carta de amor que necesita un soldado y le es obsequiada por el escritor Rosencof, por un cuento que éste le enseña a Huidobro para que se lo cuente a su hijita, hasta las que, entresacadas de lo que hablan los carceleros, rebotan en las paredes de las celdas.

Los actores se las ven con papeles más que exigentes. Si apenas uno de ellos tiene algún rasgo del hombre al que encarna (el español que hace de José Mujica, Antonio de la Torre, cuyos ojos parecen ser de la misma familia que los de su representado), ese ser de cada uno en la pantalla borra los referentes físicos para constituirse en los personajes que son. El anguloso y “ruso” Rosencof tendrá para siempre en la pantalla el rostro redondeado y moreno del “Chino” Darín, el “Ñato” Huidobro, la cara afilada y nariguda de un estremecedor Alfonso Tort.

Con buen tino, el filme no se detiene en mostrar la tortura; sí la trae en pincelazos cortos, delata que merodea, en un ominoso fuera de campo. El filme se abre con un plano-secuencia que recorre circularmente –desde el punto de vista de un panóptico ideal– distintas instancias del encarcelamiento; al fondo se ven seres encapuchados a los que se los golpea y empuja, hay gritos, órdenes, un organizado caos represivo, sin que la cámara se detenga en cada situación o la acerque.

En el cuerpo principal de la película, ni una sola consigna o formulación ideológica –que, claro está, se expresa en el simple, elemental planteo de víctimas y victimarios– se cuela para sustentar o explicar lo que hacen los personajes. Es su tozudo deseo de vivir, de ser, de seguir siendo, lo que se impone, lo que permanece cuando se apaga la pantalla.

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