Cuentan que era común que en algunas charlas Calveyra extrajera una libretita de su bolsillo y anotara una frase en el aire. Era el mismo escritor que, hacia mediados del siglo pasado, encontraba momentos en su trabajo de fumigador de barcos para tenderse en cubierta «no a descansar, sino a aguardar la irrupción de la memoria».1 El más de medio millar de páginas que conforma su poesía reunida2 es, por su calidad, la prueba de una firme convicción en la poesía como designio de la vida. «Voy caminando como si en el mundo no existieran sino verbos al estado de jardines, entierro palabras en los primeros canteros preparados para la lluvia», dice en Iguana, iguana, su segundo poemario.
Para Calveyra –que residió desde 1960 en París–, escribir era, siempre y ante todo, recordar, borrar lejanías....
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