La iniciativa para lograr acuerdos políticos sobre seguridad nació en un contexto adverso. El gobierno, y en particular el Ministerio del Interior (MI), tramitaba una crisis intensa a partir de las derivaciones del caso Astesiano y la oposición hizo foco en la necesidad de cambios a nivel de toda la cúpula de conducción ministerial. Aun así, un documento pudo ser bosquejado y algo se avanzó. En este punto, valoramos que lo más importante no es lo que el gobierno quiera o pueda hacer, sino la necesidad de reconceptualizar y profundizar varias de las ideas que han tomado cuerpo en el debate político para forjar un programa de gobierno mejor orientado del que hemos tenido en las últimas décadas. El vacío de ideas ha sido tan pronunciado que no es buena cosa gastar tiempo en disputas menores.
Culminada la primera etapa de acuerdos entre los partidos políticos, la semana pasada académicos y académicas de distintos centros universitarios fueron convocados por el MI. Tampoco en esta oportunidad el escenario fue el más auspicioso. El responsable de conducir esos diálogos, Diego Sanjurjo, hizo una serie de afirmaciones poco felices sobre la Universidad de la República (Udelar) y sobre el tipo de conocimiento que allí se produce. Por distintos lugares, aseguró que en la Facultad de Ciencias Sociales se registra un déficit intolerable de pluralidad y que toda la producción académica sobre la violencia y el delito no hace más que endilgarles las culpas a las desigualdades de poder y al capitalismo. A cambio, lo que se propone no es especialmente revelador: América Latina como espacio «atrasado», el delito como producto de decisiones racionales individuales, la necesidad de entender cómo piensan «los delincuentes», que para evitar los desmadres de la violencia y los delitos hay que reprimir con toda la fuerza de la ley, etcétera. Entre los lugares comunes y los prejuicios, estas afirmaciones contra la Udelar se inscriben en las viejas ofensivas de la derecha y del liberalismo conservador. Son poco originales desde el punto de vista político y escasamente rigurosas desde el punto de vista académico. La agresividad política y la invisibilización académica de los demás es una estrategia elemental de quienes buscan obtener posiciones y producir efectos monopólicos dentro de un campo.
Sin embargo, a pesar de esas declaraciones públicas hostiles, y según lo que hemos podido conversar con algunos colegas, los intercambios fueron positivos y cada una de las medidas de la Estrategia de seguridad integral y preventiva pudo ser puesta en perspectiva. La Udelar marcó una posición firme y dejó abiertos espacios de colaboración. Más allá de valoraciones epistemológicas, y de vaticinios sobre lo que el gobierno pueda efectivamente hacer con esta Estrategia (que no será mucho, dicho sea de paso), queremos insistir sobre cinco asuntos que consideramos fundamentales para el debate programático y para la orientación de la investigación sustantiva.
En primer lugar, una política de seguridad debe asumir una perspectiva sistémica. Cuando se habla de integralidad o de multidimensionalidad se debe aludir a las distintas funciones que hay que cumplir (prevención, control, sanción, rehabilitación, reinserción, reparación) y al entramado de actores y estrategias que hay que desplegar. El punto no es quedarse con formulaciones abstractas que hablan del equilibrio entre la prevención y la represión (una forma vacía para dar señales a varios públicos demandantes), entre otras razones, porque hoy en día el campo de la seguridad está completamente dominado por la racionalidad del control, la represión y el encierro, y porque, además, las ideas de prevención tienen que tener un impulso conceptual y un lugar de prioridad funcional tanto como las políticas de integración social. Hasta que eso no se formule con claridad y se ejecute con esfuerzo y precisión, los equilibrios actuales no se van a modificar y lo único que tendremos son discursos de autopromoción para figuras con pretensiones de carrera política.
Si esto es acertado, tenemos como segundo asunto una estructura del gobierno de la seguridad que debe transformarse completamente. Hoy se piensa en una estrategia integral, pero no hay espacio institucional real para sostenerla. En su momento, en 2008, se creó la Dirección de Convivencia y Seguridad Ciudadana para nuclear distintos proyectos preventivos. Tal vez esta sea una buena oportunidad para repensar ese espacio, luego de conducciones que lo desnaturalizaron por completo. O bien se impulsa una secretaría de seguridad y prevención a nivel de Presidencia o se opta por una reforma completa del propio MI que haga lugar para el cumplimiento autónomo de tres funciones esenciales: la prevención, el control y la reinserción de las personas privadas de libertad. Las políticas de seguridad tienen estructuras de conducción muy débiles, sin marcos programáticos y legales que las apuntalen ante el peso real de las corporaciones armadas.
Esto nos conduce a un tercer asunto decisivo. La Policía y la política criminal que el país ha trazado desde hace más de tres décadas deben ser transformadas. Se ha impuesto un modelo global que apuesta al encarcelamiento y a la represión selectiva como pauta hegemónica de actuación. Mientras que ciertos discursos sostienen que el delito crece cuando se relajan los criterios de dureza represiva que deben imperar, hay razones suficientes para pensar exactamente lo inverso: los problemas de fondo se mantienen inalterados por la lógica interna de una política que ha sido aplicada casi sin excepciones por gobiernos de distinto signo. La Policía es un actor limitado, en términos de capacidades, para reducir de forma sostenible el delito, pero no deja de ser una pieza muy relevante en términos de producción de orden social. Por eso es imprescindible una transformación democrática de sus formas de actuación y de construcción de legitimidad. Por otro lado, las políticas criminales solo han priorizado la incapacitación de amplios sectores sociales marcados por la precariedad socioeconómica y eso ha tenido profundas consecuencias criminógenas. La cárcel contiene temporalmente, pero, a la larga, potencia el delito.
Una mirada territorial ayudaría a comprender mejor esto que señalamos. Pensar desde lo local y desde lo situado permite observar conexiones de fenómenos que, desde las miradas centrales, desde los a priori discursivos o desde abstractos criterios de racionalidad, se pierden por completo. Una microsociología densa y profunda sobre estos asuntos es una de las deudas más relevantes que todavía tenemos. Esa opción nos ayudaría a entender mejor las formas más adecuadas de gobiernos descentralizados con capacidad efectiva para impactar en los problemas de fondo de los territorios.
El último punto se relaciona con la necesidad de construir un espacio de conocimiento sectorial que promueva la investigación de base, multiplique el trabajo de extensión y habilite una discusión pública enriquecida. El Estado y sus instituciones tienen una responsabilidad fundamental en ese sentido, y hasta ahora el balance es desfavorable, no solo por la falta de consolidación de algunos instrumentos esenciales, sino, además, por las desconfianzas y los prejuicios que obstaculizan estrategias virtuosas que solo son funcionales a las lógicas extractivistas, a las inercias burocráticas o a los esquemas de negocios puntuales entre algunos académicos y contrapartes circunstanciales.
La Udelar también tiene un rol muy relevante en este terreno. La acumulación académica, la capacidad de reflexión y la potencia crítica en un área de consensos difíciles tienen que escalar hacia un proyecto más ambicioso en el cumplimiento integral de las funciones universitarias. Abrir estos problemas a los desafíos de la enseñanza (que no es lo mismo que tener posgrados en criminología), priorizar investigaciones y desplegar estrategias territoriales de extensión requiere un esfuerzo de articulación que vale la pena emprender para que la universidad fortalezca sus capacidades de aporte e interlocución.