Una vez en Argentina, hace tiempo, me bañé en una playa privada. Yo no sabía que era una playa privada. Vi el agua y la arena –era el río Paraná– y había un portón abierto. Era raro eso del portón, pero como yo no sabía cómo son las playas de río, pensé que tal vez por eso mismo tenía un portón (la idea sólo ahora me parece disparatada) y me metí. Una mujer me preguntó enseguida cómo había entrado y le expliqué, era sencillo. Ella se rió y me dijo: “Vi luz y subí”. Yo repetí la frase con ella, contenta de compartir el título, que me gustaba, de un tango de ese tiempo. Y si recuerdo esa historia ahora es porque hay un cruce en ella también, una frontera o portón que alguien se olvidó de cerrar y que otro se apura en atravesar. Hay una velocidad necesaria –pienso ahora– para forzar una entrada a la otra lengua. Hay más que nada, me parece, una necesidad perentoria. Ella es la que habilita el gesto intrépido, el que permite ganarse por la rendija de colado. Los viajes siempre me llevan al terreno de la traducción.
Me ha tocado viajar pocas veces, pero siempre me he visto, incluso en países de habla hispana, en la necesidad de traducir o traducirme, sin saber hacerlo. Y puedo decir que, muchas veces, esas experiencias han sido algunas de las mejores en esos viajes.
La primera vez que subí a un avión fui muy lejos, mismo lejos, y todo era difícil. Para empezar, la aerolínea era alemana. Un mal comienzo, pensé entonces, aunque ahora me digo que fue bueno. Porque no había escapatoria: era colarse o nada, meterse o permanecer en un silencio triste, en una forma quieta de no estar. En aquellos países de otro Oriente, no el nuestro, conocí personas, en realidad más bien hombres –mujeres no había muchas a la vista– que miraban con franqueza, o eso me pareció, y sonreían debajo de un bigote fino (todos los que vi tenían ese mismo bigote). Jamás les dije que venía de Uruguay, porque hubiera sido como decirles que venía del asteroide nosecuánto. Así que con mis amigos decíamos Sudamérica, cuando nos preguntaban, y ellos sonreían y respondían Maradona, como los niños cuando muestran la figurita que todos tienen y que sirve de base o presupuesto para algo que vendrá después, un intercambio posible o imposible, no se sabe, y que es, de momento, apenas una intención y nada menos que eso. Mujeres vi a unas adolescentes, que visitaban junto a una maestra o monja un sitio de interés. “What’s your name”, preguntaban, y pedían un chicle hasta que la monja o maestra se acercó (tenían vestidos multicolores, de verde intenso y rosa fuerte, iban lindas y alegres, y no es vulgar decir que parecían unos pájaros mansos en la tarde). Al final de ese viaje sucedió algo extraordinario, sólo puedo nombrarlo así, recordarlo así, como si fuera un sueño que sucedió en inglés y del que quedan, ahora en la distancia, el sonido de una voz, pocas imágenes. Waid estaba sentado a mi lado cuando partimos de El Cairo. Yo no sabía que se llamaba Waid ni quién era. Vestía de traje, como occidental, pero no parecía serlo, por el color de su piel, muy oscuro. No era negro, tampoco era como los hombres de bigote, era otro tipo de persona. Ahora decir raza queda mal, pero yo no había visto antes un individuo así. Y me llamó la atención en él, más que nada, la posición de su cuerpo en el asiento. No era un hombre cansado; algo que yo desconocía lo había derrumbado, una tristeza o rayo, pensé, o algo peor. Sentí temor. Empezamos a hablar después, porque yo tosía mucho y él me preguntó por mi salud. Era médico, neumólogo, según pude entender gracias a muchos gestos y explicaciones. Supe que era nacido en India y que ahora venía de Sudán, donde había trabajado en su profesión.
Esto pasó hace tiempo y en ese entonces el hambre arrasaba allí la salud y la vida de niños y adultos. Él no me contó nada de eso, no era necesario, pero yo creí entender por qué lo había visto así, quebrado por un peso mayor del que cualquier persona puede soportar. Waid es un hombre de ciencia. Estudió en Londres y trabajaba en ese tiempo para la Onu. No sé dónde está ahora y es muy probable que nunca lo vuelva a ver. En ese avión, y en inglés, me contó una historia de fe. Hablábamos con lentitud, repetíamos lo dicho y señalábamos con el dedo las cosas que no sabíamos nombrar, las partes del cuerpo. Al final yo le dije “Thanks for your story” y él me dijo “Thank you for listening”. En el aeropuerto de Fráncfort nos separamos. No sé quién era él, aunque vi su pasaporte, ni por qué nos encontramos y nos escuchamos. “You are happy”, me dijo y yo le creí. También me dijo “That’s enough”, al final de un diálogo nuestro. Y era suficiente.
Parece entonces que me contradigo. Porque escribí al principio que la traducción me parece imposible. Y lo sigo afirmando, me empecino. No es imposible la comunicación, en ella sí creo. Porque ella no está hecha tan sólo de palabras –esas traidoras–, que hacen ruido y no dejan su lugar a otros gestos ni a la respiración, al silencio. Cuando no las tenemos, porque andamos colados en un país de verbos desconocidos, hay que empujar, atender y por una vez en la vida escuchar. La conversación se hace entonces casi una banda sonora, como en el cine, y por momentos no importa en absoluto lo que dice. Así, dice mi amigo Fabrizio, escuchábamos de muy chicos, sin entender proprio niente, oyendo modulaciones, intensidad, intención. Antes de nacer, incluso, oíamos así. Y dice que por eso es placentero escuchar una lengua que no conocemos y que no nos interpela, que sólo nos admite en su presencia como admite al infans, el que no habla.
Y parece también que me contradigo porque estoy hablando mal de las palabras al tiempo que las uso, a ellas, las dóciles. Así es. Pero sucede que ellas se comportan muy distinto, según en donde estén. Cuando andan en el aire (que es cuando las decimos) son las peores, eso creo. Van desordenadas y tristes, hacen ruido. Cuando alguien las traza o las imprime pueden portarse mejor; no siempre, pero pueden. No porque queden fijas, atadas a la página, sino porque para escribirlas alguien debió asignarles un orden que les es propio. No sólo el de esa lengua; también un orden secreto que impone quien escribe para dejarles decir sus verdades más quietas, o tempestuosas, sus verdades. Porque ellas siempre tienen una conversación secreta, cartitas que se mandan mientras hablan y que uno al leer descifra o al menos ve pasar. De eso están hechos, creo, los textos que más amamos, aquellos que nos enseñan a escribir y a leer. Y ¿cómo percibir ese diálogo íntimo si uno está de colado? Eso es lo que veo imposible. No digo espiar al escritor, eso no importa, o no me importa. Digo atrapar, cazar al vuelo o con delectación la belleza de un texto, que está hecho por definición de palabras y sólo de ellas, y armarlo otra vez distinto, con palabras distintas, que no conocen a aquéllas, sus secretos, y que guardan los suyos. Atrapar esa belleza es lo imposible. Cuándo vamos a aceptarlo; es imposible, no extraordinario.