Un comienzo fraterno, generacional: “José Pedro Díaz y Amanda Berenguer Bellán de Díaz compusieron a mano e imprimieron La luz de esta memoria en su imprenta particular La Galatea, Mangaripé 1619, Montevideo, con la colaboración de la autora durante el verano de mil novecientos cuarenta y nueve”, dice el colofón del primer libro de Ida Vitale. Berenguer experimentó en lo verbo-voco-visual; Idea Vilariño concentró su parquedad en el desamor y en dar cabida, por elevación, a lo sociopolítico. De las poetas del 45 uruguayo, Vitale hizo de lo estético su bastión; distanció toda circunstancia desde una alquimia heredera del parnaso-simbolismo francés.
La dialéctica fugacidad/memoria está en ese título proveniente de Lope de Vega: “a pesar de la sangre que procura/ cubrir de noche oscura/ la luz d’esta memoria”. El epígrafe incluye la nocturnidad de su tercer libro, Cada uno en su noche (1960); en sentido opuesto al barroco lopesco, utilizará el mismo verbo en Procura de lo imposible (1998). En este poemario, uno de mis preferidos, las analogías entre lo que vuela y lo que canta conducen a una levedad resultante del encanto rítmico. Su levitación musical no anula ni desvirtúa la territorialidad precisa.
Es que Vitale cultiva una poética clásica en los equilibrios, simbolista en la sutileza y en “la musique avant toute chose”, purista en la decantación de la sustancia verbal, y en el “despojamiento del artificio retórico”, diría su maestro Juan Ramón Jiménez. Aspira al arte natural y no poco misterioso del canto de los pájaros: “Al silbo de las sílabas subía/ de siete en siete vuelos/ hasta alcanzar un cielo/ de sílaba serena”.
En ocasión de la compilación Sueños de la constancia (1988), llamé la atención desde las páginas de este mismo semanario sobre un círculo de nieve que se había generado alrededor suyo a nivel local, un raro silencio crítico en torno a su obra. Hoy, ante el máximo premio que pueda alcanzar un escritor en lengua española, cabe recordar que Reducción del infinito (2002) se publicó en una colección titulada “Marginalia”. Es decir: no todo fueron laureles, y es su perseverante vocación para el canto la que superó el silencio de otros tiempos.
Vitale fue profesora de literatura hasta 1973; se exilió en México (1974-1984) junto a su pareja, el gran poeta Enrique Fierro. En Jardín de sílice (1980), primer libro de recepción internacional, hay dos versos sabios. Desasida de los afanes mundanos, la voz elige el margen para encontrarse: “Quien se sienta a la orilla de las cosas/ resplandece de cosas sin orillas”.
El cultivo de una antigua tradición cuyo lenguaje opera por sustracción –lúcida labor de lima horaciana– en busca de una hondura hacia la duración es lo que este Cervantes celebra, acaso en vínculo con María Zambrano, primera escritora en recibir tal galardón. Vita brevis ars longa, parece máxima marcada a fuego en la escritura de Vitale, aunque su longevidad desafíe lo breve de la vida.
Entre sus coetáneas voces brillantes se fueron antes Olga Orozco, Blanca Varela, Rosario Castellanos. Fina García Marruz, también discípula confesa de J R Jiménez, aún sigue produciendo. Nacida en el mismo 1923, la polaca Wisława Szymborska, aunque embebida de lo histórico-político, comparte con Vitale una reflexividad intimista atravesada por lo existencial; el uso de metros tradicionales y la brevedad de los poemas. En ambas prevalece la elegancia de la ironía por sobre el tono destemplado. Igual que la Nobel de 1996, Vitale es autora de una obra ceñida: apenas una docena de libros de exigente labor le han valido merecido reconocimiento.
En su lenguaje calibrado hay, igual, un sustrato barroco. Hay juegos fónicos en versos decantados (“Fárrago guerra/ ráfaga tránsfuga suerte”); cierta calma en plena corrosión (“Mido milagros/ y admito que toda la vida/ es su deuda”); hay movimiento en lo quieto y muerte en lo bello (“Transmutable semilla/ cuando la hermosura y la esperanza/ ensimismadas finen”).
En los poemas en prosa se percibe la impronta vanguardista de Benjamin Péret o de Boris Vian, a quienes tradujo. Nunca conseguí Léxico de afinidades (1994), origen de esa línea, pero disfruto de la imaginación leonardesca en Donde vuela el camaleón (1996); La voz cantante (1988) se alza mitológica en “enjambre de ruidos”. Las décimas de “Solo lunático, desolación legítima” dialogan magistrales con Julito Herrera y Reissig, nuestro lúdico vate de la invención léxica.
En el artículo de 1988 me preguntaba: ¿será percibido el distanciamiento clásico que sutilmente Vitale trafica, por los lectores del futuro siglo XXI? En el poema “Justicia” la poeta se interroga: “Duerme el aldeano en un colchón de heno./ El pescador de esponjas descansa/ sobre su mullidísima cosecha./ ¿Domirás tú, en lenta flotación, sobre papel escrito?”. Ambas respuestas están hoy a la vista, y al oído, de los lectores del mundo.