Ya ha sido dicho: las remakes –sobre todo las hechas a partir de películas muy exitosas y recordadas– son peligrosas. Sin embargo, la muy exitosa y recordada que da lugar a esta nueva versión de Los siete magníficos, la película homónima de 1960, estuvo a su vez basada en Los siete samuráis (1960) de Akira Kurosawa. Cabe pensar que aquel traslado –realizado bajo la batuta de John Sturges– tuvo que hacer una operación osada y desinhibida, como lo es utilizar los personajes y tramas de un universo campesino y japonés adecuándolos al lejano oeste estadounidense, y que esa postura colaboró al acierto de la realización. Por otra parte, si bien en 1960 el western había perdido parte del aura mítica que lo había acompañado hasta pocos años antes, aún conservaba fuerza de convocatoria. La suficiente como para que fuera más o menos por esa época que se iniciaba el vigoroso –no hollywoode-nse sino europeo–, fenómeno del spaghe-tti western, que entre sus alardes y su furor alargó la vigencia del viejo género para luego, en sus propios excesos, enterrarlo.
Nada de eso existe ya, los cowboys y su mundo viven en la memoria y la historia del cine, muy pocas películas les han hecho honor en los últimos cuarenta años (una discreta excepción: Entre la vida y la muerte, dirigida en 2008 por el actor Ed Harris), y hacer una remake de un famoso western tiene todo para parecerse a una visita guiada a un panteón prestigioso.
Es lo que hace acá Antoine Fuqua (Día de entrenamiento, El protector): un filme “grande” para homenajear a un gran filme (en rigor, dos). Con el libreto a cargo de Richard Wenk y Nic Pizzolatto (el de True Detective), mantiene el esquema narrativo y cambia –exagera o deslíe– todo lo demás. El esquema narrativo, que viene de los samuráis de Kurosawa, es que un pueblo aterrorizado por maleantes recurre, para protegerse, a siete expertos en grescas fuera de la ley. En esta película cualquier espectador prudente empezará a temblar por lo que vendrá cuando aparece el “maleante”: Bogue (Peter Sarsgaard), dueño de una mina de oro que quiere quedarse con la tierra de los esforzados campesinos y no se detiene en nada para obtenerla, es una caricatura de los malos del cine, y del capitalismo. Bogue declama ante sus víctimas: “Con la democracia llega el capitalismo. Con el capitalismo viene Dios. Estáis interfiriendo en el camino de Dios”. Y enseguida veremos que para poder enfrentar a este apóstol de la expoliación descarnada los siete magníficos de hoy constituyen un dream team de la diversidad: un negro (Denzel Washington), un irlandés (Chris Pratt), un anglosajón (Ethan Hawke), un chino (Byung-Hun Lee), un mexicano (Manuel García Rulfo), un indio (Martin Sensmeier), un gordo de voz aflautada (Vincent D’Onofrio), y una mujer (Haley Bennet), representante de lo más osado del pueblo, no por guerrera menos femenina, según lo sugiere el tamaño de su escote. La película se toma su tiempo para ir sumando a cada uno de estos valientes a la causa, pero dedica más de ese tiempo a miradas viriles entornadas –ya se sabe que los cowboys miran con los ojos entornados, sobre todo si están con el sombrero puesto–, que a redondear perfiles, quedando apenas con algo de recordable el pillo que compone Chris Pratt y el gordo de D’Onofrio. El director retoma su pulso en el tiroteo final –parece que la acción es lo suyo–, pero aun ahí la exageración empuja a la saturación. Como si asistiéramos a una película de cowboys que quiere representar lo que eran las películas de cowboys, y temiendo no ser comprendida, recalcara todo el tiempo los tics que quedaron de aquellas. Como un spaghetti caro, y sin gracia.